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El espejo uruguayo, por Jorge Volpi

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Si algo sorprende al atravesar el Río de la Plata desde Buenos Aires es el larguísimo malecón la Rambla en torno a la cual se despliega Montevideo. Olvidémonos de los clichés: en contra del lugar común, la capital uruguaya no es un lugar grisáceo o mortecino, y sus habitantes no están marcados a fuego por esa suave melancolía que se desprende de sus barrios apacibles o del decadente encanto de su centro histórico. Frente al bullicio y la extroversión bonaerense hay un contraste claro, pero se encuentra más del lado de la discreción que de la tristeza. De lo que no cabe duda es de que Uruguay luce como una urbe serena sabiamente tranquila, sobre todo si se la compara con el pandemónium de la ciudad de México.

Pero esta aparente paz no siempre estuvo allí. Apenas a mediados de los ochenta el país dio paso a una democracia cada vez más sólida tras doce años de una siniestra dictadura cívico-militar que no dudó en enfrentarse, al amparo de la Operación Cóndor financiada por la CIA, con los guerrilleros tupamaros que se habían alzado en armas desde principios de los sesenta. En proporción con el tamaño de su población, Uruguay fue el país que mayor número de prisioneros políticos tuvo en esa aciaga época. La llamada “Suiza de América Latina” se convirtió entonces en otro de los pequeños infiernos que caracterizaron a la región por su brutalidad y su barbarie.

Uno de los prisioneros recurrentes de la dictadura cívico-militar, encarcelado en un arduo régimen de aislamiento, era uno más de los integrantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, de nombre José Mujica. Herido en una refriega con las fuerzas de seguridad y considerado uno de los “rehenes” que serían ejecutados en caso de que sus camaradas llegasen a proseguir con sus atentados, pasó quince años tras las rejas antes de ser liberado gracias a la ley de amnistía del 8 de marzo de 1985. Hoy, casi treinta años después, se ha convertido en uno de los presidentes más carismáticos visionarios y atípicos de América Latina.

Admirado o criticado por su carácter espontáneo e imprevisible, por su estilo humilde e informal y por la acompasada sencillez de sus discursos, Pepe Mujica se ha puesto a la vanguardia de ese pequeño grupo de mandatarios sudamericanos, a lado de Dilma Rousseff y Michelle Bachelet, que, con un pasado guerrillero a cuestas, se han transformado en los líderes más hábiles, comprometidos y exitosos de la zona. Provenientes de movimientos radicales, han sabido conservar una honda visión social a la vez que se han curtido en el arte de la prudencia democrática sin jamás aspirar a la condición de redentores, a diferencia de sus colegas de Venezuela, Ecuador o Argentina.

Sucesor del también muy popular Tabaré Vázquez, y miembro como él del llamado Frente Amplio, pero poseedor de un estilo personal que no podía resultar más contrastante, Mujica no ha dejado de sorprender con una serie de arriesgadas medidas políticas que contrastan con su apariencia bonachona. Haciendo gala de un liderazgo que resulta envidiable entre nosotros, consiguió la aprobación, con un gran apoyo popular, de dos medidas que ponen a Uruguay a la cabeza de las reformas sociales en el mundo: la legalización de la marihuana y el matrimonio igualitario.

El pasado agosto, el Congreso uruguayo finalmente aprobó, después de varios meses de consultas y polémicas, la primera ley en el orbe que, en vez de centrarse en la prohibición de las drogas, regula la distribución y el consumo de la marihuana. Se trata de un hecho histórico que ha de ser contemplado no como la excentricidad propia de una nación pequeña, como han querido señalar sus enemigos, sobre todo entre los conservadores de Estados Unidos, sino como un gran avance del que deberíamos aprender todos los demás.

Basándose en la idea de que el combate frontal a las drogas resulta tan inútil como costoso en vidas y en recursos, la ley uruguaya va mucho más allá de las medidas puestas en marcha en Colorado, Washington o la ciudad de México, y permite que los adultos cultiven hasta seis plantas, que las cooperativas productoras pueden proporcionar su producto a un número limitado de clientes y que la marihuana pueda ser vendida en las farmacias. En cambio, es ilegal publicitarla, el castigo por manejar bajo su influjo es muy severo y se prohíbe estrictamente su venta a los menores.

Si la ley es aprobada por el senado en los próximos días, el experimento supondrá una auténtica revolución una revolución tranquila, como el temple del propio presidente uruguayo. Lo mismo vale decir de la ley, aprobada también hace poco, que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo, sumándose a lo que ya ocurre en Brasil, Argentina, la ciudad de México y Quintana Roo. Quizás Uruguay sea un país pequeño, ubicado en los confines de nuestro continente el fantasmal escenario de la Santa María de Juan Carlos Onetti, pero ha llegado la hora de mirarnos en su espejo.

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