Artes

Desde el día que mataron a Kennedy, por Arturo Almandoz

Por Arturo Almandoz Marte | 15 de octubre, 2013

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1. Después de mi nacimiento en 1960, el pequeño apartamento que ocupábamos en lo alto de San Bernardino se hizo insuficiente para nuestra familia de siete miembros. Para no alejarnos de la parentela, asentada todavía en la otrora próspera urbanización caraqueña, papá y mamá pudieron, con el apoyo financiero de parientes, adquirir una quinta casi equidistante de las de los abuelos Almandoz y Marte, así como cercana de tíos que todavía no habían migrado a La Castellana, Altamira y La Lagunita. En nuestra nueva casa, modesta pero más desahogada que el apartamento, sobre todo mamá se sentía a sus anchas: en aquel pequeño predio con jardín frontal y patio trasero que la entroncaban con su casona infantil en Cumarebo, las dos plantas de la quinta la hacían sentir, como siempre proclamaba, agradecida a la vida, dueña y señora de aquel diminuto palacio que ella comandaría hasta su muerte in-situ.

Con ese orgullo y alegría por el señorío de su quinta, recuerdo a mamá desde mi infancia a mediados de los sesenta, cuando cobré conciencia y uso de razón en esa casa que era en cierta forma nuestra patria; así lo entendí décadas más tarde, al leer al segundo Heidegger, quien se hizo eco del habitar en poesía del hombre, según proclamara Hölderlin. Pero ese regocijo de mamá por la posesión de su casa sólo era ensombrecido al precisar ella la fecha de la mudanza; bien fuera ante la pregunta de algún visitante o al relatar ella misma la saga familiar, siempre establecía con tristeza, que allí vivíamos “desde el día que mataron a Kennedy”, refiriéndose por supuesto a John y no a Robert. Antes de conocer yo la fecha o el personaje histórico, esa frase resonaba para mí cual génesis del mundo familiar, cual origen de toda existencia cotidiana; fue una de las tempranas manifestaciones que prefiguraban, como entendí también mucho después en el Viaje al amanecer de Picón Salas, que la oralidad de la casa es una historia primigenia.

En el ajetreo de aquel viernes 22 de noviembre de 1963, mamá se había enterado del asesinato por noticias de radio y comentarios de vecinos del edificio que dejábamos, cuando fue a buscar con papá y los empleados de mudanza el último cargamento de enseres en el apartamento. Ya para entonces se sabía que el presidente estadounidense había recibido cuatro disparos al pasar por la plaza Dealey, durante su visita a Dallas, así como que había sido declarado muerto después de la una y media de la tarde; y los locutores de radio ya informaban que Lee Harvey Oswald había sido aprehendido en tanto responsable del hecho para cuando mamá y papá regresaban a Almar, como pasaría a llamarse la quinta por acrónimo de los apellidos nuestros.

Tal como ella me relatara años después, no alcanzó mamá a ver las parpadeantes imágenes de los noticieros en la televisión de los vecinos, ni tampoco en nuestro nuevo hogar, donde un Admiral mostrenco, con antena de bigotes, tardaría en llegar por obsequio de un tío; de manera que sólo fue en los periódicos del día siguiente cuando la impactaron las famosas fotos de Jacqueline, con su taller ensangrentado, sosteniendo el cuerpo de su marido en el asiento trasero de la limusina negra. Y esa imagen del magnicidio americano, como también solía ella llamarlo sin sospechar acaso la implicancia continental de tal denominación era lo único que entristecía la historia de una mudanza que, por lo demás, había iniciado una era dichosa y espaciosa para mamá y su familia.

desde_el_dia_que_mataron_a_Kennedy3002. Como en muchos otros venezolanos de su generación, la admiración de mamá por John F. Kennedy no sólo se debía a la juventud y el carisma del apuesto presidente, sino también a la visita que la elegante pareja presidencial hiciera a Venezuela en diciembre de 1961. Además de refrendar la importancia estratégica que el país petrolero tenía para Estados Unidos, aquella parada en la gira latinoamericana del mandatario demócrata había servido para incorporar a la Venezuela de Rómulo Betancourt, firme aliada de Washington en la lucha contra el comunismo, al programa de la Alianza para el Progreso. Como para enfatizar la importancia que la reforma agraria y la industrialización sustitutiva tenían en la agenda desarrollista, en La Morita, estado Aragua, y no en la capital, se había firmado el tratado; la foto de prensa que mamá conservaba de recuerdo mostraba al líder adeco y Rafael Caldera, sentados entre otros en el podio, mientras el buenmozo huésped introducía a su esposa, ya famosa por su elegancia, ante la audiencia local.

La misma Jackie había sido anfitriona de la recepción que en la Casa Blanca fuera ofrecida al cuerpo diplomático latinoamericano para anunciar el programa, el 13 de marzo de 1960, en la que el presidente Kennedy lo había resumido en términos de “techo, trabajo y tierra, salud y escuelas” para la “gente americana”; invocando en español mismo la resonancia continental del adjetivo, el joven demócrata parecía reavivar la gendarmería hemisférica que en sus momentos asumieran James Monroe y Franklin D. Roosevelt, y que parecía ahora amenazada por el comunismo que la Revolución cubana enclavara en el Caribe. Teniendo su manifiesto teórico en The Stages of Economic Growth, de Walt W. Rostow asesor de la administración Kennedy junto a otros notables académicos y diplomáticos la Alianza para el Progreso buscaba fortalecer la sustitución de importaciones para el desarrollo regional, junto a la redistribución de la tierra y la reducción de desigualdades sociales a través de un paquete de ayuda de 20 millardos de dólares a lo largo de la década.

Concebido en buena medida para prevenir nuevos brotes comunistas, el programa no fue diseñado unilateralmente desde Washington, sino que resultó de la interacción entre asesores de la Casa Blanca incluyendo Arthur Schlesinger y George McGovern, además de Rostow con planificadores de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) y el Banco Interamericano de Desarrollo, encabezados por Raúl Prebisch y Felipe Herrera, respectivamente. El equipo técnico reconocía, que aunque heredera del plan Marshall, la Alianza para el Progreso lograría este con más lentitud que la iniciativa europea, dado que Latinoamérica arrastraba una pesada carga de pobreza, analfabetismo y desbalances sociales, económicos y geográficos. Firmado en la cumbre presidencial de Punta del Este, en agosto de 1961, el acuerdo final requirió algunos toques que lo hicieran lucir no intervencionista, especialmente después de la fracasada invasión a Bahía de Cochinos en abril del mismo año; fue por ello que el acta de la OEA firmada en Bogotá y la Operación Panamericana promovida por Kubitschek fueron referidos como antecedentes en el documento, mientras los Estados Unidos aparecían como un primus inter pares.

3. Además de la socialdemocracia del veterano Betancourt en Venezuela, otros gobiernos beneficiarios incluirían los de Arturo Frondizi en Argentina, João Goulart en Brasil, Fernando Belaúnde Terry en Perú, Eduardo Frei en Chile y los Lleras en Colombia; pero tal como reflejara la visita inaugural de los Kennedy, la incorporación venezolana era clave para el programa. Con el ímpetu desarrollista del gobierno de Acción Democrática, coincidente con la agenda de la Alianza y las tempranas recetas de la Cepal; sustentadas las reformas y los proyectos por la ingente renta petrolera y la fortaleza del bolívar, los logros e indicadores que exhibía aquella Venezuela visitada por los Kennedy eran los de un país en despegue hacia el desarrollo. Así lo registró Picón Salas todavía en 1964, en una carta escrita poco antes de su muerte que lo sorprendiera al apenas iniciarse el año siguiente: “La reforma agraria, los doce mil kilómetros de carreteras asfaltadas que conducen de Paria hasta el Táchira, la Siderúrgica de Guayana, la imponente industrialización del país y la política educativa en los más variados niveles indican que se ha administrado bien. ‘Venezuela ya despega como avión veloz hacia el desarrollo’, decía, hace pocos días, al terminar un ciclo de conferencias, el eminente profesor Rostow”.

Aparecía quizás realzada la entusiasta visión nacional de don Mariano por el idealizado retrato histórico de su viejo amigo y copartidario Rómulo, quien concluía la primera presidencia del pacto de Puntofijo. Pero ciertamente la Venezuela de mediados de los sesenta era vista por Rostow y otros economistas como ejemplo del país latinoamericano que había iniciado el take-off o despegue al desarrollo. Tomando como indicador de éste el 24 por ciento del Producto Nacional Bruto destinado a inversión, ya Venezuela se había enrumbado en esta afortunada pista desde el frenesí progresista del Nuevo Ideal Nacional de Pérez Jiménez, aventajando a Brasil, Colombia, Chile y Filipinas, países que le seguían en orden decreciente; si ya México y Argentina habían arrancado en la década anterior, el profesor norteamericano señalaba, como testimoniara Picón Salas, a Venezuela y Brasil como los aviones de los sesenta.

Sin embargo, como tristemente sabemos, la madurez de ese desarrollo no comenzó a materializarse en aquella década de 1960 para los países de la primera industrialización latinoamericana, como tampoco lo sería por el resto del siglo para los que siguieron, incluyendo a Venezuela. No haber alcanzado la madurez después de un despegue que fue anunciado por los mismos teóricos de la Alianza es atribuible a diversas e innumerables causas, según los particulares procesos de los países latinoamericanos; sin embargo, al tratar de establecer las razones más generales, se puede señalar primeramente la inestabilidad política que no permitió la consolidación del Estado de bienestar difusor de beneficios sociales. El agotamiento de la sustitución de importaciones y otros programas económicos como la reforma agraria también pesaron, en tanto causas y efectos a la vez, en lo que puede ser llamado la inmadurez del desarrollo latinoamericano. Asimismo, ya para finales de los sesenta era evidente que la industrialización no se había ni diversificado ni consolidado, especialmente en términos de bienes de consumo duraderos y de capital, con lo que quedaban estranguladas las posibilidades de tecnificación requeridas por la madurez rostowiana y el desarrollismo cepalino.

4. Al estudiar el subdesarrollo latinoamericano del siglo XX, me ha hecho gracia entender, como en un guiño de la historia universal a la casera, que la muerte de Kennedy no sólo estaba asociada a la mudanza de nuestra familia en aquel 22 de noviembre, sino también a otra gran mudanza continental de los sesenta. Además del estancamiento de la industrialización sustitutiva y del desarrollismo cepalino, la Alianza para el Progreso fue desde entonces contrarrestada, por un lado, por el enraizamiento comunista en varios países, tal como predijera el barbudo Che Guevara, en tanto ministro cubano, en la misma firma del acuerdo en Punta del Este. Por otro lado, el programa perdió empuje en medio de la geopolítica de Washington desde el día que mataron al presidente en Dallas.

Aunque fuera mantenida durante la administración de Lyndon Johnson, la Alianza fue disminuida en la ayuda externa, una vez que Estados Unidos entró en la guerra de Vietnam en 1965. Al mismo tiempo, presidentes de países beneficiarios del programa, como João Goulart y Juan Bosch, fueron percibidos como simpatizantes del comunismo y exponentes de la retórica anti-imperialista, lo que llevó a Washington a apoyar el golpe de estado en Brasil y la invasión de República Dominicana. También otros estadistas demócrata-cristianos como Frei Montalva criticaban a la Alianza por no incorporar organizaciones representativas de la sociedad civil, tales como los sindicatos y los movimientos estudiantiles. En sus postrimerías, la iniciativa de Kennedy fue socavada desde ambos frentes: al sur del Río Grande pasó a ser percibida como un plan imperialista para promover las exportaciones gringas a los mercados latinoamericanos, mientras alimentaba la mala administración de fondos. Y desde Washington, los políticos conservadores miraban a la Alianza como dinero malgastado, especialmente al calor de una guerra vietnamita que había devenido extremadamente costosa a finales de los sesenta; ya para entonces el programa llegaba a su fin con la elección de Richard Nixon, quien fuera por cierto atacado en su gira latinoamericana como vicepresidente en 1958.

De manera que, más allá de la mudanza a nuestra casa en San Bernardino, que en mis años infantiles se apropió del significado de la fecha histórica, todo ese balance de fuerzas continentales cambió desde el día que mataron a Kennedy, que fue el comienzo de otro capítulo en las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamericana. En eso pensé cuando aquella nuestra quinta vetusta fuera vendida en 2012, poniendo fin a una era familiar que se cerrara con la muerte de mamá, dueña y señora de los predios hasta que allí exhalara pocos años antes. Pero también lo sigo recordando ahora mientras contemplo que, a diferencia de aquellos tiempos desarrollistas saludados por la visita de los Kennedy, cuando Venezuela era dilecta aliada de Washington en la lucha anticomunista y la Alianza para el Progreso, Caracas ha pasado a ser un bastión de la retórica antiamericana y del sedicente socialismo del siglo XXI.

Arturo Almandoz Marte 

Comentarios (1)

carlossanabria
22 de agosto, 2015

Todavia,no,se,sabe,a ciencia cierta,si hubo una componenda,detras de Oswald,o fue un crimen solitario. Los perros de la guerra,felices con la guerra en Vietnam. Y El desorden administrativo,incontrolable,sin gerencia,trajo caos en la economia.El drama latinoamericano,no tiene remedio,a merced,de improvisados corruptos.

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