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Breve tratado sobre el orgasmo y la ciudadanía, por Norberto José Olivar

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Escribe Robert Musil en su diario que «lo nocivo sólo seduce a quien está agotado». Añade que renunciar a ello —a lo nocivo— es un signo inequívoco de fuerza vital. Y no tener esta voluntad de renuncia puede considerarse una calamidad.

No obstante, ¿qué consideramos nocivo? Para saberlo, la condición sería no estar agotado. Y ya andamos enterados, por Peter Handke, que el cansancio, o el agotamiento, son formas de “embrutecimiento” en estado puro. La fatiga es, en cambio, una manera de vivir en alerta, blindado —según este autor austriaco—, a las seducciones perniciosas que nos acechan en todos los ámbitos del día a día. Es decir, a la recurrente estupidez.

Nocivo es una manera de señalar aquello que nos hace daño, pero la noción se hace añicos si creemos, cristianamente, por ejemplo, que todas las cosas nos ayudan a bien. Por este camino, el arrepentimiento es un estorbo y los errores son las guías a la suprema felicidad.

Con semejante razonamiento se justifica cualquier pésima decisión, y concluiremos que lo de «malo» (o «pésimo») es cuestión de fechas y del cristal usado para observar.

¿De qué habría que arrepentirse si todo parece trazado desde arriba?

Aquí es donde entra el orgasmo de la manera más insólita y desquiciada. En otras palabras, no sé por qué lo pensé, pero me dije que puede que sólo necesitemos de un orgasmo para ver, para aclarar la mirada, para distinguir una pequeña parte de esa cosa que es la realidad que si no nos mata nos narcotiza. Quizás esto se me ocurra porque hace poco, leyendo En sueños matarás, de Fedosy Santaella, él decía que: «El orgasmo es la caída». Y sí, es una buena manera de decir lo que nos pasa en ese instante. Pero luego llamé a un amigo, con cierta solvencia en filosofía del orgasmo, y le pregunté sobre el vacío y la depresión post-orgásmica. Me respondió más o menos lo siguiente: «Tengo entendido que Apollinaire pensaba que un orgasmo era el canto de una fila de bestias cortejando a Orfeo. Para Aragon era un ascensor descendiendo siempre hasta perder el aliento. Artaud decía que se trata de una quemadura ácida en los miembros, algo así como el instante en que nos volvemos un extraño vidrio frágil. John Donne, poeta inglés anterior a los mencionados, estaba convencido de que nos volvía una vana sombra, una burla breve, una mudanza. Ahora, si me lo preguntas a mí, estoy casi seguro de que el orgasmo es lo más próximo a la muerte, como un grito delirante, interior, que no cabe en el cuerpo y empuja a nuestro ser hacia afuera, todo sale de nosotros y sólo queda ese otro “nosotros” profundo e íntimo.La esencia misma».

Puede que estas divagaciones alcancen una mínima posibilidad, en tanto veamos al deseo sexual (¿erotismo?) como la manifestación del cansancio. Llegamos así, ligeramente aturdidos, al orgasmo como atomizador de esa fachada en que se convierte la realidad para ocultarse a sí misma. Para simularse, diría Baudrillard. El orgasmo y su efecto sanitario en las ideas. Declararíamos de seguidas: «Acabo, luego existo» y desterraríamos, hasta con alegre placer, tanta estupidez individual y colectiva. Hablamos, ¿quién lo duda ahora?, de las consecuencias comunales del orgasmo y de la puesta en marcha de las obligaciones vinculantes (gobierno-ciudadano) desde una perspectiva más lúcida y equilibrada.

¿Será por eso que los chinos —dicen— arreglan todo en la cama?

Como sea, el orgasmo nos pone de ipso facto en el terreno de la fatiga cósmica. Y créanme, solo allí nos es lícito pensar. Y ser. Condiciones esenciales hasta para ser auténticos ciudadanos. Aún en ejercicio mínimo. Si no, el camino que nos espera es la decadencia más absoluta, cuando «la vida ya no habita en el todo» y somos menos que animales.

Musil parece intentar decirnos algo. Su diario está fechado 06 de noviembre. No sabemos el año exacto.