Artes

La década feliz, por William Ospina

(Fragmento del nuevo libro pa que se acabe la vaina).

Por William Ospina | 18 de noviembre, 2013

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A orillas del Magdalena, en 1960, en el bar Hawái de Barrancabermeja, una música de alegría incontenible brotó del clarinete de Juan Madera y se contagió como una fiebre a los cuerpos de las parejas que bailaban en el tremendo calor del puerto petrolero.

La obra, sólo instrumental al comienzo, parecía perfecta, pero el cantante de la orquesta, Wilson Choperena, le propuso a Madera una letra para su melodía, y así nació la canción por la que más se reconoce a Colombia en el mundo, donde la negra soledad se cambió mágicamente en alegre compañía: La pollera colorá.

Así comenzó en Colombia la única década feliz de un siglo espantoso. Bastó que la guerra terminara, o para decirlo con más verdad y más franqueza, bastó que la guerra hiciera una pausa, para que Colombia viviera un florecer que hoy podemos mirar como el anuncio de todo lo que podría ser el país si conquistara de verdad su reconciliación. Las ciudades habían crecido, la vida urbana traía a la vez inquietudes y goces.

Por un tiempo, el horror se había replegado a la imaginación: estaba en esas radionovelas que inventaba Fulvio González Caicedo, imitando el viejo programa radial cubano Apague la luz y escuche. Pero ya era un consuelo que la violencia real se trasmutara en cuentos de espantos y en novelas urbanas: el país volvía a la normalidad, donde los crímenes son sólo accidentes de la pasión o de la locura y no una peste colectiva.

Superado el horror de la Segunda Guerra Mundial, y la depresión existencialista que fue su consecuencia y que llenó en Europa y en Estados Unidos la mitad del siglo, los años sesenta fueron la década de la juventud en todo el hemisferio occidental, y fue una suerte que para nosotros ese despertar coincidiera con el final de nuestra propia guerra. También aquí corrieron por entonces las ideas que conmovían al mundo: Estanislao Zuleta, Mario Arrubla y Jorge Orlando Melo reflexionaban sobre el país, traían los grandes debates de la época, traducían a los autores del momento.

Habíamos permanecido en la Edad Media demasiado tiempo, nos habíamos dedicado a odiarnos y a destruirnos bajo la prédica implacable de una dirigencia codiciosa y estulta, pero aunque todavía imperaba el índice católico y la tácita prohibición de leer, las jóvenes generaciones leían, oían en su propia voz El sueño de las escalinatas de Jorge Zalamea, escuchaban los poemas delicados e inmóviles de los piedracielistas y preferían la voz llena de asombros de Pablo Neruda, que nos cambiaba a todos la respiración, y pronto los nuevos rebeldes salieron a la calle a desafiar a todo el mundo, a denunciar al país que les había tocado, a escandalizar siquiera al viejo país bipartidista que nunca acababa de irse, al viejo Estado de tinterillos que nunca acababa de enumerar sus incisos y sus occisos, a la Iglesia tenebrosa que seguía incólume sobre tantos desastres.

Su líder era Gonzalo Arango, un muchacho de Andes, que se había formado en el escepticismo y en el espíritu crítico al lado de Estanislao Zuleta y a la sombra de Fernando González. Gonzalo era uno de los pocos colombianos que sabían qué era lo que acababa de pasar, que entendía que la causa de tantas atrocidades era un poder mezquino, falto de autenticidad y de inteligencia, un clero tenebroso que esclavizaba los espíritus, un Estado autoritario e irresponsable, un pueblo maltratado y privado de educación y de imaginación.

Su estrategia era la provocación y la irreverencia; su tropa, una banda de muchachos de la clase media, Jotamario Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar, Elmo Valencia, Amílcar Osorio, Eduardo Escobar, nutridos del espíritu de los surrealistas y de los poetas beat; sus instrumentos, una prosa recursiva, actos desafiantes, proclamas blasfemas, poemas y columnas de prensa. Más que un movimiento literario, el Nadaísmo fue un hecho social, y sobre todo una gran amistad, pero si algo necesitaba entonces Colombia era esa prédica de afecto, de solidaridad y de sueños compartidos. Estaban juntos en las fiestas y en las cárceles, en los viajes y en los amores, a la hora de la alegría y a la hora del miedo.

Eran grandes improvisadores, sensibles, imaginativos, valientes, desafiantes. No rechazaron el vino de los piedracielistas ni la marihuana de Barba Jacob, ni el vodka de los comunistas ni el agua sagrada de los místicos. Estaban vivos, y salieron a la calle en el momento oportuno: eso es suficiente.

Es fama que uno de sus primeros actos fue la profanación de las hostias en la catedral de Medellín. Dicen que alguien le preguntó a Estanislao Zuleta, amigo de Gonzalo desde la adolescencia, qué opinaba de esa profanación. Con una sonrisa Estanislao contestó: “Siempre ha de ser que creen mucho en eso, porque nadie profana una galleta de soda”. La frase es ingeniosa y justa, pero Zuleta no ignoraba que en un país tan oprimido por la superstición y por la tiranía clerical, esos desplantes jugaban un papel, siquiera como signos de resistencia, como esa voluntad de decir no a un mundo intolerante y salvaje.

En el fondo, tanto el espíritu blasfemo de los nadaístas como mucho después las airadas maldiciones de Fernando Vallejo contra el poder clerical forman parte del mosaico de la opresión que obró el clericalismo en Colombia, son índices del poder que llegó a tener la Iglesia sobre los espíritus.

Pero Fernando Vallejo, con su dominio del idioma, su radicalidad y su constante sentido del humor, es mucho más: es el hombre que rompió el nudo gordiano de un silencio centenario, el hombre que convirtió nuestra más antigua cadena, el lenguaje, en un instrumento de libertad.

William Ospina*

William Ospina  es un poeta, ensayista y novelista colombiano. Entre sus obras se encuentra la novela "El País de la Canela" (2008, La Otra Orilla) y el libro de ensayos "Los nuevos centros de la esfera" (2001, Aguilar). Ganador del Premio de Novela Rómulo Gallegos (2009) Colaborador del diario El Espectador

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