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Háblame de amores, por Rubén Monasterios

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La mortificación

Es de suponerse que el  sexo telefónico cuenta con infinidad de fans en todo el mundo, a juzgar por la abrumadora cantidad de vallas que uno ve en las ciudades donde las autoridades lo permiten, de anuncios en revistas “para hombres” y en la televisión en horarios de adultos invitándonos a usar el servicio.

Las “líneas calientes” constituyen una de las  mortificaciones de los guardianes de la moral; los inquieta el hecho en sí, naturalmente, pero quizá aún más la publicidad francamente salaz de las mismas a la que hago referencia. El sexo telefónico se ofrece mediante mujeres voluptuosas semidesnudas, en actitudes provocativas, con el obvio propósito de crear una referencia mental en los menos imaginativos de los aficionados a los placeres eróticoauditivos. Los cancerberos del pudor colectivo pretenden obligar a los medios a rechazar o moderar dicha publicidad, y a las autoridades a prohibirla, alegando el consabido argumento de la influencia perniciosa de los mensajes en los espíritus frágiles e impresionables; efecto jamás probado, sea dicho de paso.

Esa publicidad es condenable, aunque no por su supuesta influencia en las mentes ingenuas, sino por ser falsa; por cierto, a estas alturas de la vida sólo alguien superlativamente cándido sería capaz de suponer a sus interlocutoras telefónicas invisibles y anónimas semejantes a las modelos de los anuncios; en consecuencia, el único “efecto pernicioso” debido a la publicidad podría ser el de llevar a uno de esos aludidos “espíritus frágiles e impresionables” al suicidio por frustración, a partir de descubrir el aspecto real de las mujeres encargadas de atender los servicios de la línea caliente.

Lo del suicidio no es ninguna hipérbole ni un supuesto hipotético; se registra al menos un caso de esa trágica decisión por la razón mencionada. Al mediar el pasado siglo impactó al público de Caracas una radioemisora de sesgo novedoso, cuya primordial característica fue que la locución íntegra era de voces femeninas; eran voces cálidas, densas, plenas de promesas. Radio Aeropuerto fue casi una línea caliente masiva; a tal efecto sólo le faltaba el discurso pornoerótico explícito. Un sujeto se prendó de una de esas voces, y forjó ilusiones; decidió concretarlas. Cierta vez fue a la planta de la emisora y esperó que su amada ideal desconocida saliera, habiendo finalizado su turno. El contraste entre el modelo construido a partir de la voz y la realidad fue brutal; el hombre, sin duda un espíritu sensible, se echó a llorar amargamente y  esa misma noche se colgó de una viga.

En las entrañas de la línea caliente

En beneficio del lector menos familiarizado con estos asuntos, haré una sucinta descripción de la naturaleza de una línea caliente. Consiste en un servicio pagado mediante tarjeta de crédito en el cual el usuario trama una conversación de contenido sexual a partir de una llamada telefónica, a razón de determinada tarifa por minuto de conexión. Actualmente algunos de esos servicios disponen de interlocutores femeninos y masculinos, a elección del cliente. Las mujeres dedicadas al oficio varían en su tipología y sólo por rara excepción tienen un porte más o menos parecido al de las modelos promotoras del servicio; no faltan entre ellas las señoras en su madurez avanzada, quizá dedicadas a tejer un suéter para su nietecito mientras contestan llamadas; conocí a una inteligente aunque nada agraciada mujer que costeó sus estudios universitarios ejerciendo como interlocutora: resolvía problemas de álgebra entre coloquio y coloquio.

Su discurso puede inclinarse hacia lo lírico-erótico o hacia lo más descaradamente pornográfico, también según la preferencia del usuario. Como en cualquier otra actividad humana entre esas trabajadoras algunas son excelentes y muchas mediocres cuya participación no va más allá de repetir un discurso estandarizado; las buenas interlocutoras de las líneas calientes dominan el arte de la expresividad oral, tanto como los actores de radionovelas y locutores, imprimiéndole a su voz ritmos y tonalidades que las hacen sentir verídicas y sensuales; también son personas dotadas de imaginación erótica y de habilidad para percibir la sensibilidad del cliente y seguir su camino, podría decir, dándole la satisfacción aspirada.

La línea caliente no es la única posibilidad del sexo telefónico; es su desarrollo comercial, y en cuanto consiste en un intercambio consensual de placer erótico por una remuneración preestablecida, es una forma de prostitución sin contacto corporal. Por otra parte, existen acustofílicos diletantes; el último es un término proveniente del italiano dilettare, con el significado de deleitarse; ergo, son aquellos dedicados a cierta práctica por placer, sin aspirar ninguna recompensa económica. Los enamorados propensos a sostener conversaciones telefónicas prolongadas corresponden a esta categoría.

El sexting

Ahora bien, el sexo telefónico simplemente vocal está superado gracias a los avances tecnológicos en la comunicación interpersonal. Se ha identificado una nueva tendencia en el comportamiento sexual humano, el sexting; una voz inglesa, acrónimo de sex (sexo) y texting (escrito, mensaje), consistente en la costumbre cada vez más extendida entre los adultos jóvenes actuales, de enviar mensajes escritos o de voz y fotografías sexualmente explícitas mediante los teléfonos móviles. Investigadores de la Universidad de Michigan (EUA) analizaron esa práctica  en una muestra de 3.447 hombres y mujeres, con edades de 18 a 24 años, y llegaron a la conclusión de que se está convirtiendo en parte habitual del cortejo. “Simplemente es una de las formas en que la tecnología influye en nuestras vidas, incluida la sexualidad”, explica el sexólogo José Bauermeister. El sexting no es una forma de acoso sexual, por cuanto se hace de mutuo acuerdo y suele ocurrir entre parejas que ya tienen una relación. Evidentemente, se trata de una nueva modalidad del sexo a distancia.

El sexting aparece en el marco del sexo virtual realizado mediante internet; mis primeros encuentros con este fenómeno de la Era Electrónica me llevaron a pensar que quienes buscaban contactos eróticos por tal medio eran personas con alguna ineptitud para establecer relaciones interpersonales cara-a-cara o impulsados por una avidez patológica de sexo; pronto aprendí cuán equivocado estaba en mi apreciación: el contacto por teléfonos móviles e internet con propósitos sexuales es una forma socialmente aceptada de establecer  relaciones de pareja, que compite con el “levante” en presencia tradicional, al extremo de estar remplazándolo. Más aún, existen parejas estables y bien cimentadas, al menos en lo sexual, que jamás se han encontrado personalmente; y quienes lo practican no sufren problemas de ansiedad ni de autoestima ni ninguna patología en su sexualidad.

Los días del amansapostes

Y aquí viene a lugar la expresión “¡Cuándo en mis tiempos!” En época pasada, no tan distante, el romance era asunto complicado, laborioso, lleno de angustias.

En una revisión que hiciéramos de la cultura erótica capitalina de las primeras décadas del s. XX, a partir de testimonios de “caraqueños viejos” y de los cronistas urbanos, identificamos los siguientes pasos del ritual de cortejo por los que debía pasar el galán:  enamorado ambulatorio; enamorado “de ventana”: cuando la muchacha aceptaba la aproximación, para conversar con el galán, a la ventana en la que solían mostrarse las caraqueñas casaderas en horas de la tarde;  pretendiente aceptado en la casa: al lograr el acceso en plan de amigo; por último, novio formal, una vez cumplido el ritual de pedir la mano y ser aceptado por el padre de la amada; el  proceso podía durar unos dos años.

En la etapa inicial de enamorado ambulatorio, el galán paseaba reiteradamente por la acera de enfrente a la aludida ventana, mirando hacia la ocupante; naturalmente fatigado por ese ir y venir, el aspirante se recostaba en algún poste del alumbrado eléctrico próximo a esta, desde donde a veces hacía señales gestuales expresivas de sus sentimientos. El ingenio popular acuñó el término amansaposte para designar ese comportamiento, y la gente decía: “Ayer vimos a Teodoro amansando poste frente a la casa de María”; y no faltaban jodedores que al pasar por ahí en carro o en bicicleta, gritaran a leco herido “¡Amansaposte, amansaposte!” causando la inevitable irritación del aludido y el rubor de la muchacha ventanera.

Telesex: Sexo a distancia interactivo

La audiofilia telefónica es una forma del sexo a distancia interactivo; el último existe desde mucho antes de la invención de ese término genérico alusivo a toda suerte de erotización sin involucrar ningún contacto físico entre los participantes y se ha practicado desde épocas remotísimas; hasta en la Biblia encontramos referencias al mismo; numerosos pintores han llevado al lienzo la anécdota de Herodes y Salomé, entre ellos Tiziano, Caravaggio (Palacio Real de Madrid) y  Gustave Moreau; en sus obras aparece la núbil princesa haciendo el famoso striptease de los siete velos ante un rey de ojos desorbitados y muy probablemente alterado por una tensión sexual ciclópea disimulada por su túnica.

No sabemos de esa fiesta mucho más de lo contado por el cronista bíblico, Marcos (6: 21-28), que no es muy elocuente; pero la libertad de imaginación nos lleva a ver al excitado Herodes animando a Salomé a despojarse de uno y otro y otro velo, y a la salaz jovencita complaciéndolo con la anuencia de su corrupta madre; de haber ocurrido así, fue sexo a distancia interactivo.

Es difícil determinar cuándo se inicia el uso erótico del teléfono; Alexander Graham Bell patenta su invento en 1876; en Venezuela Guzmán Blanco inaugura el servicio en Caracas en 1883, siendo nuestro país, por cierto, uno de los primeros del mundo en disponer de línea telefónica. Ipso facto la innovación ocasionó cambios en la dinámica social de los caraqueños, entre ellos una forma novedosa de hacer negocios a distancia y la costumbre de la “visita telefónica”; pero es poco probable que con la aparición del teléfono se iniciara su uso con fines eróticos, por cuanto las conexiones estaban a cargo de operadoras; y todo el mundo sabía de la disposición de las curiosas chicas a escuchar las conversaciones. Se me ocurre que la plática erótica podría haberse desarrollado a partir de la implantación de las centralitas telefónicas automáticas, en 1889; un invento del norteamericano Almon Stowger, precisamente motivado por la necesidad de evitar que las operadoras escucharan las llamadas de clientes en solicitud de servicios y las desviaran hacia un competidor en perjuicio de su negocio; más adelante, hacia la década de los sesenta, en la turbulencia mundial de la Escalada Erótica, vendrían las líneas calientes.

Enfoque sexológico     

En el marco general de la Sexología, el sexo telefónico, o erotofonofilia, encuadra en el capítulo de la Estesiología Sexual Acústica; audiofilia (también audiolagnia; del griego lagncia, voluptuosidad) es un término genérico que identifica a la estimulación erótica lograda por la vía del sentido del oído; se presenta en dos variantes: logofilia y acusticismo erótico (también acusticofilia); la primera significa literalmente “amor por la palabra” y se refiere a la excitación erótica activada por el acto decir un discurso verbal de contenido sexual  o de escucharlo en voz por otro;  existan, en consecuencia, logofílicos activos o emisores e id. pasivos o receptores.

Acusticismo erótico es la excitación mediante sonidos de cualquier índole, sean o no asociados al acto sexual; los preferidos son música, canto, poemas de amor, obscenidades verbales, órdenes relacionadas con la sexualidad, parla en un idioma extranjero, gritos, jadeos, gemidos, suspiros, una respiración intensa, crujidos rítmicos de una cama y similares.

En el sexo, las vocalizaciones son importantes no sólo por su efecto excitante en el ánimo de los participante, sino también porque orientan a los amantes acerca del efecto de sus caricias; una interjección inesperada (“¡Ay!”… “Ahhh…”) a partir de una manipulación del compañero quizá indique  el hallazgo de una zona erógena en su pareja.  El acto sexual dista mucho de ser un quehacer silencioso; existen, incluso, los coitolálicos que no cesan de hablar mientras ocurre; sin duda, incrementan su placer personal con esa conducta, pero también debemos reconocer que pueden ser  una inconcebible ladilla para un compañero que no esté en su misma onda.

Respecto a la música, se mencionan entre las composiciones erotógenas desde el Bolero de Ravel y la Sonata a Kreutzer de Beethoven, hasta el rock pesado; quiero decir con ello que la gama es amplísima, de hecho, sin límites, por cuanto su efecto depende en buena parte de la sensibilidad del auditor, de las experiencias vividas asociadas a determinadas melodías, etcétera. Algunos observadores suponen que la excitación originada por la música de muchos decibeles, con ritmo marcado redundante y bajos predominantes se debe a la activación del sistema nervioso periférico por medio de ondas de sonido de baja frecuencia que golpean el cuerpo y  producen descargas de adrenalina.

El acusticista es un atisbador auditivo de la intimidad ajena, tanto como el voyerista lo es visual; advierto que uno y otro no representan ningún peligro, por cuanto su intrusismo rara vez va más allá de escuchar o mirar; en realidad, sólo son un fastidio y de ser descubiertos apenas merecerían una reprimenda y un par de nalgadas en lugar de exposición al escarnio público, prisión o multa. También es la acustofilia una de las más inofensivas de las variantes del sexo a distancia: es una forma absolutamente profiláctica de obtener placer sexual. Claro, si uno se complace con lo intangible y lo angustian los asuntos sanitarios. Hay quien no se conforma con lo incorpóreo y cree que la higiene es un problema de los cirujanos, no de los amantes.

La casuística del acusticismo erótico con frecuencia se reduce a los siguientes acontecimientos: el sujeto interesado, mediante propinas al encargado de un hotel de citas, logra que este ubique a una pareja cualquiera en un cuarto adyacente al suyo; a través de la pared endeble escucha los sonidos provenientes de ese recinto: risas, algunas palabras, gemidos, crujidos del lecho, etc. De acompañarlo la suerte, la anónima pareja será sadomasoquista, deparándole el placer inefable de escuchar cuerazos, bofetadas, súplicas y sollozos de la persona sumisa.

En algunas ciudades son ideales a tal efecto los albergues económicos en zonas residenciales venidas a menos, en las que antiguas casas familiares se han convertido en hospedajes con sus cuartos divididos en cubículos mediante tabiques de cartón piedra. En Caracas una de esas zonas urbanas características es la de San Juan, otrora residencial de una clase media acomodada; hoy es un  triángulo rojo extendido entre las avenidas Baralt y San Martín y el río Guaire, plagado de pensiones baratas, y auténtico coto de caza de audiofílicos de los cuatro puntos del planeta. Un aficionado australiano me confesó que  en todo el mundo occidental, no había mejor lugar para satisfacer su parafilia que Caracas; claro, abundan las posibilidades en los barrios bajos de las no menos inmundas ciudades subdesarrolladas africanas y asiáticas, pero, en su opinión, nuestra capital es mejor a tal efecto por ser las parejas auditables “más bonitas y expresivas”.

Corresponde a esta clase de erotización la sub variante escatofilia (del griego eskatos, excremento) acústica; en ella el placer del oyente proviene de escuchar los ruidos asociados a las funciones excretorias, a las contracciones intestinales y de las descargas de sus gases; estando hoy la bacenilla en desuso, el inclinado a este placer busca ubicación en sitios adyacentes a letrinas. Los escatófilos heterosexuales corren bastantes riesgos, por cuanto se encuentran en el imperativo de entrar subrepticiamente en baños de damas, esconderse en un cubículo y esperar pacientemente la llegada de una usuaria del recinto adyacente; de ser descubiertos, el consabido escándalo. Con todo, los aficionados afirman que el riesgo aumenta la emoción.

El psicoanalista Ferenczi llamó al conjunto de sonoridades intestinales y excretorias “la música del falto”. E hizo música, en su sentido de sonoridades organizadas, un personaje notable de la historia de las variedades, Deomenne Clusson, llamada la Dama Petómana, toda una estrella en el París de la Bella Época; su número de cabaré llevaba al público al delirio: consistía en tirarse pedos en una amplísima gama de frecuencias e intensidades; incluso, lograba interpretar algunas melodías mediante sus ventosidades. Su inusual habilidad desconcertó a parroquianos y científicos; terminaría averiguándose que lograba sus gracias debido a los efectos de enemas muy concentrados de tabaco en rama; se los  administraba poco antes de salir a escena.

Adictos al fenómeno biofisiológico identificado como flato o pedo en castellano, peo en el decir coloquial venezolano, existen por carretadas; sin embargo, rara vez se revelan por ser el acto de pearse o de disfrutar del hecho comportamientos socialmente incorrectos: el criterio común los considera asquerosidades, indecencias, ofensas… Pero lo cierto es que  el flato, amén de ser saludable para el emisor,  satisface al audiofílico por sus sonoridades y al rinofílico por sus aromas; su tradición histórica es rica y distinguida; al mismo han dedicado sus talentos pintores, músicos y escritores, y el autor le rinde homenaje  en su  ensayo Apología de la flatulencia.

Volviendo al verbo, al logofílico pasivo o receptor, corresponde el activo o emisor; son roles complementarios, en cuanto el segundo sincronice  su disertación con las expectativas de su partner. Algunos receptores, especialmente tratándose de mujeres, prefieren el habla erótica refinadamente lírica, y sienten repulsión por las palabras soeces y expresiones vulgares;  otros son coproacústicos: lo suyo es el discurso oral brutalmente obsceno; estos compatibilizan con los emisores pornolálicoscoprolálicos (del griego copro, mierda; id. lalia, balbuceo; tendencia a proferir obscenidades, a hacer acotaciones repugnantes).

El sexo telefónico permanece         

Mucho antes de que el sexo telefónico se convirtiera en negocio los logofílicos se valían del aparato para satisfacer sus necesidades, y no les era raro encontrar receptoras; porque la mujer es especialmente sensible al verbo, en tanto el varón es más propenso a los estímulos eróticos visuales; es la razón por la cual numerosas personas en todo el mundo continúan cultivando esa práctica. La excitación por la palabra a través de los medios de comunicación personalizados sólo se hace incivil si la persona receptora se siente violentada; entonces se trata de abuso o acoso sexual telefónico o a través de medios de la tecnología de comunicación del presente, internet, tuiter y semejantes. En cuando exista aceptación entre emisor y receptor no hay obstáculos ni límites más allá de los tecnológicos en la comunicación erótica.

Juegos eróticos telefónicos

Gracias a los recursos de comunicación audiovisual aportados por internet, hoy en día existen infinidad de parejas y grupos más numerosos involucrados en tórridas relaciones eróticas virtuales; los nuevos recursos han desplazado del primer plano al discurso verbal, aunque sin anularlo del todo, y privilegian al discurso cinético-corporal; en  otros términos, en ellos la imagen relega a la palabra; sus posibilidades de erotización recíproca hacen lucir pálido al sexo netamente telefónico; al ser suplantados por el déjame verte gracias a la videocámara, juegos eróticos característicos de los diletantes del sexo por teléfono, entre ellos el más deleitable ¿Cómo estás vestida?, para la mayoría de los amantes virtuales visoacústicos fueron a tener al desván de la Historia del Erotismo; sin embargo, no faltan personas todavía bien dispuestas a jugar el juego; vale la pena recordarlo mediante un par de ejemplos.

A partir de la sencilla pregunta telefónica, una pareja termina practicando un coito virtual. Se encuentran en una fase inicial del ritual de cortejo; todavía sólo son amigos que se atraen recíprocamente. Es avanzada la noche y él la llama; ella le responde estando tendida en su cama y a punto de echarse a dormir, según le dice. Al “¿Cómo estás vestida?” la muchacha responde con naturalidad “con un babydoll”; y él exclama a manera de chiste: “¡Coño!, cómo me gustaría ponerte esa blusita de bufanda…” Pero su interlocutora lo toma muy en serio y entra en un trance erótico puesto de manifiesto por la tonalidad oscura e íntima de su voz en la respuesta: “¡Ay, Fulano,  no me hagas eso!” Él entiende el inesperado efecto y continúa con un discurso seductor: virtualmente la despoja de la provocativa prenda; la acaricia por todo el cuerpo valiéndose de las manos de su enamorada, dándole instrucciones precisas de dónde tocar y cómo hacerlo: los senos, el vientre, el pubis, los muslos, las pantorrillas y los pies; le exige masajearse con suavidad la vulva e imaginar que es él, con la cabeza hundida entre sus muslos administrándole un cunilingüo; la hace abrir las piernas, la monta y penetra simbólicamente al imponerle introducir tres dedos en su vagina cual si fueran su miembro viril; la lleva al orgasmo mientras él tiene el suyo al otro extremo de la línea.

Es un ejemplo del juego erótico telefónico que suponemos ido al cajón de los recuerdos a causa del advenimiento de los avances en comunicación audiovisual personalizada; pero no todos concuerdan con esa idea: los amantes refinados no se resignan a perderlo.

A manera de corolario del coloquio erótico registrado, contaré que tiempo después de acontecido y más de una vez habiendo ido juntos a la cama, en un momento del reposo del guerrero, él le dice: “Ahora no tenemos necesidad de los juegos telefónico”… Y ella responde con premura: “¡No, señor!, de ninguna manera. Reclamo mi derecho al placer de ser cogida virtualmente por teléfono”. Y añade regodeándose en el recuerdo: “¡No tienes idea de lo divino que es!”

El siguiente texto, llamado glosas por su autor anónimo, ejemplifica el impulso a la imaginación erótica logrado gracias al sexo telefónico entre diletantes, mediante el juego mencionado.

Quiero dejar constancia para siempre de lo que dijiste, sino de tus palabras exactas, al  menos de su intención y de las glosas que me inspiraron. Quisiera grabarlas en material eterno, en piedra, bronce, hierro, o escribirlas en el manto de Dios.

Inicié nuestra conversación telefónica como un frívolo interrogatorio: “¿Cómo estás vestida?”, al que tú contestaste de buena gana. Quise saber tu aspecto en esa situación de encontrarte dedicada a tareas domésticas; respondiste que llevabas unos shorts cortitos y una franela. ¿Y el pelo?: Recogido en un moño sostenido por horquillas. ¿Y estás descalza? pregunté, tratando de disimular mi ansiedad. Llevabas unas sandalias, en ese momento a medio calzar, porque al estar tendida en un diván las habías dejado resbalar de tus pies.

¿Acaso es necesario algo más para llevar al delirio el tumulto de un rendido corazón?

Tu magnífica mata de pelo endrino recogida en un moño, coronándote. No será un varón cabal quien deje de sentir el impulso de quitar las horquillas y deshacer esa frágil composición hundiendo sus dedos en tu cabellera, mesándola hasta llegar el punto en el que el placer y el dolor se confunden en una caricia, para dejarla caer después sobre tus hombros y con ello permitir la formación de los graciosos bucles que enmarcan tu sereno rostro de madona.

Cuidado. Debe uno andar con calma; en la experiencia erótica no cabe la prisa. Antes de soltar el pelo debe uno detenerse en otro portento de la naturaleza; al llevarlo en moño dejas al descubierto las caracolas de tus orejas, el cuello y la nuca, los hombros y toda la piel blanco cremosa de esas partes de tu cuerpo; partes acariciables con las yemas de los dedos nerviosos; caricia sutil cuyo efecto será el de hacer aparecer impromptu el rubor, el cual matizará con un tono rosa cada vez más intenso el blanco cremoso de tu piel. Son partes besables por excelencia del cuerpo de la mujer, y hacia tus orejas, cuello, nuca y hombros se deja ir ávida la boca con su lengua serpenteante y los dientes ferinos del hombre que tenga la gloria de aprisionarte en sus brazos; no sin antes haber besado y mordido tu boca frutal y chupado tu lengua y haber recorrido con la suya la cálida y húmeda mucosa de tus encías y del interior de tus mejillas.

Una franelita cubría tu torso. No pregunté si llevabas sostén: no me atreví a tanta intimidad; en cualquier caso, prefiero suponerte despojada de esa prenda; de modo que en la tela elástica de la camiseta se marcan tus pechos generosos como pomelos; su ostentación los hace lucir agresivamente voluminosos, aunque sin llegar al extremo de alterar el equilibrio de la composición de tu figura. Por primera vez logro gratificarme con su observación detallada y percibir su volumen, forma y disposición en tu torso; una acotación muy a lugar por cuanto en encuentros anteriores siempre te he visto cubierta con blusas de caída amplia, como deliberadamente seleccionadas para velar, en lugar de hacer resaltar, tus magníficos senos. Y es que eres discreta; o acaso es que sabes que la belleza de tu rostro es suficiente para crear una atmósfera de fascinación en tu entorno; o es que eres egoísta y quieres reservar para ti y algún privilegiado las formas de tu cuerpo. Sin haberlos tenido jamás en mis manos, sé  que son firmes y mullidos; los sentí así cuando en un arranque afectivo espontáneo me abrazaste estrechamente al recibirme en el portón de la casa de nuestra amiga; fue nuestro segundo encuentro y es un ritornelo imposible de apartar de mi mente. Entonces también sentí el aroma de tu cabello y la tersura de tu tez al intercambiar el convencional beso amistoso, el cual, al menos en lo concerniente a mí, ya estaba encendido por un sentimiento más intenso.

Ahora, bajo la influencia de mi voz y del tono de complicidad de la conversación, quizá esas partes más sensibles y eréctiles de tus senos se hayan erguido, perfilándose en la tela. En mi fantasía tus pezones aparecen airosos, sonrosados, rodeados de areolas ambarinas. La cúspide de tus pechos, donde la caricia oral debe demorarse una eternidad a propósito de conducirte en afiebradas olas a una primera enervación; porque tus pechos están en tu cuerpo sólo para aplacar hasta la saciedad la sed de amor que uno siente por ti.

Un pantaloncito corto, minúsculo y ajustado, te cubría es un decir más abajo. Imaginé, por delante, la curvatura de tu vientre hundiéndose entre tus muslos, el abultamiento triangular del pubis enmarcado por las fisuras oblicuas de las ingles, todo ello tallado en la tela del ajustado short. Por detrás, la breve prenda no llega a cubrir la región en la que las nalgas pasan a ser muslos y su tela se hunde en la ranura resaltando la forma globular de tus nalgas a punto de estallar para liberarse de la injusta represión impuesta por la prenda.

Todas las tradiciones eróticas habidas insisten en apreciar las caderas bien puestas y el trasero ampuloso de la mujer como señales inequívocas de la hembra de buena raza, sabrosa en la cogida y buena paridora; tú perteneces a esa estirpe, aunque afinada esa silueta clásica por un toque de modernidad; imaginándote desnuda y tendida de espaldas al atisbador en un canapé, te reconozco y consagro como una de esas reales hembras de fina estampa, voluptuosas en su porte y de mirada apasionada, pintadas por los maestros españoles desde Velásquez hasta Julio Romero de Torres, en las que casi puede uno palpar bajo la piel la firme fibra muscular recubierta por la mórbida capa adiposa, solamente recargada en esos sitios del cuerpo en los que la mujer debe tener redondeces, caderas, vientre, nalgas; partes de su cuerpo en las que también debe dilatarse la caricia oral y manual. Es lo que quiero hacerte ahora, porque no ha gozado del todo de la sensualidad la mujer que no haya sido sometida a un masaje con aceite perfumado administrado por viriles manos en esas partes del cuerpo; y si te abres a más osadas experiencias, son esas las partes idóneas para la azotaina dada con ramas de eucalipto: lo mejor a tal propósito a falta de las de abedul; eso quiero hacerte ahora, con el fin de llevarte a disfrutar del fuego que arde sin consumir, calienta la sangre sin llegar a hacerla hervir  y tensa los nervios sin reventarlos. Lucirán bellos tus muslos y nalgas con su piel blanco cremosa marcada con las líneas rosiazuladas debidas a los azotes.

¿Portabas pantaletas debajo de los shorts? Tampoco lo pregunté; preferí imaginar que sí, que sí las usabas; y esa lingeri era breve, sencilla, funcional; las apetezco así; me resultan más excitantes que las abarrocadas; de modo que lo establecí de esa manera con el derecho arbitrario que me concede la libertad de imaginación; y es que con ello tendría la posibilidad de fantasear con otro placer asociado a ti: el de acariciar, oler y saborear la prenda íntima una vez  realizado el trabajo y empapada con tus fluidos naturales.

Los minúsculos pantalones dejan al descubierto tus piernas, nunca vistas dado tu hábito de usar pantalones largos y anchos; con todo, se hace evidente su longitud y las intuyo de armonioso diseño. Desnudas tus piernas, desde las ingles y la curva terminal de las nalgas hasta las puntas de los pies descalzos. Otro misterio, tus pies, gracias a tu empeño de llevar siempre zapatos cerrados en claro desafío a la tendencia de la moda. Descalzos tus pies, mi inventiva me conduce a imaginarlos un tanto anchos, de los que pisan con fuerza,  provistos de dedos largos y gruesos rematados por uñas nacaradas; el talón terso y el arco pronunciado. Siento tus pies acariciándome, pisándome con maldad la cara y el pecho, los deditos jugando con mi pene engrifado hasta el dolor…

Perdido el control de la imaginación y entregado a una suerte de torbellino delirante, nos visiono tú tendida en la cama y yo a tu lado, desnudos ambos, entrelazados en serpentino abrazo, besándonos, chupándonos, lamiéndonos; yo, como un hambriento lobezno mordisqueando cada uno de los dedos de tus pies y a partir de ellos entregado sin reposo a la divina ejercitación, subiendo a lo largo de las pantorrillas, deteniéndome apenas en tus rodillas y corvas y subiendo más a lo largo de la cara interior de tus muslos perfectos hasta llegar al propio vértice de las piernas, al centro de tu cuerpo…

La excitación logofílica o si se prefiere expresar la idea de una manera más completa: logoacustofílica no necesariamente depende del discurso obsceno o erótico; la voz del interlocutor, independientemente del contenido de la conversación, tiene poder para activar la líbido de algunas personas. La casuística sexológica rebosa de testimonios femeninos referidos a humedecimientos repentinos tan sólo al escuchar por teléfono la voz del amado y de orgasmos trepitantes a partir de una conversación con él, incluso tratándose de temas banales. Una persona podría ser usada como agente de estimulación erótica sin saberlo; desde esta perspectiva se hacen sospechosos las llamadas telefónicas sorpresivas  justificadas a partir del argumento  “es sólo para escuchar tu voz…”.

Confesiones y confidencias

Además de las ordinarias “líneas calientes”, de las conversaciones eruditas o más o menos vulgares de contenido erótico y de juegos como el aludido supra, la conversación íntima, trátese de chateo, telefónica o llevada a cabo cara-a-cara sin contacto sustantivo, es digna de consideraciones especiales; me refiero a la confesión y al intercambio de confidencias cuando ambos se confiesan comportamiento interaccionales que en sí mismos contienen un componente afrodisíaco por ser situaciones sociales que implican proximidad física en algunos casos, e invariablemente emocional; lo que significa la penetración de cada uno en el ámbito íntimo del otro, reducción de barreras psicológicas a tal efecto, develación de yo, ocasionalmente revelaciones brotadas espontáneamente del subconsciente, confiabilidad  recíproca. En este sentido, confesión e intercambio de confidencias son formas de fusión de dos personas, una suerte de transformación de la pareja en un ser único; son coitos simbólicos; no es de extrañar, entonces, que ambos involucrados experimenten placeres eróticos más o menos conscientes a partir de la exposición de las intimidades de su interlocutor; un caso clásico de concientización de esa erotización es el de Rousseau en sus Confesiones:

Me habló, como una amante apasionada, de Saint Lambert. ¡Fuerza contagiosa del amor! Oyéndola me vi presa de un temblor delicioso que nunca había experimentado por nadie. Finalmente, sin que ni ella ni yo nos percatáramos, me inspiró por ella cuanto expresaba respecto a su amante.

En este caso de coloquio confidencial se deja sentir un toque un tanto perverso en el comportamiento del célebre pensador: evidentemente,  se refocila sexualmente en su fuero interno a partir de las que parecieran ser confesiones ingenuas de su interlocutora; dicho en otras palabras, se aprovecha eróticamente de ella.

Consiste en un patrón de conducta más generalizado de lo que se supone; sin que dispongamos de evidencias conclusivas, por razones obvias, es probable que entre los sacerdotes católicos, asesores espirituales de otras religiones, consultores personales y todos los demás que por oficio escuchan confesiones, existan los propensos a indagar la vida erótica de quienes acuden a ellos en beneficio de su gratificación sexual. No son del todo extraños los casos de confesores que tienen eyeculación espontánea durante su ejercicio como tales, o que se  masturban a partir de oír las intimidades ajenas; y es comprensible si imaginamos a una atractiva mujer arrodillada o sentada frente al indefenso confesor sea cura o psicólogo, declarando sus pecados de castidad; o quizá con la cabeza apoya en su hombro musitando con voz trémula, entre reprimidos sollozos, sus cuitas amorosas. Consideremos también a la perversa que se excita sexualmente a partir de la provocación de un individuo para quien ella es tabú, regodeándose en la exposición detallada de sus experiencias sexuales, sean reales, deseadas o fantaseadas.

La autorepresión del confesor que “quiere pero no se atreve a dar el paso” responde a diferentes razonamientos; puede temer que su conducta sea vista como una agresión sexual; siendo un amigo, quizá la suponga una transgresión de los principios de confianza y solidaridad que rigen toda amistad, y en la que se fundamenta la confidencia no profesional; siendo un profesional de ayuda espiritual o psicológica el primordial impedimento al avance erótico es, naturalmente, la ética del oficio. Me estremezco al pensar en el sufrimiento del joven sacerdote que intenta permanecer impávido, obligado por su voto de castidad, rodeado de estímulos sexuales; o el del novel asesor psicológico represado en su caso por la ética profesional.

De modo que en algunas ocasiones el confesante es inocente del efecto libidinoso de la exposición de sus experiencias eróticas; en otras el confesor, si bien rara vez  ingenuo, posee el espíritu acerado indispensable para recibir inconmovible confesiones de carácter sexual; y en otras el aludido confesor es una especie de parásito erótico que se refocila de placer a partir de las confesiones de uno que confía en él sinceramente.

La confesión como juego erótico

Pero a veces ni uno ni otro son inocentes del efecto acicateador de la líbido de la conversación sobre experiencias eróticas. Ocasionalmente la plática sobre temas sexuales, sea internáutica, telefónica o cara-a-cara, hacen que tanto el sujeto activo, o expositor, como su receptor, sienten excitación sexual a partir del discurso, fingiendo ambos inocencia; se establece así el  Juego de las Confesiones: un entretejido entre pervertido y exquisito de engaños recíprocos por la simulación de roles, propio de diletantes del erotismo de espíritu muy refinado. Es cosa propia de la novela epistolar Las relaciones peligrosas (Liaisons Dangereuses, 1796) de Choderlos de Laclos, auténtico tratado de la simulación y  la seducción.

En ocasiones, el Juego de las Confidencias ocurre sobre un trasfondo sadomasoquista. Es probable que un auditor escuche las experiencias eróticas ajenas con serenidad anímica y disposición a dar ayuda, tal como se espera de un consultor psicológico, de un psiquiatra o de un sacerdote; pero también entra en lo posible la simulación de tal estado de ánimo, siendo  su condición auténtica la del sediento que bebe con avidez de la fuente encontrada por azar, lacerándose emocionalmente sin manifestarlo “sufriendo en silencio”, como suele decirse al contener su deseo de aproximarse algo más que emotivamente al otro; pero a la vez encontrando un turbio placer en ese dolor.

La mujer de tendencia sádica entra al juego siguiendo esas reglas: se excita a partir de la alteración provocada en el interlocutor, sin intención de hacer mayores concesiones; siendo su auditor tendencialmente masoquista mantendrá ese status quo encontrando placer en ello; en caso contrario intentará romper el juego mediante una aproximación sexual sustantiva, y entonces ella quizá salga con aquello de “¡Te has equivocado conmigo!”… “Te cuento mis cosas porque somos amigos íntimos”… En el habla coloquial castellana llamamos a esas mujeres calientabraguetas.

La confesión de esas vivencias reales o imaginadas también puede ser una incitación, un  recurso de una mujer a propósito de estimular el avance sexual de un hombre tímido. En sentido opuesto, un galán tal vez se valga de la confesión de intimidades a propósito de   “tentar el terreno” respecto a una mujer.

El de las confidencias es un juego de muchos matices y la logofilia, con su complemento indispensable, la acustofilia, recursos poderosos para enriquecer la vida erótica.