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Casa de antigüedades, por Alberto Salcedo Ramos

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Hice mis primeras tareas de español en una máquina Remington que tenía una cinta de dos colores: rojo para el título y negro para el resto del texto. Como quería conservar copias de los ejercicios, usaba papel carbón debajo de las hojas bond tamaño carta. En el escritorio había, además, un lápiz azul cuya punta no servía para escribir sino para borrar. Aquel lápiz llevaba en el otro extremo una escobilla para evitar que los residuos se filtraran entre las teclas. Cuando la luz se iba, yo utilizaba una lámpara de petróleo.

Hay otros artículos de mi infancia que hoy son arcaicos: la plancha de carbón, la balanza romana, el ábaco, la rockola tragamonedas, el mimeógrafo, las cámaras polaroids, los discos de acetato, el gramófono, los walkie-tolkies, el telégrafo, el anafe.

Mucha agua ha corrido bajo el puente desde cuando dejé de ser aquel niño y me convertí en este señor cincuentón de ahora. Es apenas natural que al volver la vista atrás los objetos de mi infancia parezcan sacados del Arca de Noé.

Ahora bien: mi hijo Mario tiene tan solo veintitrés años, y sin embargo podría contar la misma historia: él ha visto desaparecer ya varios de los elementos que conoció en su niñez: el walkman, el vhs, los disquetes, el buscapersonas, la agenda electrónica, el teléfono celular con antena externa, los módems telefónicos.

Hoy cualquier edad es suficiente para armar un cementerio personal de cosas obsoletas. Todo es viejo aunque sea reciente, y los elementos hacen demasiado pronto el tránsito de gran suceso a cachivache. Comprar el aparato sofisticado del momento es tan solo ayudar a que este empiece su ruta de vértigo entre el almacén y el museo.

En esta era digital no solo los objetos se vuelven anacrónicos de manera prematura: también los gustos de la gente. Los juegos infantiles de mi hijo, que en su momento parecían innovadores, son ahora unas antiguallas que solo despertarían bostezos entre los niños actuales. Islander se ve atrasado matando esas tortuguitas desde su patineta, Mario Bross es un fontanero caduco que ya no emociona a nadie con sus patadas voladoras.

Las cosas de antes, por lo menos, sobrevivían aunque se volvieran anacrónicas. La máquina Remington en la que yo hacía mis tareas de español ya no se usa, pero todavía existe. En cambio el primer computador que le regalé a mi hijo seguramente es ahora un montón de chatarra.

Programar anticipadamente el envejecimiento de los objetos es la actividad favorita del hombre contemporáneo. Así mueve el engranaje de sus negocios y alimenta la orgía perpetua del consumo. Al renovar los artículos que él mismo proclama decrépitos, el hombre se siente moderno.

Esta sensación me quedó más clara cuando descubrí, recientemente, una tienda de ropa infantil llamada “Ni azulito ni rosita”. Se promociona como una opción para “los bebés más modernos y originales”. Allí venden desde trajes roqueros en miniatura hasta mordedores móviles Smartphone.

En el colmo de nuestra chifladura, hasta los bebés nos parecen unos viejos que necesitan renovarse.