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Música en el subsuelo: la guitarrista del subterráneo, por Mílitza Zúpan

A Milagros le sudan las manos, su cuerpo está helado pese al vapor que se respira. Sus piernas amagan con dejarse llevar por la gravedad. Sus oídos, sordos al ruido del ir y venir del tren y de la gente, escuchan los gritos de su voz interna reprochándose por haberse metido en aquello y rogando a Dios por que no aparezca ningún conocido. Nadie la mira, pero ella es incapaz de levantar la mirada. Sólo su guitarra, esa que ha estado con ella desde hace tantos años, la hace sentir segura. La abraza, la contempla y empieza a tocar una balada pop.

No es la primera vez que Milagros Sánchez se enfrenta al público con su compañera de seis cuerdas: hace rato que aprendió a tocarla y alguna vez estuvo en una banda. Ahora, hacerlo dentro de un vagón del subterráneo, frente a ancianos, un grupo de adolescentes chillones, una mujer amamantando, obreros olorosos a sudor y colonia, oficinistas que chismorrean en voz alta y unos cuantos seres ensimismados, “¡ni pensarlo!”. Eso era lo que se repetía a sí misma hasta hace unos días, y ahora ella es la primera en sorprenderse por su hazaña. Aún se pregunta cómo fue que Manuel la convenció de ir al tocar unos temas en el Metro de Caracas.

Manuel Caraballo tiene algún tiempo tocando versiones bajo tierra. Él y un amigo han hecho un dúo de guitarras y les va muy bien, tanto que hasta han comprado amplificadores para proyectar mejor su sonido en los vagones. “Toca conmigo, anda, ahí se gana bien”, le decía a Milagros cada vez que hablaban; para él es razonable proponerle a su amiga que los acompañe con la guitarra, mientras consigue un trabajo en su área.

Después de su estreno en el subterráneo, el día de la balada pop, la chica decide volver a los avisos clasificados y continuar la búsqueda de un trabajo estable y “decente”; visualizarse de nuevo tocando allí le incomoda, “y si me ven mis compañeros de la universidad, ¿qué van a decir, que estudié para terminar en un vagón?”. Está por graduarse de ingeniero en sistemas, lo más lógico es que empiece a trabajar en su área, “¿no?”.

Unos, dos, tres, cuatro meses pasan. Solo consigue ofertas de poca paga y mucho oficio para una recién graduada, y Manuel le sigue insistiendo, “anda, toca conmigo”. Llega marzo, el mes de su cumpleaños; ya son 21 años. Busca papel y lápiz, saca cuentas: Con el dinero que le regalaron sus padres más algo que tiene guardado le alcanza para comprarse un mini amplificar portátil. Toma el teléfono, marca el número de Manuel.

—Voy a tocar contigo, pero quiero tener la seguridad de que nos vamos a tomar esto en serio. Yo necesito el dinero y no voy a hacer una inversión para nada.

—Dale, yo me comprometo —responde Manuel.

El 9 de marzo de 2008 es, formalmente, el primer día de Milagros Sánchez en su nuevo trabajo: Tocar guitarra en los vagones del Metro de Caracas. Como en todo trabajo, los horarios están definidos: en las mañanas, de nueve a doce; en las noches, de siete a diez. Tanto la quería, de Andy y Lucas, marca su debut. Regresan el temblor en las piernas, el deseo de que se la trague la tierra, la incapacidad de alzar la mirada, el terror de que algún amigo la vea… Sin embargo, para la segunda semana de trabajo, la vergüenza se esfuma y Milagros toca y hasta canta con soltura.

II

—¿Estás armada? —pregunta Alexander.

—Estoy en eso. Acuérdate de traerme las doble A —responde Milagros y cuelga el teléfono.

Esa mañana, como siempre, se levantó a las siete y media de la mañana y desayunó. Se dio un baño, se vistió con jeans, franela de algodón y zapatos deportivos, peinó rápido sus muy lisos cabellos, tomó la guitarra, el koala para guardar el dinero y el bolso con lo necesario y

salió de su casa en Plaza Venezuela para ir a trabajar. Él, Alexander, viene de La Pastora y el punto de encuentro es Altamira. En el camino, la delgada joven compró agua mineral y la infaltable botellita de Gatorade —lo único que puede hacer el calor infernal más llevadero—. Ahora prepara sus seis cuerdas, mientras llega su compañero con las pilas.

Alexander Gómez tiene poco más de veinte años, toca la mandolina desde los ocho y estudia Educación Musical en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, mejor conocida como UPEL. Lo de Milagros y él fue amor fraternal a primera vista: Se conocieron en un vagón. Ella tocaba una canción de Juanes con Manuel y él se les acercó y les dijo que, si algún día les hacía falta otro músico, podía ayudarlos con la mandolina, el arpa, la guitarra, el cuatro, el violín… El chico de la cresta alborotada les agradó, hubo feeling, lo invitaron a acompañarlos esa jornada. A Alexander le gustó tocar en el vagón.

Milagros y Alexander han estado en contacto vía mensajes de texto, desde que se conocieron. Como Manuel estaba complicado con los horarios y ya no podía tocar tanto, ella le propuso a Alexander hacer un dúo. Una mañana de agosto de 2009 se estrenaron con Cómo llora una estrella, al compás de la guitarra y la mandolina. Unos meses luego, él lleva un violín en lugar de la mandolina, ella su guitarra y se hacen llamar Obelisco Pro, “se le ocurrió a Alexander: Obelisco porque era en Altamira donde nos encontrábamos y Pro, ya ni recuerdo por qué”.

La conexión con Alexander es especial, se entienden, aprenden uno del otro, intercambian repertorio criollo, congenian y el público parece percibirlo. “Con él es diferente, a la gente le gusta más”, asegura la joven. Una vez, alguien les dijo que el sonido de la guitarra y el violín en el vagón era como escuchar música celestial en el infierno.

Altamira-Los Cortijos, Los Cortijos-Altamira, Altamira-Los Cortijos, Los Cortijos-Altamira… Repiten la ruta una y otra vez hasta completar los horarios de mañanas y tardes, de martes a domingo; sólo si el día no está “caótico” se mueven hasta Bellas Artes, “pero eso es de vez en cuando” —para los jóvenes, estas estaciones son más “tranquilas” por tener menos flujo de pasajeros—. Los lunes son para descansar.

Las ganancias van bien y, aunque Milagros no revela números, dice que es mucho más que el salario mínimo: les alcanza para costear gastos y hasta para ahorrar. Hay días buenos y

días malos, pero “se gana mejor de lo que cualquiera pueda imaginar”, especialmente, los fines de semana.

Por esos días, a veces, andan con Jonathan, a quien también cocieron en el Metro. Es músico egresado del Instituto Vicente Emilio Sojo, y toca guitarra como solista en los vagones desde mucho antes que Milagros. Han hecho buena amistad y, de cuando en cuando, tocan juntos. Pero Obelisco Pro será un trío, formalmente, una vez que empiece el Operativo y salgan a la superficie.

Ya son las nueve de la mañana. Milagros le quita el forro a la guitarra, lo dobla, lo mete en su gran bolso negro de malla junto al mini amplificador ―“de malla para que no tape el sonido” ―. Afina, se echa el bolso en la espalda, ajusta su koala y se cuelga el instrumento de madera. Llega su “hermano” con las pilas ―así lo llama ella―, afina el violín y le conecta el micrófono. Ya están “armados”.

III

—¡Vagos, vagos, vagos! ¡Pónganse a trabajar, vagos! —grita una mujer cuando Milagros y Alexander tocan Pajarillo. Los jóvenes y la gritona se bajan en la estación Los Cortijos, ella los sigue, vociferando.

—¡Vayan a trabajar! Es muy fácil andar tocando con una guitarrita. Yo sí tengo una empresa y soy publicista, no hago esas tonterías.

—¿Esto es una tontería? ¡Hazlo! ¡Toca, pues! —espeta Milagros al tiempo que se quita la guitarra y se la entrega con brusquedad. Su pálido rostro está encendido y caliente, su gesto se contrae, respira con dificultad.

—No, yo no soy ninguna vaga ―responde la gritona.

La hostilidad está a la orden del día en el Metro de Caracas y, en los últimos meses, se le ha sumado una seguidilla de infortunios que la empeoran: Los siempre apurados pasajeros, esos que hace tiempo olvidaron que existe algo llamado espacio individual, que no escatiman en dar empujones a su paso y que no respetan los asientos azules reservados

para ancianos y embarazadas, ahora lucen pegajosos, brillantes, sofocados en medio de la atmósfera caliente y húmeda que se respira en vagones y estaciones. El aire acondicionado es cosa del pasado.

Las caras de los usuarios se tornan feroces cuando, una vez más, anuncian por del altavoz que hay retraso en el servicio debido a una falla eléctrica o cuando quedan atrapadas en la mitad del túnel, amalgamados, debatiéndose entre la rabia, el miedo y el desespero. Suben y bajan entre roces y pisotones, las escaleras mecánicas no funcionan. Y, por si fueran pocos los malestares, deben mirar a todas partes y apretar bien sus pertenencias para que no terminen en manos de algún maleante ―recomendación que también hacen por el altavoz―. Últimamente, lo extraordinario es hacer un viaje sin contratiempos.

El ambiente en los vagones raya en el surrealismo. Para muchos, todo aquel que pida dinero en el tren, sea como colaboración para comprar una medicina o recompensa al tocar una canción, es un individuo de poco fiar. Milagros sabe que hay quienes perciben así su oficio, como aquel anciano que, tras aplaudirle por su interpretación, se le acercó, le dio la mano y le dijo en voz alta: “Te felicito, hija, pero el metro no es para pedir limosnas”, y ella no pudo contener las lágrimas.

A estas alturas el papá de la chica está al tanto de su trabajo. Fue el último de su familia en enterarse porque “seguro lo iba a ver mal, él es más clásico”, pero, la sorprendió cuando le dijo que si le estaba yendo bien, siguiera. Su mamá sí lo sabe desde el principio y la apoya, su novio también; sus tres hermanos ―previo interrogatorio sobre ingresos e inseguridad―, lo aprueban y aquellos amigos que no comprendían qué hacía una ingeniera en sistemas tocando en un vagón del subterráneo, ya no ven el asunto tan mal.

Sí, hay hostilidad, mas también son incontables las veces que el sonido de la guitarra y el violín transforma el ambiente caldeado del vagón, y lleva a los presentes de la abstracción a una sonrisa genuina. La mirada se les ilumina, tararean, siguen el ritmo con los pies, los felicitan, les agradecen por rescatar la música venezolana o por alegrarles el día.

VI

La Policía Nacional está en todas partes para resguardar a los usuarios del Metro de Caracas. Como consecuencia de los innumerables problemas internos, la inseguridad y las quejas, en septiembre de 2010 el Gobierno inicia un operativo para mejorar el servicio. Entre otras medidas, ahora los músicos tienen prohibido tocar en los vagones. Los chicos de Obelisco Pro creen que no va a ser algo tan estricto, pero cuando la policía los encuentra tocando, los sacan de inmediato.

Al día siguiente, en Altamira, se arma la buena: Milagros y Alexander no están tocando en el vagón, pero llevar una guitarra y un violín es motivo de reprimenda de parte de la policía. Esposan a Alexander, forcejean, los sacan al andén. La gente pide que los dejen en paz: “¡váyanse a buscar ladrones y suelten a esos muchachos!”. Hablan con la Jefa de Estación, les hacen firmar un papel que dice que acatan las normas del Metro y los dejan ir. El rumor es que “a la tercera te meten preso”, Milagros no lo cree, “pero en Venezuela nunca se sabe”.

El problema de las restricciones en el subterráneo parece tener solución: el área de Cultura del Metro crea la Cooperativa Cultural Urbana de Caracas para organizar a sus músicos como una especie de gremio. Milagros y Alexander se suman al proyecto que pretende censarlos y reubicarlos en otros espacios. Les prometen un carnet y un chaleco que los identifique, y que pronto van a tocar en áreas abiertas de las estaciones.

La Cooperativa agrupa a todo tipo de músicos, son más de cien: buenos, malos, geniales, “pero hay muchos locos, ¡locos, locos, de verdad! Y gente con vicios”. Los procesos son lentos en extremo, nada se concreta, ni la reubicación, ni los carnets. Sí coordinan para que vayan a tocar a algunos eventos, pero son solo para darse a conocer, no pueden cobrar. Hay muchos planes, y la guitarrista tiene la sensación de que se trata de distracciones. Como que lo de la Cooperativa no es para ellos. Deciden dejarla.

Una semana después del episodio de la policía y las esposas, Obelisco Pro vuelve al ruedo, “¡vamos a darle otra vez!”. Es 10 de septiembre de 2010, se encuentran en la estación de Altamira a las nueve de la mañana, se “arman”, suben al vagón y empiezan a tocar Venezuela. No han pasado cinco minutos cuando entra un operador y, muy amable, les pide que se bajen. Salen al andén, suben las escaleras. Milagros sabe que esa fue la última vez que su guitarra sonó bajo tierra. Sonríe.

Epílogo

Con el dinero ganado trabajando en el subterráneo, Milagros Sánchez formó una mini empresa que presta servicios en el área de sistemas. Ella y Alexander siguen siendo buenos amigos. Obelisco Pro sigue siendo un trío –dos guitarras, un violín- y se dedican a amenizar fiestas privadas (octubre de 2013).