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La derribada y anónima estatua de Gdansk. El símbolo y la violencia, por Aglaia Berlutti

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El sábado 12 de octubre de 2013, un joven artista polaco instaló ilegalmente una obra en Gdansk, en el norte de Polonia. Lo hizo en lo que después explicó como una protesta contra la presencia en el centro de la ciudad de un monumento en honor al ejército rojo.

La imagen que muestra la escultura es perturbadora, frontal, directa: la mujer que yace sobre el suelo está embarazada y un hombre se encuentra sobre ella, violándola. O al menos eso parece sugerir la violencia de su postura: se aferra a la cabeza de ella con una mano y, con la otra, le apunta al rostro con un arma.

Una escena como la descrita inmortalizada resulta inquietante para cualquier observador. Pero en este caso se añade un elemento que la hace aún más desconcertante: el agresor se trata de un soldado soviético con uniforme, reconocible por su camisa de manga media, el cinto de cuero delgado y el casco redondo. La mujer lleva un vestido largo y botines al tobillo que recuerdan a una campesina de Europa del Este. Es entonces cuando la escultura parece simbolizar no solo un hecho de violencia de naturaleza puramente sexual, sino algo mucho más ambiguo: una agresión mucho más elemental.

La analogía es evidente: La patria violada por la incursión soviética que, por paradoja, es considerada por buena parte de país como liberadora.

Sin embargo, la historia en ocasiones se contradice a sí misma. Aunque Polonia fue liberada por los soviéticos durante lo que fue probablemente uno de sus períodos más oscuros, también es cierto que el país ha sufrido de todo tipo de violencia territorial, ha sido atacada y defenestrada una y otra vez por conflictos en una especie de agresión continúa .

¿Contra qué protesta entonces la escultura de Gdansk? ¿Qué argumento histórico ofrece en toda su terrible imagen, en su grotesca aseveración sobre la violencia, cruda y descarnada? El análisis no es sencillo, por supuesto, pero tampoco escapa a esa historia de dolor que ese país ha padecido y que se encuentra tan fresca aún en la memoria (a pesar del casi medio ciclo transcurrido) como para sacudir la consciencia del arte en busca de significado.

La historia de Polonia está llena de asedios del poderoso del momento. Ha pasado por varios de los embates históricos en una lucha de poder de la que casi nunca ha podido defenderse. Su historia es de pérdidas y silencios. Cuando cayó bajo el puño soviético en 1945, luego que en enero de 1944, y enarbolando la bandera de la liberación, el ejército soviético cruzó las fronteras polacas para liberar al país del totalitarismo germano. A pesar de la avanzada heroica del ejército rojo, muy pronto quedó claro que la URSS tenía objetivos y fines políticos contra los alemanes y no a favor de Polonia.

Algunas versiones de la Historia Mundial lo cuentan como una gran confrontación y uno de los momentos decisivos de la Segunda Guerra Mundial, pero en la Historia de Polonia es otra escena de violencia en una larga historia de dolor y angustia.

¿Pero es posible que Polonia recibiera al otrora conquistador con los brazos abiertos, aceptar por buena su visión del mundo y aceptar la agresión sutil de permitir la invasión casi por necesidad?

¿Una forma de violación?

Quizás.

El arte da para todo.

El arte es capaz de expresar lo mejor y lo peor del ser humano y de la historia. Lo más excelso y lo más profano. Lo doloroso. Muy probablemente, este joven artista anónimo de Gdansk se miró así mismo como víctima y creó una expresión de la guerra: la visión de la Patria desgarrada. Y le brindó un símbolo.

¿Cuán válido es que el símbolo que halló? Es inevitable no recordar las imágenes de la guerras civiles africanas y las de Europa del Este, donde la violación sistemática fue usada como arma de guerra, como una forma de destrozar la moral y el espíritu del pueblo invadido.

La violación, el crimen más brutal y el más crudo, esa primitiva demostración de crueldad sobre lo femenino, lo esencialmente creativo.

¿Qué es la violación sino una manera de destruir esa frágil identidad de la naturaleza humana? En una ocasión, el escritor Pérez Reverte contó sus experiencias como reportero de guerra y habló de la violación —la anónima, ésa que ocurre en campos de guerra donde la ley no existe y el arma es la única medida de justicia— y resumió mejor que nadie esa violencia que deshumaniza y destruye:

“Pues, si de violar en serio hablamos, les aseguro que ni idea tienen ciertos gilipollas y ciertas gilipollos. Pregúntenle a Márquez y a los colegas con los que andábamos por los Balcanes qué es violar de verdad y a lo mejor los pillan relajados y se lo cuentan. Mujeres entre los escombros de sus casas, degolladas después de pasarles por encima docenas de serbios o croatas. Hoteles llenos de jóvenes apresadas para disfrute de la tropa, a las que se pegaba un tiro cuando quedaban preñadas. O aquella ciudad de Eritrea, abril de 1977, cuando un jovencísimo reportero que ustedes conocen tuvo el amargo privilegio de asistir, impotente, a la caza de cuanta mujer de nacionalidad etíope quedaba a mano. Igual un día les cuento con detalle cómo gritan, primero, y luego, al quinto o sexto golpe, se callan y aguantan resignadas, gimiendo como animales”

¿Qué muestra entonces la escultura de Gdansk? Las interpretaciones son tantas que podrían confundirse entre sí hasta crear una idea única sobre la violencia. ¿Violencia hacia quién? ¿El dolor expresado de qué manera? Pues la Polonia traumatizada, la Polonia víctima, la Polonia mujer que aún no se recupera de sus viejas (históricas) heridas.

Por supuesto, tal declaración de intenciones sacudió al país. La estatua fue derribada de inmediato y el embajador ruso en Varsovia se declaró “profundamente consternado” en una declaración donde además insistió en recordar que “el arrebato de un estudiante de Bellas Artes de Gdansk que con su pseudo-arte insultó la memoria de más de 600.000 soldados soviéticos muertos por la libertad e independencia de Polonia”.

No obstante, la intención última sobrevive a la polémica y a la provocación simple. A la idea esencial que hace del arte ese vehículo elemental para construir ideas que contengan el dolor y la historia de una manera tan precisa. Muy probablemente, en el futuro no se recuerde a la estatua de Gdansk. O quizás sí, pero lo que prevalecerá, por encima del escándalo y más allá de una imagen ya desaparecida pero en la memoria cultural de un país adolorido, sea el mensaje.

La patria agredida, la patria destrozada y envilecida.

Un símbolo de lo perdido. Y la violencia que Polonia aún recuerda.