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Entrevista exclusiva a Antonio Muñoz Molina, Premio Príncipe de Asturias; por Pedro Plaza S.

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Cuenta Antonio Muñoz Molina la gracia que le causó al ver una camiseta por primera vez en las calles de Nueva York, la ciudad del anonimato, con la leyenda estampada “I’m big in Japan”. Quien la lleva quiere hacer notar que es alguien importante en algún lugar del mundo. En un viaje a Canadá, había presenciado que los libros de Muñoz Molina, traducidos al francés, estaban exhibidos en prominentes estantes de entrada de grandes librerías de la ciudad, como la Renaud-Bray: Le royaume des voix (El jinete polaco); Pleine lune (Pleniluio); L’hiver a Lisbonne (El invierno en Lisboa); Fenệtres de Manhattan (Ventanas de Manhattan); Séfarade y tantas otras. Dada la humildad que lo caracteriza, a pesar de ser uno de los grandes de las letras en español, de haber ganado sólo este año el Premio Jerusalén (precedido el año anterior por Ian McEwan) y el Príncipe de Asturias de las Letras (precedido el año anterior por Phillip Roth), sólo por nombrar dos de los innumerables premios de los que ha sido merecedor, Muñoz Molina llevaría con gusto por las calles de Nueva York, disfrutando de las miradas furtivas que se postrarían sobre él, una camiseta que dijera “I’m big in Montreal”. Cuando me tocó presentar a Muñoz Molina ante un auditorio en el King Juan Carlos Center de Nueva York, relaté esa anécdota fabulada. Muchas conversaciones con el maestro prosiguieron a lo largo de dos años desde distintas ventanas de Manhattan.

Antonio Muñoz Molina, un escritor itinerante. Pasas la mitad del año en Nueva York y la otra mitad en Madrid. Y, dentro de esos espacios, viajas con relativa frecuencia. ¿Qué te han aportado esos viajes a tu literatura?

La verdad es que, aparte de la ida y vuelta entre Madrid y Nueva York , viajo con muy relativa frecuencia. Me cansan mucho los viajes largos, sobre todo si implican vuelos transatlánticos, me alteran el sueño y además me quitan la concentración para trabajar, así que procuro limitarlos al máximo. Pero, volviendo a tu pregunta, a mí los viajes me han educado, en el sentido profundo del término. Italia, Francia, Portugal, los países de América Latina que conozco, Holanda, me han servido para salir de una cierta tendencia española al ensimismamiento. Quizás debería hablar más de ciudades que de países. De ciudades e idiomas. Los viajes están sobrevalorados, porque puede ocurrir que uno no se fije en nada ni aprenda nada o sólo confirme sus prejuicios, pero a mí me han dado cosas fundamentales que no habría logrado de otra manera. A veces las visitas breves, y a veces las estancias más o menos prolongadas. Ahora llevo casi un mes en Lisboa, haciendo las cosas que más me gustan, como sabes, pasear y escribir, y estoy encantado. Además estoy estudiando portugués.

La calle de la Fuente de las Risas, donde viviste, la Plaza de San Lorenzo, donde jugaste de niño, la Casa de la Torres, la Mágina ficticia de Plenilunio (1997), El jinete polaco (1991), Beatus Ille (1966), El viento de la luna (2006).  ¿Cuánto de autobiográfico hay en tu obra?

La propia vida es la materia prima más valiosa que el escritor tiene a mano, simplemente porque es la parte del mundo que mejor conoce. Digamos que los libros, tanto de ficción como de no ficción, modelan la experiencia del mismo modo que el escultor modela el mármol o la madera. A mí me cuesta mucho escribir una historia que no contenga al menos un hilo muy profundo de conexión con mi propia vida.

¿Nos puedes hablar de tu último libro, Todo lo que era sólido (2013)? Un ensayo sobre esa España que no tienes reparo en criticar, donde la memoria inmediata se pierde y lo imposible se convierte en imperceptible.

Ese libro empezó a nacer en Nueva York, en el invierno de 2012, cuando todas las noticias que llegaban de España y de Europa eran casi apocalípticas: que se hundía el euro, que desaparecía la Unión. En España todo parecía derrumbarse al mismo tiempo. Lo que intenté fue explicarme a mí mismo qué había pasado y por qué, basándome en lo que yo mismo había visto, en mi testimonio de ciudadano. Escribía para intentar comprender. Acuérdate de lo que dice Joan Didion, que no se sabe lo que piensa hasta que no lo has escrito. También aspiraba a alentar un debate racional sobre nuestros problemas, nuestras fortalezas y nuestras posibles salidas. Me parecía tan urgente como denunciar los errores celebrar los aciertos y las cosas conquistadas, que han sido muchas, para no perderlas. Recordar eso es importante en España y en toda Europa, porque los europeos dan, damos, como naturales cosas que apenas existen en el resto del mundo: la sanidad y la educación pública, la seguridad jurídica, el simple derecho a tomar el sol en la calle sin que te asalte lo que ustedes en Venezuela llaman un malandro.

En el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias dices: “Es casi frívolo divagar sobre la falta de correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan obscenamente sus beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la conexión clientelar; un país donde las formas más contemporáneas de demagogia han reverdecido el antiguo desprecio por el trabajo intelectual y el conocimiento”. Pareciera que estuvieras hablando de Venezuela. Sin ánimo de comparar, ¿te merece alguna opinión el proceso que hemos vivido los venezolanos en los últimos años?

Tener amigos como Ana y tú, y otros a los que he conocido en Nueva York y en Madrid, me ha hecho estar más atento a lo que sucede en Venezuela. Parece que en las sociedades hispánicas tenemos una propensión desastrosa a elegir lo peor y a desperdiciar tanto nuestros recursos como el mérito de las personas. Somos, en mayor o menor medida, especialistas en oportunidades perdidas. Nos pasa lo que decían de Arafat, que “never missed the chance to miss a chance”.  Lo peor del régimen que padece tu país creo que, casi más que la tiranía o el mesianismo insensato y además estéril porque no mejora las vidas de los pobres, es la monstruosa incompetencia. Y me parece vergonzoso que tantos intelectuales o activistas europeos y americanos que se dicen de izquierdas celebren un régimen en el que ellos no vivirían nunca, y lo hagan desde la comodidad de sus países, sus cátedras, sus seguridades jurídicas, etcétera. Es la vieja historia que ya empezó con el castrismo.

Anterior al libro de ensayo, publicaste Nada del otro mundo (2011), una colección de cuentos. El germen de uno de los mejores cuentos, El miedo de los niños, aun siendo inédito, ya se veía venir en El jinete polaco: “automóviles negros, algunos de los cuales son conducidos por tísicos de bata blanca que secuestran a los niños para extraerles la sangre”. ¿Tus cuentos se gestan a través de tus novelas?

Quizás las novelas y los cuentos se gestan a partir de los mismos núcleos de experiencia, de sensación o memoria, que por algún motivo perduran en la imaginación, o vuelven a ella con mucha fuerza por azar al cabo del tiempo. Esa idea del miedo infantil es de las más poderosas de mi vida. Antes de El jinete polaco escribí un artículo que se titulaba “Los mantequeros del Perú”, que trata de esas cosas. Y un poco antes del cuento “El miedo de los niños” escribí en El País un artículo que de nuevo rondaba por ahí. Los temas de uno quizás están desde siempre y duran toda la vida. No hay nada de elección voluntaria en eso.

En tu libro de teoría sobre literatura, Pura alegría (1998), dices que “ni la memoria se limita a recordar ni la imaginación inventa siempre”. ¿Podrías hablarnos de cómo esta idea ha incidido en tu obra y, en especial, en El jinete polaco?

Teoría no, querido Pedro, la cosa no da para tanto y pueden enfadarse los profesores de la materia. Es que imaginación y memoria son dos polos que se corresponden entre sí. Al recordar, instintivamente componemos relatos: seleccionamos detalles, borramos otros, les damos una dirección, o una intención. Como cuando te enamoras y le cuentas a tu novia o novio tu vida pasada. Y la imaginación inventa no en el vacío, sino a partir de recuerdos, olvidos, sueños, deseos, etcétera.

En El jinete polaco narras “Riders on the storm, los jinetes cabalgando en una noche de tormenta, yo mismo, solo, fugitivo de Mágina, cabalgando en la yegua de mi padre, no hacia la huerta, sino hacia otro país”. ¿No será que la bicicleta con la que andas por las calles de Nueva York es la metáfora realizada de Manuel, el personaje de El jinete polaco, que se marcha a otro país, se pierde en el mundo, harto de su propia localidad?

Yo creo que con ese instinto de irse se nace. Yo quería irme ya desde niño. Me imaginaba yéndome y me imaginaba volviendo al cabo de los años, con un bolso al hombro, cargado de experiencias. Cosas de niño repelente en secreto, de adolescente enfadado con el mundo. El jinete polaco trata mucho de esa adolescencia.

Sefarad (2001) es la gran novela del desarraigo, de no poder volver a ser nunca quién fuiste, de no sentir que perteneces a ningún lado. ¿Qué quisiste decir cuando afirmaste que Sefarad “es un mapa de todos los exilios posibles”?

Según crecía el libro, sin que yo lo controlara mucho, con nuevas historias que no tenían a veces casi nada o nada que ver entre sí, pensé que el hilo conductor era ése, no el exilio político en exclusiva, sino la sensación de extranjería, en sus formas más variadas, la del que se va a diez mil kilómetros y la del que se va a trescientos y no se consuela de la lejanía, la del enfermo para el que de pronto el mundo es un lugar extranjero porque él va a morirse, la del africano ilegal que cruza a nado el estrecho de Gibraltar o el centroamericano saltando la valla en Arizona. Exilio en el sentido negativo pero también en el afirmativo, desde luego: la monja que escapa feliz a América, etcétera.

Es una novela que genera fuertes reacciones físicas y emocionales al lector: la materia narrada más el lenguaje utilizado bajo la égida de fragmentos que se conectan, como un rosario de desgracias comparadas y unidas por el hilo conductor del desarraigo de origen. ¿Cuánta influencia tuvieron tus lecturas de Primo Levy, Kafka, Max Aub, entre otros, y qué tanto de tu propia compasión hacia los oprimidos y desterrados está vertida en la obra?

Más que compasión es identificación profunda y respetuosa. En primer lugar, nadie está libre de convertirse en algún momento en un desterrado, en el judío de otro. ¿Cuántos venezolanos que se han marchado y no van a volver pensaban que vivirían siempre en su país? Cuando yo era joven, sabía que mis ideas podían llevarme a la cárcel o al exilio, y los escritores españoles a los que más admiraba habían sido asesinados o habían vivido y muerto lejos del país. A los liberales, republicanos, izquierdistas, etcétera, el régimen de Franco los llamaba la Anti-España. De modo que desde muy joven tuve muy claro que mi país podía ser hostil para la gente como yo. Pero además venía de la clase trabajadora y en el instituto, y luego en la universidad, me sentía en una posición frágil, como de no pertenecer. Si perdía la beca, la ayuda pública, lo perdería todo. Esas sensaciones no lo abandonan a uno nunca.

Creo que pregonas que las historias están a nuestro alcance y muchas veces no las vemos, que casi todo está vertido en el mundo real, que lo que tenemos que hacer es abrir los ojos y observar el mundo como científicos para atrapar las historias y sólo usar la ficción cuando no se pueda utilizar lo real para el logro de la obra. ¿La fórmula Muñoz Molina significa (a riesgos de simplificar) 80% de realidad y 20% de ficción?

No se trata de una receta invariable, claro, sino de una actitud. Estoy convencido de que hay que escribir una novela cuando lo que uno quiere contar no puede ser contado de otra manera. Piensa en el modo en que Philip Roth ha usado ficción y no ficción, casi siempre a partir de los mismos materiales de base. Cuando escribe desde el punto de vista del novelista Zuckerman, inventa descontroladamente, pero a partir de datos muy semejantes a los de su propia vida. De pronto necesita contar la enfermedad y la muerte de su padre, él que había hecho morir ya imaginariamente en circunstancias terribles al padre de Zuckerman, y lo hace ajustándose estrictamente a los hechos. Es el instinto el que ha de decirte qué grado de invención ha de haber en una historia y cuándo no puedes admitir ni una gota. Una sola gota de ficción convierte en ficción la historia entera.

Ardor Guerrero, una memoria militar (1995), un libro de no ficción. ¿Nos puedes hablar de la influencia de los escritores americanos de no ficción en tu obra o en tus lecturas?

Ese libro es un ejemplo de lo que te hablaba antes. Yo necesité ajustarme a los hechos, desde luego dándoles una forma narrativa, un ritmo. Si era un libro que trataba de la degradación de las personas normales sometidas a un sistema autoritario, era importante afirmar que yo también me había degradado, no quedarme fuera. Y el libro nació en mi primera estancia americana, en la Universidad de Virginia. Empecé a leer el New Yorker, leí This Boy’s Life, de Tobias Wolf. Fue una revolución para mí.

¿Nos puedes contar sobre tu experiencia cuando te ofrecieron ser columnista del New York Times, escribiste un artículo y, luego, pasaste la gota gorda con el departamento de Facts and checks (pongámosle el nombre de uno de tus cuentos: la Brigada de la Realidad)? Abandonaste el ofrecimiento de ser columnista del New York Times. ¿Por qué?

No me invitaron a ser columnista, tan sólo a escribir dos o tres columnas. Más que con el fack-checking department tuve trato con los editors, que estaban empeñados en escribir los artículos de arriba abajo de otra manera. No valía la pena. ¿Por qué no lo firmaban ellos directamente? Y cómo se resistían a que llamara terroristas a los terroristas de ETA. Decían que tenía que llamarse “organización separatista armada”. Yo les pregunté si Al-Qaeda podría definirse como “organización religiosa aerotransportada”.

En tu medio año neoyorquino enseñas Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York. ¿Qué hace que ese foro de escritores sea un lugar tan privilegiado para enseñar la creación literaria? ¿En qué te ha aportado ensenar escritura creativa a forjar tu propia obra?

Lo primero de todo, es la masa crítica: un grupo de gente muy motivada y entregada a lo mismo. Eso puede tener el efecto negativo de crear la sensación de grupito elegido o secta, pero creo que entre todos hemos logrado evitarlo. Lo segundo es, como hemos hablado tantas veces, la oportunidad de encontrar juntas todas las culturas hispánicas y todas las variantes del español, cuando nuestros países suelen estar tan aislados entre sí. Lo tercero es que eso suceda en una ciudad tan estimulante —a veces en exceso— como Nueva York, donde hay tantas oportunidades de sacar el estudio del aula y llevarlo a las mil cosas que suceden continuamente. Por último, para mí es una oportunidad extraordinaria volver a leer libros que me gustan mucho con la misma atención que les pido a los estudiantes y descubrir, casi siempre, que en realidad no los conocía tan bien como yo imaginaba, y ver el efecto que tienen en personas que se acercan a ellos por primera vez.

Te hemos escuchado decir en clase: “¿Quién se iba a fijar en un escritor de apellido Muñoz que había escrito una obra con título en latín, Beatus Ille?”, tu primera novela. ¿Cuál sería tu recomendación para escritores emergentes? Sobre todo cuando escuchamos tu mensaje en el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias: “La experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber una divergencia escandalosa entre el mérito y el reconocimiento”.

Mi mensaje, por llamarlo así, es doble. Lo primero de todo, tener la lucidez necesaria para saber qué tipo de relación con la literatura es la que mejor va con uno. Muchas personas disfrutan de aprender a tocar el piano y no necesariamente se frustran por no llegar a concertistas internacionales. Escribir y leer siempre pueden darnos extraordinarias satisfacciones, si lo hacemos con entrega, poniendo mucho cuidado y teniendo una voluntad de contar algo. Todo lo demás depende en parte de la persistencia, hacerlo durante mucho tiempo con plena constancia, casi porque uno no puede evitarlo. Y depende también del azar.

A mí me sorprende el entusiasmo, como de niño, que tienes cada vez que descubres o redescubres a un autor. Te ha pasado con James Salter, con Thomas Bernhard o con algún libro que escoges al azar en una librería neoyorquina y que luego te conduce al insomnio por tu entrega a la lectura. Creo que eres un escritor que siempre está del lado positivo. Eso también se ve en la forma en que conduces las clases de escritura creativa, donde siempre tratas de sacar lo mejor de los alumnos. ¿Por qué la literatura, hoy día, después de todo el camino que has recorrido, te produce ese gozo de niño?

Porque la literatura es una parte de la gran riqueza de la vida, que siempre es asombrosa. Yo he ido disfrutando más y de cosas más variadas según iba haciéndome mayor. De joven casi lo único que me interesaba de verdad era la literatura y eso es muy peligroso, porque lleva al amaneramiento y a la arrogancia. Yo creo que salvo la fiesta de los toros y las teorías neoestructuralistas, o como se llamen ahora, me interesa casi todo. Eso a veces es un problema, porque uno se dispersa. En Asturias tuve la suerte de conocer a Peter Higgs, el del bosón, y me impresionó mucho su mirada. Es un anciano de una sencillez extraordinaria y de unos ojillos inteligentes y clarísimos, con una sonrisa permanente. Lo miraba todo y preguntaba por todo. ¡Y es uno de los grandes científicos del último siglo! Pienso en la cantidad de literatos y artistas que no se interesan más que por sí mismos y me da la risa.

Este año murió Lou Reed, a quien citas en El jinete polaco, “Fly, fly away, márchate vuela lejos… take a walk on the wild side”. Sabemos que eres un adicto al jazz, que admiras por sobre todo a Duke Ellington. ¿Nos puedes comentar qué tan importante es la música para ti? ¿Hay alguna obra tuya cuya estructura esté basada en algún tipo de música en particular?

Tengo una idea musical de la frase escrita y de la organización de los materiales narrativos. Musical no quiere decir sonora ni rimbombante, sino fluida y flexible, que uno la siente correr mientras lee como corre la música. Y también que la forma general no necesite estar unida por un argumento, sino por una recurrencia de temas, como en la música. Esos temas, por ejemplo, que dan unidad a Sefarad: los trenes, las habitaciones…

¿Tienes algún proyecto sobre el cual estés trabajando?

El proyecto más largo y complejo que he emprendido en los últimos tiempos ha sido esta entrevista tuya, querido Pedro. Bromas aparte, ando ocupado en la idea de un libro un poco a la manera de Sefarad, aunque mucho más breve, con hilos distintos y grados distintos de aproximación a las vidas de la gente.

¿Cómo es la dinámica diaria de escritura que compartes, tanto en Nueva York como en Madrid, con tu esposa la también muy reconocida escritora Elvira Lindo? ¿Tienen las mismas horas de escritura? ¿Escriben en el mismo lugar? ¿Algún hábito específico de escritura? Creo que me dijiste que necesitas caminar antes de empezar a escribir.

En Nueva York, en Madrid, en Amsterdam, en Lisboa, el procedimiento es el mismo. Trabajamos en dos cuartos contiguos o en dos extremos de una habitación grande. A Elvira le cuesta menos escribir por las mañanas. Ninguno de los dos cierra nunca la puerta. A veces uno tiene que irse solo por ahí y el otro lo respeta, dentro de ciertos límites…

¿Alguna relación entre la cocina y la escritura?

Hacer lo mejor que se pueda con los materiales que uno tiene a mano. Descubrir cuándo hay que trabajar muy rápido y cuándo hace falta dejar que las cosas se vayan haciendo por sí mismas.

¿Te gustaría visitar Venezuela? Con todo lo que has escuchado (el reino de las voces) y que has leído en tantas crónicas sobre el país, me imagino que debes tener el miedo de los niños.

Como pasaba con la España de Franco, la gente de fuera tiende a identificar a los habitantes de un país con el régimen que padecen. Yo quiero ir a Venezuela para ver la naturaleza maravillosa y encontrarme en su propia salsa con gente tan cordial y tan bien preparada como la que conozco en Nueva York y en Madrid.

Bueno, esperemos tenerte algún día. Aburrido no será: eso te lo garantizo. ¿Algún comentario final?

Que es tristísimo que la estupidez humana sea tan capaz de estropear países en los que no habría faltado de nada para que la inmensa mayoría de las personas tuvieran una buena vida. Y que me alegro de tener amigos venezolanos y de reconocer ya ese acento cuando me los cruzo por la calle.