- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Ceremonias incesantes de la escritura; prólogo de Carlos Pacheco a “Ceremonias”, de Ednodio Quintero

ceremonias_ednodio_quinteroPocas trayectorias narrativas conozco tan completas y variadas en sus modalidades discursivas, tan orgánicas y coherentes en su proceso de desarrollo, como la del venezolano Ednodio Quintero. Resultan sorprendentes en verdad la disciplina y dedicación con las que ha ido enfrentando los disímiles retos de todos y cada uno de los géneros de la ficción, desde el microcuento extremo hasta la novela de largo aliento, pasando por el minicuento, el cuento propiamente tal y la nouvelle o novela corta. Además, en esa exploración consciente y sistemática de las diversas modalidades narrativas canónicas establecidas por la tradición literaria, crítica y editorial, y en especial en sus formas breves e intermedias, Quintero se ha permitido intervenir y modificar –en ocasiones de manera radical– sus relatos ya publicados, en ese ejercicio de libertad creativa que Augusto Roa Bastos denominara “poética de las variaciones” y que, por cierto, emparienta la muy consciente y moderna ficción de ambos con la variabilidad consustancial a los relatos orales tradicionales donde no existe tal cosa como “al pie de la letra”.

Multiplicidad de géneros narrativos, entonces, y también reelaboración de sus textos breves en sucesivas versiones. Y sin embargo, toda la producción narrativa de Ednodio Quintero aparece a los ojos del lector como parte indiscutible de un único y consistente universo ficcional, inconfundible por la recurrencia de sus emplazamientos y obsesiones temáticas, por ese persistente protagonista-narrador en primera persona que se enseñorea del relato, así como por sus estratagemas ficcionales, sus modos de tramar y por la riqueza verbal y la rítmica sensualidad de su escritura.

Poderosas razones son estas, sin duda, para celebrar el proyecto acordado por el autor con la prestigiosa Editorial Candaya de editar, en dos volúmenes de colección, una versión definitiva de su ficción breve.

Como sabrán ya algunos lectores, el orden de la publicación de estos dos volúmenes ha sido inverso al de la producción y difusión originales. En efecto, en 2009, con un magnífico prólogo de mi admirada colega Carmen Ruiz Barrionuevo, Candaya publica Combates, donde queda recogida la producción más reciente de Quintero: los catorce cuentos del volumen El combate (1999), las seis piezas que componen El corazón ajeno (2000) y cinco “Últimas historias”, cuyo título expresa esa atrevida decisión del autor de cerrar con ellas su práctica cuentística, de renunciar a la ficción breve, para dedicar del todo su energía creativa a explorar los formatos ficcionales de mayor extensión y complejidad.

De hecho, al leer los relatos reunidos en Combates se va detectando cada vez con mayor claridad una tendencia que podría ser llamada novelística: sin abandonar del todo los impulsos centrípetos del cuento hacia la economía de recursos y la eficiencia semiótica, la escritura se va orientando hacia una mayor extensión y complejidad, tanto en los elementos de la historia narrada como en las estrategias discursivas, en especial en la diversidad y alternancia de niveles o estatutos narrativos, desde lo experimentado o recordado hasta lo soñado o imaginado. Es precisamente esa pulsión hacia lo novelístico la que, en otras indagaciones críticas, nos han hecho destacar el relato “El corazón ajeno”, no solo como una de las cimas del oficio narrativo de Quintero, sino también como el que, como verdadera “novela en miniatura”, mejor la ejemplifica

Este segundo volumen, denominado Ceremonias, que tengo el privilegio de prologar, corresponde a la producción inicial del narrador trujillano. Incluye relatos cuyas versiones originales se publicaron en las colecciones La muerte viaja a caballo (1974), Volveré con mis perros (1975), El agresor cotidiano (1978) y La línea de la vida (1988), pero de acuerdo con la acertada selección, las versiones reescritas, el orden, la estructura y la titulación establecidos ya en la antología personal titulada Cabeza de cabra y otros relatos (1993). Aquellos cuatro primeros libros de Quintero y la autoantología que los revisa y recompone configuran así, de manera muy nítida, la etapa fundacional de su trayectoria.

Las versiones originales de estos relatos pueden clasificarse en tres dimensiones –todas ellas relativamente breves– del relato ficcional: a) los microcuentos (o cuentos “cortísimos”), la mayoría de ellos compuestos apenas por tres o cuatro líneas, con un promedio de 50 palabras; b) los minicuentos propiamente dichos, con extensiones que no superan las dos páginas impresas; y c) los cuentos propiamente tales, que sin embargo siguen aún siendo relativamente breves.

Es importante, sin embargo, atender al proceso de transformaciones textuales, sucesivas decantaciones y reordenamientos emprendidos por el autor que se evidencia al comparar las versiones originales con las publicadas en La línea de la vida y también con las incluidas en versión (casi) definitiva en Cabeza de cabra y otros relatos. Tal cotejo muestra cómo el trabajo del narrador se proyecta a veces más allá de la escritura misma, para incluir también las vigilantes tareas de la revisión autocrítica, la reescritura, la autoantología y la planificación editorial. En ese sentido, el valor de Cabeza de cabra y otros relatos reside justamente en su acertada respuesta a la necesidad de nuestro autor de reescribir, decantar, reordenar y consolidar el conjunto de sus búsquedas narrativas iniciales. Al seguir, apenas con mínimas modificaciones, aquella sabia edición autoantológica de 1993, el presente volumen titulado Ceremonias reconoce ese valor, mientras al mismo tiempo da cuenta, de manera insuperable, de esa primera etapa de la ficción quinteriana que marcó sin duda una pauta estética en el devenir del cuento venezolano.

Según el libro del que provienen respectivamente los relatos, Ceremonias está integrado por cuatro secciones principales: “Primeras historias”, “Volveré con mis perros”, “El agresor cotidiano” y “La línea de la vida”. En ellas se recogen las segundas y terceras versiones, ahora sí definitivas, de 44 de las 65 narraciones que conformaron los mencionados libros precedentes. Al cotejarlos, constatamos cómo estos relatos progresivamente van haciéndose cada vez más extensos y complejos y abriendo también el espacio de la interioridad, al pasar a ser enunciados desde subjetividades cada vez más ricas. Este proceso culmina en una quinta y última sección en la que se incorpora el cuento “Cabeza de cabra”, inédito hasta entonces y promisorio adelanto de las búsquedas ficcionales por venir.

En el prólogo, del volumen Cabeza de cabra…, Julio Miranda –tan prolijo y sistemático en su análisis crítico como Quintero en sus reescrituras y reordenamientos– explica en detalle y valora ese proceso de ampliaciones menores y mayores con tal precisión, acuciosidad y buen criterio que no podemos sino seguirlo de cerca y remitir a él.

Comienza Miranda señalando la insatisfacción de Quintero con los minicuentos iniciales y lo afilia por ello a una selecta tradición de narradores venezolanos (de Teresa de la Parra a Salvador Garmendia y José Napoleón Oropeza) que reescriben una y otra vez en busca de una siempre evasiva perfección. Esta insatisfacción es comprensible en alguien que entra en la escritura literaria con tan potente vocación y con tan alta autoexigencia. Por mi parte, creo necesario defender también enfáticamente el valor intrínseco de aquellas mínimas ficciones como ingeniosas e hiperbólicas historias, dotadas de altísima intensidad dramática y signadas por la binariedad y la paradoja. Condensados dramas donde el efecto de sorpresa se reserva drástica y cortazarianamente para las palabras finales, verdaderos prodigios de fina relojería narrativa, configuran el inicio verdaderamente embrionario de toda la narrativa ednodiana y tienen por todo ello un mérito innegable.

No es por otra razón que en 1972, dos años antes de publicarse La muerte viaja a caballo, cuando a sus 25 años Quintero era lo que se llama un ilustre desconocido hasta para los escritores y críticos de su propio país, un jurado, integrado nada menos que por Juan Rulfo, Juan José Arreola y Edmundo Valadés, le concediera por aquellos minirelatos el premio de la revista mexicana El cuento ilustrado. Es más: estos textos germinales participan del carácter pionero del minicuento en Venezuela, junto con los precedentes aportes de Alfredo Armas Alfonzo en El osario de Dios (1969), y se inscriben con honores en la distinguida tradición hispanoamericana del minicuento, que fluye y se expande durante el siglo XX, de don Julio Torri a Alberto Barrera Tyszka, pasando por Borges y Cortázar, Monterroso y Arreola, Anderson Imbert, Denevi y Cabrera Infante.

El cuento titulado “La muerte viaja a caballo” podría ser considerado como prototipo, como cuento emblemático, del período más temprano de la narrativa ednodiana. En primer lugar, porque este relato es elegido como epónimo del primer libro y, ya en versión más elaborada, encabeza el volumen La línea de la vida; pero sobre todo por que encarna de manera patente los rasgos característicos de aquel momento germinal. El primero de ellos es el manejo de la sorpresa, la astuta preparación de un impredecible desenlace que se reserva escrupulosamente para el final; procedimiento que si bien es frecuente en la ficción breve, alcanza en la obra quinteriana una intensidad poco común. En “La muerte viaja a caballo” (como también, por ejemplo, en “El ahogado”, retitulado “Un suicida”; en “Hemorragia”, retitulado “El Manantial” y aún más adelante en “Álbum familiar” o en “Cacería”, es apenas la última palabra la que devela el dato escondido crucial de la identidad del personaje protagónico.

Pero están también los efectos potenciadores de esa sorpresa. En nuestro cuento emblemático, donde un escondido desdoblamiento señala ya el tema reiterado de la muerte como ineludible destino, se revela en ese final la identidad de la víctima del disparo hecho por el abuelo con su fusil. Es un final del todo inesperado que, sin embargo, había sido veladamente anunciado en la tercera línea mediante una prolepsis bien lograda, pues solo se la reconoce como tal en una segunda lectura, en el mejor estilo cortazariano de “Continuidad de los parques”. Lo más interesante en muchos de estos cuentos iniciales es entonces el efecto retroactivo y relativizador de esa sorpresa final que dinamita, podría decirse, las hipótesis interpretativas que venían siendo construidas a través de la lectura. Lo inesperado desconcierta al lector, lo impacta y lo obliga a recorrer de nuevo el camino, en una relectura ya pre-iluminada por el desenlace, para descubrir, con reduplicado goce de complicidad, cómo es que el narrador logró engañarlo tan bien.

“El manantial” es también excelente ilustración de otros recursos comunes en los primeros libros, como son la eficiencia de descripciones muy concentradas, capaces con pocas palabras de dibujar una situación o un personaje sin que nada le falte para los propósitos específicos de la pieza en cuestión, la presencia muy frecuente de la muerte con su carácter dramático y trascendente, así como las ocurrencias fantásticas y la utilización impenitente de la hipérbole.

Es pues a partir de esos relatos moleculares que la obra de Quintero comienza a experimentar sucesivos grados de desarrollo de la fábula, del número y la complejidad de los personajes, de los episodios, escenarios y temporalidades representados, de los diversos grados y modalidades de entrelazamiento de los mundos ficcionales y de los juegos de metaficcionalidad. Como explica Miranda, en las nuevas versiones las historias se expanden no solo en lo cuantitativo (“El jugador”, por ejemplo, originalmente titulado “Apuesta”, es uno de los casos extremos, al pasar de 285 a 6.592 caracteres), sino también en lo cualitativo. Las versiones intervenidas pasan así de micro o minicuentos a cuentos propiamente tales, en los que encontramos unos personajes ya caracterizados, una trama, una intriga y un sistema de símbolos más desarrollados; y también un cultivo excelso de la escritura que naturalmente son impensables en el restringido ámbito del minicuento. Y algo más: la reelaboración permite también el surgimiento de la interioridad; sobre todo la de ese narrador monologante que suele ser el protagonista, figura clave en la economía narrativa ednodiana, puesto que su mente, provista de una imaginación desmesurada y de una asombrosa capacidad transgresora, pasa a ser casi siempre el verdadero escenario donde ocurre la acción, eso que Miranda denomina inmejorablemente el “teatro de la conciencia”.

Efectivamente, más que en un mundo externo, “objetivo”, contemplado y relatado desde fuera, lo narrado tiene lugar casi siempre en la subjetividad del narrador protagonista, donde esa acción puede trasladarse además súbitamente –a menudo sin advertencia alguna para el lector– del reino de lo supuestamente “real”, al de lo imaginario; pasar, cada vez con mayor frecuencia, a la dimensión onírica y, en ocasiones, a lo francamente fantástico. Como el mejor ejemplo de este “desplazamiento radical del punto de vista” hacia la subjetividad, Miranda propone el relato titulado “La puerta”, incluido originalmente en Volveré con mis perros, que presenta muchos otros rasgos característicos de la estética ednodiana, como los temas del encierro y el umbral, el erotismo violento, salvaje, animalizado y perverso; la insinuación del incesto, lo soñado. Emblemático por su constelación temática y simbólica, donde se reúnen núcleos característicos de las mencionadas obsesiones ednodianas, este cuento exhibe también magníficamente otro de los rasgos distintivos de nuestro corpus: su decidida y barroca intertextualidad, esa reiterada reaparición de personajes, situaciones, emplazamientos y conflictos de una pieza narrativa en otra, de un libro en otro, hasta formar una intrincada red de espejos y reflejos, de ecos y resonancias, que se potencian mutuamente y que van creando así ante el lector un auténtico orbe ednodiano.

Otro texto temprano recogido en este volumen e igualmente característico es “El hermano siamés”. En su primer párrafo queda esbozada toda una poética ficcional regida por el juego de un protagonista que vive, evoca o regresa a su infancia y por el sueño de un personaje que entra y sale o que habita permanentemente en un mundo onírico, donde son posibles las situaciones más extremas y perversas, donde tiempo y espacio son flexibles y reversibles. En ese mundo lúdico y soñado, el joven protagonista puede ver pasar las naves negras de Odiseo navegando en el río Burate bajo el humilde puente de madera del caserío andino y puede también flotar “en el aire, sereno como un ángel que se ha quedado dormido entre un lecho de nubes.” Se trata además de un sueño metaonírico, podría decirse; poblado de imposibles imágenes de El Bosco, donde el protagonista intenta evitar que su propio sueño termine, asesinando a su hermano siamés antes de que aquel sosías imaginario o mero desdoblamiento suyo se despierte…

La perspectiva panorámica que nos brinda el protagonista de ese cuento en su vuelo rasante sobre aquella aldea primordial con inequívocos referentes trujillanos nos permite considerar también el valor y la evolución de ese territorio ficcional, presente de maneras tan diversas en casi todos los relatos de la primera etapa. Hasta en las primeras piezas ese emplazamiento se aleja ya de lo descriptivo, ornamental e instrumental y también de la actitud ingenua, esteticista o melancólica que arropó el tratamiento del paisaje en la narrativa venezolana hasta bien avanzado el siglo XX. En estos relatos hay ya una suerte de tremendismo en la creación de espacios y atmósferas que obliga a considerar como irónica su mirada al paisaje, a la atmósfera campesina; con algo a veces de caricatura de aquel ruralismo decorativo o evocador. Este “territorio imaginario” (Miranda) que una y otra vez el narrador reconoce como propio a través de sus criaturas ficcionales, es descrito de manera insuperable en La danza del jaguar (1991), la primera novela de Ednodio, cuyas líneas iniciales son enunciadas por un elocuente “Yo” de estirpe ramosucreana:

Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Entre peñascos y farallones. En una casa de piso de tierra apisonada, paredes blanqueadas con cal, techo de niebla. Casa grande –patio enladrillado y solar con naranjales amargos y una higuera– situada en las orillas de una aldea de endemoniados, cuchilleros y pastores de cabras / […] Yo amaba el río y me dejaba arrebatar por su corriente. En los remansos flotaba como una hoja seca, y sentía un vértigo próximo a la muerte cuando giraba al igual que un trompo zumbador en el remolino. / Crecí entre cabras, alisos y boyeros, yendo y viniendo por los senderos de los maizales, jinete en mi potro de cañabrava, durmiendo al sol y soñando con halcones.

No es casual que con una frase idéntica a la destacada arriba en cursivas, referida a la locación favorita de su mundo ficcional, abra el autor real su valioso ensayo titulado “Kaikousé” (Quintero, 1997) propuesto como su ars narrativa en una de sus dos compilaciones de textos reflexivos sobre la escritura de ficción. Tampoco lo es que vuelva a repetirla en otras ficciones, hasta su más reciente novela El hijo de Gengis Khan (2013). Se refiere en ella a su aldea natal como el lugar geográfico que ha servido de base a un proceso muy consciente de ficcionalización que recorre su ficción breve de punta a cabo, como sucede también en la obra de otros distinguidos narradores venezolanos como Alfredo Armas Alfonzo, Orlando Araujo y Orlando Chirinos; así como en algunos pasajes y relatos “trujillanos” de Adriano González León o de Antonieta Madrid.

Esos frecuentes desplazamientos imaginarios, fantásticos, oníricos y más adelante intratextuales y metaficcionales que encontramos en Quintero deslastran definitivamente esa relación con el lar nativo de cualquier propósito documentalista o autobiográfico por una parte o, por la otra, de afinidad alguna con la evocación costumbrista o criollista. Esa relativización de lo rural a través de la ironía, este despojo de cualquier sensiblería provinciana, se inicia pronto con la lúdica vinculación de algunas de sus piezas (la primera versión de “La muerte viaja a caballo”, subtitulada significativamente “Cuento al estilo del Far West”, o “El regreso”, o “Billy el zurdo”, o “El jugador”) con los códigos narrativos de las clásicas “películas de vaqueros”, pero –¡atención!– en la versión caricaturesca del director italiano Sergio Leone, conocida como spaghetti westerns, en filmes como Por un puñado de dólares (1964) o El bueno, el malo y el feo (1966).

A pesar de las referencias puntuales que pueda haber a lugares específicos de la geografía andina, observamos también cómo en libros ulteriores esa comarca campesina adquiere un carácter genérico, casi del todo descontextualizado, se globaliza y se congela en el tiempo, mediante el desdibujamiento o eliminación total de marcas locales o la preferencia por otras, de diversas localizaciones espaciotemporales. Es lo que ocurre en “La noche” o en “Jinetes”, ambos de La línea de la vida. Así, el lector queda libre de imaginar la acción narrada en los campos andinos o más bien en una aldea medieval europea, como en “Caza”, o en una campiña rusa intemporal, como “En la taberna”, ambos incluidos en el posterior volumen El combate. Esa búsqueda de lo que pudiera denominarse un universal campesino será relativizada ya de manera más radical en la noveleta La bailarina de Kashgar (1991) y en piezas posteriores como “El corazón ajeno”, donde el protagonista es imantado por el lar nativo desde la comodidad de una moderna ciudad europea, pero solo para ver cuestionada con sarcasmo y franca ironía su pertenencia a una comarca idealizada.

El cuento “Cabeza de Cabra” clausura y provee título al volumen autoantológico. Sin embargo, su relevancia consiste sobre todo en que anuncia en varios sentidos el derrotero futuro de la narrativa de Quintero a través de diversos indicios. El primero y más notorio de ellos es el tono. A partir de ese relato, en efecto, el monologante protagonista se muestra mucho más seguro de sí mismo; “se suelta el moño”, podríamos decir, imitando la súbita irrupción de frases coloquiales que sorprende en no pocos textos de Quintero. Ocurrente, travieso, hiperbólico en las incidencias de la historia, exhibe también una llamativa soltura en el decir, una irreverencia y un desparpajo antes inéditos que encuentran su perfecta encarnación en el ritmo sincopado, nervioso, de su estilo.

Como segundo indicio de lo que vendrá, se agudiza en este cuento el juego con ambientes y atmósferas de la modernidad urbana, en una innominada pero reconocible Mérida del siglo XXI, que contrastará con los emplazamientos rurales hasta ahora dominantes. Como lo serán otros protagonistas más adelante, el de este cuento es un profesional (un ingeniero experto en software en este caso) que domina la tecnología de punta.

Y el tercer indicio es que se prescinde aquí de toda frontera reconocible entre lo narrado como real en la ficción y lo meramente imaginado o soñado. El lector debe aceptar la incertidumbre entre esas dimensiones, porque ella es una cláusula evidente del contrato de lectura. Sin señal alguna se pasa a menudo de una a otra instancia de lo narrado por caminos imaginarios u oníricos: el verdadero escenario de la ficción es entonces, de nuevo, el “teatro de la conciencia”. Esas digresiones no impiden una relación fragmentaria de la agitada vida del protagonista, niño maltratado y aventurero, templado en mil lances por medio mundo, quien, sin embargo, regresa (¡siempre regresa!) a su comarca natal. El habilidoso relato de esa vida se las ingenia para permitir la bifurcación, el desdoblamiento, del protagonista en dos seres que son él mismo en diferentes momentos de su desarrollo (el adolescente y el adulto), pero que terminan enfrentándose, en un confuso duelo con final doble y doble homicidio. Es uno de los cuentos más logrados de Quintero, signo claro ya de la instancia artísticamente más experimentada de su narrativa.

Dos años antes de la publicación de Cabeza de cabra y otros relatos en 1991, Quintero publicó su primera novela (La danza del jaguar) y dos novelas cortas (La bailarina de Kachgar y El cielo de Ixtab), avanzando así hacia los géneros extensos de la ficción. Se abría ya desde entonces este nuevo arco de escrituras de más largo aliento que pasarán ya francamente a predominar en el nuevo siglo con la publicación de las novelas Lección de física (2000), Mariana y los comanches (2004), Confesiones de un perro muerto (2006) y El hijo de Gengis Khan (2013), cada una merecedora de detenida consideración crítica, así como con la edición consolidada de sus cinco novelas breves en El arquero dormido. Cinco novelas en miniatura (2010). Los últimos años han visto también la edición de varias antologías (incluida una traducción al francés) de su ficción breve, con sus respectivos estudios introductorios, como otra clara señal de la alta valoración de la que goza nuestro autor entre críticos y lectores en esta instancia de plena madurez y consolidación como narrador de ficción.

Desde esta perspectiva, no puede ser más oportuna la aparición de estas Ceremonias, pues –en una edición que podría llamarse canónica por ser definitiva, perdurable y de alta calidad técnica editorial– este volumen ofrece una inmejorable muestra del sistemático y acucioso recorrido de Ednodio Quintero por las modalidades genéricas de la ficción antes de enfrentar, en tiempos más recientes, con una complejidad y osadía ficcional cada vez mayores, las peculiares exigencias de la pulsión novelística. Es un homenaje más que merecido a su persistencia y dedicación a las ceremonias incesantes de la escritura. Esperamos que con esta publicación que clausura todo un ciclo literario y editorial, la notable trayectoria ednodiana de entrega a la escritura, ahora aún más completa y variada, aún más orgánica y coherente, alcance y consolide la amplia lectoría internacional que hace tiempo se merece.

Caracas, julio de 2013.

***

Bibliografía

1974: La muerte viaja a caballo. Mérida, Ediciones La Draga y el Dragón.

1975: Volveré con mis perros. Caracas, Monte Ávila Editores.

1978: El agresor cotidiano. Caracas, Fundarte.

1988: La línea de la vida. Caracas, Fundarte.

1991: La bailarina de Kachgar. Mérida, Solar (Novela corta).

1991: La danza del jaguar. Caracas, Monte Ávila Editores.

1993: Cabeza de cabra y otros relatos. Caracas, Monte Ávila Editores. Prólogo de Julio Miranda (Antología personal).

1994: El rey de las ratas. Caracas, Editorial Planeta Venezolana (Novela corta).

1995: El cielo de Ixtab. Caracas, Editorial Planeta Venezolana (Novela corta).

1995: El Combate. Caracas, Monte Ávila Editores.

1997: Visiones de un narrador. Maracaibo, Universidad del Zulia (Ensayos).

1997: De narrativa y narradores, Maracaibo, Universidad del Zulia (Ensayos).

1999: El corazón ajeno. México, Juan Pablos Editor. Ediciones Sin Nombre. 2º ed.: Caracas, Grijalbo. 2000.

2000: Lección de física. Trilce Ediciones, México.

2004: Mariana y los comanches. Barcelona. Candaya.

2006: Confesiones de un perro muerto. Caracas, Random House Mondadori.

2006: Los mejores relatos. Visiones de Kachgar. Caracas, bid & co. Prólogo de Carlos Sandoval (Antología).

2009: El combate. Barcelona Candaya. Prólogo de Carmen Ruiz Barrionuevo (Antología).

2010: Le Combat et autres nouvelles. Prólogo de Carmen Ruiz Barrionuevo. Antología. Traducción realizada en la Universidad de Lyon, bajo la dirección de Philippe Dessommes Florez.

2010: El arquero dormido. Cinco novelas en miniatura. Caracas. Alfaguara.

2011: Cuarenta cuentos. Caracas, Monte Ávila Editores. Prólogo de Carlos Pacheco (Antología).

2013: El hijo de Gengis Khan. Caracas. Seix Barral Biblioteca Breve.