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Fragmento de “El polvo de los muertos”, la nueva novela de Norberto José Olivar

El_polvo_de_los_muertos_norberto_jose_olivarAmodorrado, el larguirucho Alexander Marion Projarov anduvo desde la puerta trasera de la casa hasta el tinglado donde estaba la batea. Llevaba a cuesta, además de sus setenta y cinco años, un cuenco con espuma de jabón, un espejo portátil, navaja y una toalla tendida al hombro. Nomás hizo salir al patio, se vio envuelto en una perturbadora neblina. Sintió una ligera comezón en la nariz y observó, atónito, que la ciudad era un borrón, un trazo difuminado en la superficie. Que él supiera, la neblina se constituía de microscópicas goticas de agua que flotaban en el aire frío, entre más juntas, más espesa, pero la mañana era un infierno, unos cuarenta grados o más. Y en realidad, los vapores neblinosos provenían de las chimeneas de la petroquímica El Tablazo, en la Costa Oriental del Lago. El Panorama del día después explicó que hubo problemas con los filtros: dejaron desparramar nubes venenosas que provocaron alergias y ataques respiratorios. Y todo aquello aconteció un martes 8 de julio de 1975.

Alexander Marion Projarov, que en adelante llamaré solo Projarov, por mero ahorro narrativo y pereza, observaba, no sin asombro, desde su macilenta casa de la avenida El Milagro, una caterva de murciélagos que abandonaban —enloquecidos ante la inesperada cerrazón tóxica— un par de remolcadores herrumbrosos, encallados años atrás en la playa colindante con su patio.

A Projarov —llegado de Kaluga, puerto fluvial a orillas del Oká, al oeste de Rusia, tierra heroica por batirse a muerte con los tártaros—, Maracaibo se le hacía llevadera pese a la maldita temperatura. Empero, dígase para buenas entendederas de lo que se cuenta, que Projarov aterrizó primero en Caracas, se instaló en Catia con intención de echar raíces y ser un hombre de bien, con tan desastrosa suerte que a los pocos meses tuvo de escabullirse al ser acusado de espía del sóviet por France Taborsky, una supuesta cazadora anticomunista de la que apenas sabemos lo mentado, y que no aparecerá más en los sucesivos párrafos, al menos son las sospechas del narrador en este arranque escritural.

Antes de su huida —la de Projarov, me refiero— se dejó ver en El Universal y pidió que le tomaran declaración para despejar, por escrito y en circular pública su defensa contra el infundado señalamiento: «No soy espía soviético, aseguró durante la mañana de hoy el ciudadano ruso, Alexander Marion Projarov, trabajador mecánico y plomero. Actualmente estudio con mi abogado, llevar a la señora Taborsky a los tribunales de justicia. Los rusos blancos que estamos en Venezuela somos anticomunistas y perseguidos por los rojos. Esto lo digo porque la señora Taborsky asevera que en cada ruso hay un enemigo de América, calificándome de comunista. ¡Es falso!, dijo, indignado, el declarante. Yo quiero a este país porque me ha dado hospitalidad. No me extraña ese ataque de la señora Taborsky contra los rusos blancos, ella es checoeslovaca y no polaca, expresó enfático el señor Projarov. Y prosiguió: Yo me gano la vida arreglando tuberías, no soy como algunos ciudadanos extranjeros que por lo que he sabido no trabajan y se los ve bien trajeados, día y noche, en lujosos automóviles y gastando dinero a granel. Yo tengo datos de varios de este tipo que deben tener algo que ver con el espionaje. Los espías rojos procuran hacer todo lo que esté a su alcance para mezclar a los rusos blancos en actividades políticas. Son lobos disfrazados de corderos. Los espías rojos señalan a los rusos blancos de comunistas y así ellos se encuentran libres de sospechas y ejercen bien sus actividades».

POLVO

La figura desgarbada, trashumante, atravesando la niebla, parece una escultura animada de Giacometi. No necesita ver dónde pisa, veinticinco años pateando la ciudad le han servido para registrar los senderos más intrincados. Y ese día de humaredas venenosas no iba a impedir el despliegue de sus anodinas rutinas. Ni la nariz le picaba ya cuando estuvo sobre la calle Bolívar, una de sus favoritas, repleta de locales magníficos. Silbando, Introibo ad altare Dei, se detuvo en Casa Maravilla, music records for sale, y entornó los ojos a ras de la vidriera a ver si exhibían algún long play de Perry Como que no tuviera, quizás con la Freddie Carlone’s Band. Repitió la operación en Maracaibo Import con la misma lánguida esperanza. De regreso, si le provocaba, entraría a revisar con cuidado. No resistió el embrujo de la placa que decía Salvador Cárcel, C. A, distribuidora de películas, en la casa de enfrente. Imaginó todas las maravillas que habría dentro, ¿Belle starrs daughter, con George Montgomery y Ruth Román?, se moría de ganas por verla. Era muy temprano aún y los avisos de closed colgaban de las puertas. Y con tanta oscurana en derredor, fiarse de lo que no vemos no es de gente cuerda, lo dijo anoche Van Heflin apuntando su rifle a Alan Ladd, en Shane, en el Cine del Lago de la calle Nueva Venecia. Ajustado el consejo dada las circunstancias.

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El polvo de los muertos
Alfaguara 2013
181 páginas