Artes

“Dani Boy”, de Cristina Rojas Rosas #Cuento

Por Prodavinci | 17 de noviembre, 2013

para Presque Fou

Contamos la plata: alcanzaba para once bolsas. Marqué el número de Rubén y le dije entre risas que necesitábamos esa cantidad. El condenado respondió con cierto tono triunfante, sin sorpresa. No era para menos. Con lo que le habíamos comprado esa semana bien podría construir la platabanda.

Era viernes de quincena, pero eso lo supe después: quien lleva cinco días continuos sin dormir a punta de líneas de cocaína está más allá que de acá. Dani y yo sabíamos que habitábamos un mundo paralelo, lo intuimos desde las primeras cervezas y los primeros pases compartidos en el Cordon Bleu. Fue él quien me distinguió en la barra, según dijo, gracias a algunas fotografías viejas de Adriana, la misma Adriana que un año antes se había mostrado enfurecida y decepcionada ante mi nuevo hábito con las drogas, eliminando de un manotazo una amistad que lucía sólida. Dani me contó que ella se había marchado del país la semana anterior, con la promesa de esperarlo para hacer vida juntos en alguna ciudad de España, después que él finiquitase algunos asuntos aún pendientes en Venezuela. No me dio más detalles y yo tampoco se los pedí. Me bastaba la ironía de saber a la mojigata de Adriana envuelta en un noviazgo con un periquero.

Dani era macilento, de habla pausada y aun tras su simpatía se advertía una tristeza rara, como si emergiese de un lugar remoto como rasgo primordial e inquebrantable. Me costaba imaginarlo con Adriana y en cambio, me gustaba esta nueva compañía que venía a darle fin a una velada que, segundos antes de su aparición, auguraba hastío. Pocas frases cruzadas bastaron para devolverle a uno la imagen de sí mismo en el otro. Después de esa noche nos volvimos inseparables en el ritual de la tristeza sumergida y asfixiada en la espiral de la droga.

— Qué joyita —me dijo cuando le mostré la bondadosa bolsa adquirida gracias a Rubén y que ocultaba en un bolsillo estratégico de mi falda.

— Y eso que no la has probado —le respondí.

A las tres de la mañana, Tony, el barman del Cordon, nos echó a todos del lugar y Dani propuso seguir la rumba en un antro de la Solano. Al amanecer nos fuimos a mi casa porque yo estaba lo suficientemente desesperada por compartir con un igual mi bajón de coca y también, claro, bastante descolocada por la historia que él me había narrado.

El prontuario adictivo de Dani se perdía en innumerables sustancias y anécdotas que triplicaban mi tiempo de consumo, haciéndome parecer una novata recién enganchada. En realidad, en eso mutó nuestra relación: maestro y discípula en el arte de inhalar, fumar, beber y hacernos compañía. Es extraño, pero nunca tuvimos sexo: las sombras tomaban por asalto el rostro de Dani Boy al menor instante, por eso empecé a sospechar de la veracidad de su relato. Tendidos en el sofá de la sala compartimos el último cigarrillo y ahí le conté de mi reciente despido laboral por causa de una ruptura amorosa de efectos tan devastadores, que ya para nadie en la oficina era secreto que vivía a punta de antidepresivos. Él, a su vez, me contó que trabajaba en casa, era diseñador gráfico y músico frustrado (esto lo supe también al tiempo de conocernos). Fue una mañana perfecta pese al bajón.

Irrumpimos en la madrugada caraqueña durante meses. Caminamos por calles desiertas. Bailamos y nos aburrimos en infinidad de barras, en noches en las que a nadie parecía importarle otra cosa más que exhibirse y ser parte de un todo extasiado, evadido. Descubrimos que compartíamos la orfandad: su familia se había marchado en 2003 a Costa Rica, dejándole el apartamento de Bello Campo. Cuando le pregunté por qué no se les había unido, me respondió que quería tener el honor de ser el último y así apagar la luz.

El lunes de esa Semana Perdida —me gusta llamarla así, me da la impresión de que fuimos dos sujetos dignos de ser filmados por Billy Wilder, aunque seguro él prefería imaginarse cual personaje de Danny Boyle—, Dani sugirió que nos apertrecháramos de suficiente material para no sufrir el trance de ver llegar el día mientras mordíamos los restos del último polvo: no hay peor agonía que la de la última raya, cuando sale el sol y la ciudad retoma su farsa. Uno enciende un cigarro —si hay suerte y quedan—, se suena la nariz, da vueltas e intenta convencerse de que la taquicardia es pasajera, pero nada alcanza a anular el hecho de que uno es una piltrafa que yace en cama; una piltrafa que no se amilana ante el flujo nasal de sangre y suplica por más.

Así que cada noche, de lunes a sábado, compramos suficiente merca para no interrumpir el ciclo. La cosa fue espontánea: Dani se apareció en casa con su sonrisa filosa y una botella de ron a golpe de siete de la noche y enseguida me dijo que debíamos hacer algo extremo; cuando hablaba de droga se le encendían los ojos, el rostro todo, las manos bailaban sueltas en el aire. Yo oía su voz ronca e intentaba dar con dos vasos y entonces noté las líneas de la canción que él acababa de colocar: You say you wanna move on and you say I’m falling behind. Dos días y demasiadas repeticiones después, ya yo sufría una sobredosis de The killers que a él parecía no importarle.

— No salgamos hoy, es un maltripeo eso de andar con risca en la calle. Tú aún no sabes disfrutar a otro nivel con la droga. La gente habla mucha paja, pero para mí esto es un vehículo para experimentar; la coca puede ser otra vaina; en un bar no consigues nada, no aprendes nada. Vamos a tripearnos una nota creativa con la risca.

Lo dejé hablar. Total, ni siquiera empericado era Dani de verbo profuso. Y el asunto sonaba bien, aunque tenía mis reservas. Qué sé yo, siempre me había parecido que el muy desgraciado tenía un tufo medio a nueva era.

— Vale, ¿y qué propones? —le pregunté.

— Una semana completa, sin pausas. ¿Que qué hacemos en ese tiempo? Tomamos fotos, hablamos pendejadas. Coño, estamos vivos, aquí tenemos un espacio de pura libertad para burlarnos del resto del mundo.

— Hablas como si vivieses en Trainspotting,  Dani Boy —le dije.

— Bueno, vivo en Caracas, que es casi la misma mierda —contestó y nos reímos.

Él jugaba a hacerse el desentendido, pero para mí era obvio que a ambos se nos había venido encima la soledad de vivir en una ciudad y en un país que empezaban a transformarse en un terminal de pasajeros. Todos se iban: los amigos, los conocidos, los familiares y claro, las novias. Algunos ni siquiera se molestaban en despedirse; otros estaban un día y al siguiente no, como Adriana. Vivíamos en fuga, incluso los de la resistencia: la cocaína sobre la mesa era la mejor muestra de ello.

— ¿Y qué importa? De todos modos uno nace para vivir solo, deberías dejar de quejarte y asumirlo —me reprochaba cada vez que yo volvía con el tema de las ausencias.

— Ajá, ¿y el trabajo? Encima ese plan tuyo amerita unos buenos reales.

— Gran vaina. Primero, no me vengas con poses. Yo te conozco, panita. Llamas mañana y dices que estás enferma. Para lo otro vengo armado: hoy me pagaron unas lucas que me debían de una chamba —dijo muerto de risa—. Y comida no necesitamos. Es más, la plata va y viene, pero la vida no.  Lo que sí necesitamos es un ritual de purificación: panga, caña y risca.

El pana de verdad se la creía, por eso siempre lograba convencerme. Uno espera toda una vida para toparse con alguien como Dani y la mayoría ni siquiera lo logra. Pero supongo que a la mayoría no le importa un tipo como Dani Boy: un sobreviviente, un amoral con la rara cualidad del optimismo constante. Todavía creo que ahí radicaba su lozanía, tan incólume a toda la mierda con la que había experimentado. Qué más daba: a la mayoría no le interesábamos nosotros.

 Eran las ocho de la noche del viernes quince cuando recibí la llamada de Rubén.

— Epa, Paula, estoy aquí abajo. Necesito usar el baño y verga, tú sabes cómo es, haciendo carreras uno no puede parar, ¿será que subo y me prestas el tuyo?

— Dale, sí, no hay problema. Deja el carro en la puerta del edificio.

Dani casi se mea de la risa.

— ¡Coño, dígame si el pana lo que carga es senda cagalera!

— Verga, Dani Boy, sí eres bichín. Bajo a abrirle, pero quita esa ladilla que está sonando, que parece música de drogadicto.

— Tú sí eres arrecha.

Apenas salí del ascensor con Rubén, oí que Morphine brotaba inmutable a través de las cornetas de la computadora.

El dealer entró, usó el baño, hicimos el canje y se fue. Yo decidí sellar el inicio de otra jornada con un cambio en la banda sonora, y para eso apelé a una canción que alguna vez, no sin sorpresa, descubrimos que nos gustaba a ambos: abrí la bolsa y armé cuatro líneas grandes mientras cantábamos junto a Miguel Bosé: Seré tu amante bandido, bandido, corazón, corazón malherido. Apenas inhalada la primera dosis de dos líneas para cada uno, arrancamos a bailar por toda la sala. Dani hizo una imitación de Miguel Bosé digna de un show de transformistas en Sabana Grande: la abertura de la camisa dejaba entrever su pecho pálido y lampiño, y gracias a su altura era fácil imaginárselo transfigurado en el cantante español. Era la quintaesencia de cierto sifrino caraqueño: no el engominado, sino el dañado. Noté cuánto me complacía verlo así, sonriente, y entonces grité:

— ¡Qué arrecha esta canción, coño!

Dani soltó una carcajada, se dio un pase rápido y bebió otro trago de ron.

Ese viernes fuimos la viva estampa de la desvergüenza y la felicidad. Visto a la distancia, una semana sin dormir, confinados en un apartamento, corre el riesgo de resultar inviable para muchos, y sin embargo, nosotros nos las arreglamos hasta lograr jamás desertar: llegado el viernes ya habíamos agotado y reanudado conversaciones sobre cine, libros, ex parejas, política. Habíamos tomado las más inverosímiles fotografías (Dani era un experto en eso de inventarse objetos y jugar con luces); fumado ingentes cantidades de cigarrillos y bebido lo propio, y apenas una vez intentamos comer, pero las pobres sopas chinas se quedaron a la mitad, abandonadas en un rincón de la cocina. Éramos invencibles: a punto de culminar la hazaña, teníamos toda la droga a nuestra disposición, y lo que era igual de importante: la compañía del otro para tan insólita aventura.

An honest mistake, de The Bravery, era lo que sonaba cuando Dani me preguntó si podía desnudarse. Es difícil olvidarlo, porque todo aquello hizo aún más entrañable nuestra relación. Levanté los hombros en clara señal de despreocupación y a los segundos él ya lucía todas sus pecas al aire. Se rió, me dijo que estaba loca.

— ¿Cómo que loca?

— Sí, no sé. La gente es rara, a muchos ni les molesta exhibir sus prejuicios. En cambio a ti no te importa que yo camine desnudo por tu casa sin ser nosotros pareja, sin haber tirado si quiera.

— Porque me da igual, Dani Boy. Ya ni tendría que probarte que ese tipo de cosas me resbalan. Que estés vestido o desnudo es la misma vaina. Y ármate par de líneas, porfa.

Nos asomamos a la ventana: una pequeña multitud variopinta rodeaba el carrito de perros calientes de la acera de enfrente. Muchas parejas en motos, algunos pacos que después de la bala fría procederían a matraquear a media ciudad. Desde una camioneta se alzaba a todo volumen la voz de Ismael Rivera: Ya las tumbas son, crucifixión. Monotonía, monotonía, cruel dolor. Si sigo aquí, enloqueceré. Noté que estaba ansiosa por saber en qué había parado todo ese asunto de Dani y Adriana. Cada vez que intentaba abordarlo al respecto él respondía con evasivas. Retornaba entonces el argumento de los supuestos asuntos por resolver antes de irse él también a España. Consciente de ello, desistí en mi afán, aunque las preguntas me observaran ahora y acusaran mi cobardía. Rompí el silencio sólo para decir:

— ¿Tú crees que ese perrero venda perico?

— Eso es lo que nos falta —dijo.

Fue al cuarto y trajo consigo la cámara filmadora. No era mala idea: Caracas de noche es una vitrina de movimientos extraños. Todos buscan algo con todos: los pacos con los civiles, los civiles entre ellos. En la plazoleta aledaña al carrito de perros calientes, Dani captó a un mendigo esconder algo envuelto en bolsas negras debajo de un banco. ¡Una caleta!, dijimos al unísono. Años atrás, Dani Boy había fumado piedra debajo de un puente junto a otros mendigos. Creo que entre todas sus hazañas, ésa destacaba para mí como la más extrema, y así lo juzgó también él cuando, en un vestigio de lucidez, decidió huir de la escena. O eso fue lo que me contó.

El estruendo de muchas motos nos despegó del mueble y cortó de tajo la conversación. Ni bien me hube asomado a la ventana para averiguar el motivo de semejante ruido, mi cuerpo ya era una masa helada. Dani Boy me miró desencajado. Un grupo de dieciocho policías motorizados aparcaban en fila junto a la entrada del edificio. Nos agachamos y yo me llevé las manos a la cabeza.

— ¿Qué mierda es ésta, Dani?

— ¡Mierda, mierda! —exclamó él.

Me puse en pie y, apoyadas las manos en el borde de la ventana, asomé apenas la cabeza: los pacos no se habían movido. Hablaban entre ellos y daban la impresión de estar a la espera.

— Puede que sea un operativo de rutina. Qué sé yo, se reúnen aquí y luego van a hacer de las suyas.

— ¡Mierda, mierda! —repetía Dani como en trance. Me haló del brazo para que volviese a agacharme.

— ¿Qué te pasa?

— ¡Coño, Pau!, que seguro algún vecino nos echó paja: la música todos los días, Rubén que llega todas las noches con la risca; alguien pensó que en este apartamento había una movida burderrara y cagamos.

El pelo se le había pegado al cráneo y gotas de sudor resbalaban por su cuello.

— Pero pana, ya eso es demasiada paranoia. ¿Van a venir dieciocho pacos por un par de güevones? ¡Ni que fuésemos Pablo Escobar!

— No, Pau, no, esta vaina se jodió. Nos jodimos.

Dani parecía desoír mis argumentos. Intenté levantarme para dar una nueva ojeada pero su mano pesada me retuvo en el piso. Entonces el miedo comenzó a echar raíces en mí. Busqué la bolsa, me di un pasé y se la ofrecí a Dani, que hizo lo propio.

— ¡Coño, la música!

Corrió a la computadora y el apartamento se sumergió en el mismo silencio de la calle. Era tarde. Intenté controlarnos y con una sonrisa que apenas disimulaba el espanto, le pedí que me dejase ver de nuevo, pero no le di chance a responder y pude comprobar que los bichos seguían ahí como si nada. Extrañamente, eso me tranquilizó: si de verdad venían por nosotros, era absurdo que aguardasen junto a la entrada del edificio por tantos minutos. Así se lo dije a Dani, pero por toda respuesta obtuve una mirada al vacío y más silencio.

Armé entonces dos líneas gordas y largas sobre la carátula de un CD (Sin sombra no hay luz – Sentimiento Muerto, 1989) y convidé a Dani. Él aspiró procurando no hacer mucho ruido, pero era difícil, porque después de tanto exceso las fosas nasales de ambos sonaban como cornetas. Aún abstraído retomó el habla:

— Adriana en realidad nunca quiso que yo la siguiera. El domingo chateamos y por sus palabras pude entender que esa pana ya consiguió otra vaina allá en España. Y verga, Pau, yo te digo algo: no hay día en que no la desee como la primera vez, que no quiera metérselo por detrás y por todos lados. Esa jeva es el amor de mi vida y yo soy un güevón, más güevón aquí desnudo frente a ti y con esos pacos allá abajo.

La mayor ventaja de la cocaína (o de la risca, como gustaba llamarla Dani Boy) es que no permite llorar. Una artificial sensación de júbilo cede paso a la oportuna indiferencia. Uno se convierte en un porfiado, como aquel muñeco del presidente que gobernaba cuando yo era niña y que pretendía vendernos la idea de un hombre imbatible en el poder. ¿No es gracioso? Entonces ignorábamos que invencible sería otro. Tentetieso, así define la Real Academia Española a ese objeto «que movido en cualquier dirección, vuelve siempre a quedar derecho». El mundo te golpea, las palabras percuten contra tu cuerpo y nada esquivas: sólo recibes y recibes estoico, inmune en la superficie y con una conciencia lejana del vertiginoso despertar que aguarda a la vuelta.

Por eso, sin dejo de tristeza, le pregunté a Dani:

— ¿Y qué piensas hacer?

Las luces de los reflectores me cegaron por un segundo; una muchedumbre hambrienta de violencia demandaba con sus gritos mi caída.

— Voy a buscarla. Voy a enfrentarla y a decirle que estoy dispuesto a cambiar, porque ella es lo único que me queda, lo único que necesito.

El derechazo me hizo caer de rodillas, el sabor de la sangre en las encías me hizo alzar la cabeza: la multitud aplaudía.

— Voy a empezar de cero. Y si me rechaza, no importa, me sabe a mierda; pero al menos sabré que insistí, que fui fiel a mí mismo. Yo no puedo, no quiero seguir aquí, Pau, acabo de entenderlo. ¿Tú no estás viendo esta mierda que nos rodea? ¿Qué coño hago yo aquí, jodiendo mi vida en vez de qué sé yo, irme a recorrer Europa, buscar a la mujer que amo? Verga, hay que tomar decisiones y no andar aferrándose a este infierno, porque si uno se deja, esta vaina te hunde y un día no te reconoces.

Se encendieron los motores de las motos y el ruido se alejó de la calle. Dani cayó en cuenta y fue a la computadora. Maldita sea, pensé. Can you read my mind, can you read my mind. Supongo que fue la hijueputa canción la que desenmascaró el vértigo, porque sin meditar le dije:

— ¿Y nosotros, Daniel? (Daniel. Los diminutivos no sirven si de reproches se trata).

— ¿Nosotros qué? —contestó. Pero ya yo empezaba a notar los moretones, y en consecuencia, no quería hablar más. Procuré entonces que mi rostro bastase.— Tú y yo somos par de peluches, Pau —dijo mientras me pasaba el cigarrillo—. Algo que nos trasciende nos unió simplemente porque necesitábamos al otro. Debes empezar a buscar eso que tanto te hace falta. ¿El qué? Ni idea, ya eso es cosa tuya.

Empezaba a amanecer. Me asomé a la ventana: el perrero limpiaba su trozo de acera con agua y jabón. Dani fue en busca de la risca y vació las tres últimas bolsas sobre la carátula del CD de Sentimiento Muerto. Sí, Rubén era generoso con la mercancía.

— A lo Tony Montana —dijo Dani.

Inhalamos todo con ayuda de necesarias pausas motivadas por las fosas nasales tapadas. Reímos sin ganas. Dani se vistió y encendió otro cigarrillo. Botellas vacías de ron decoraban el apartamento dándole un aire a burdel, a instalación chimba del Salón Pirelli. Fumamos en silencio y al apagar la colilla, Dani Boy me dio un beso en la frente y me dijo que debía irse porque ya no daba más.

Ese día se marchó para siempre. En la bandeja del correo guardo un email suyo enviado desde Europa; en él transcribió parte de la letra del track número cuatro de «Sin sombra no hay luz»: Ay, carajita, alimenta tu paciencia / cuando sientas que te invade la nostalgia.

***

Cristina Rojas Rosas (Porlamar, 1981). Licenciada en Artes, mención cine, por la Universidad Central de Venezuela. Ganadora del concurso universitario de poesía de la UCV, año 2001. Ha publicado en País Portátil y en Las Malas Juntas. Actualmente reside en Buenos Aires, Argentina.

 

Prodavinci 

Comentarios (1)

Marco
17 de noviembre, 2013

Qué ganas me dieron de salir a manejar por la cota de noche a ver si con suerte choco con un pendejo como Daniel y de ñapa nos matamos los dos.

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