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El 23 de febrero de 1981, el coronel Antonio Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados, en Madrid, y dio la orden de que todos los presentes se echaran al suelo. Al ver que la obediencia era menos que inmediata, empezó a disparar hacia el techo.
Era el comienzo del golpe de Estado. Todo español de una cierta edad ha visto las imágenes de Tejero entrando y gritando y disparando; Javier Cercas ha llegado incluso a escribir uno de los mejores libros de este siglo en España a partir de esos cinco segundos de grabación y, sobre todo, del hecho de que tres de los presentes se negaran a agacharse. Aquello sucedió hace 32 años; la herida que dejó en la psiquis española es tan profunda que, a pesar de las infinitas versiones de lo ocurrido ese día, sobre algo ha habido siempre unanimidad: los huecos de los balazos en el techo se quedarían sin arreglar. Y así siguieron todos estos años: mirando a los diputados desde arriba como un memorando de lo que pasó. Hasta hace unos días, cuando una gotera en ese mismo techo obligó a alguien a levantar la mirada y darse cuenta de que cinco huecos, por lo menos, ya no estaban. Alguien los había tapado.
Los responsables de las obras que causó la gotera se han apresurado a decir que no fueron ellos; algunas fuentes han asegurado que no hay intención ninguna de “borrar la historia”; el presidente del Congreso encargó un informe que explique de quién fue la negligencia. Como metáfora, desde luego, la anécdota es deliciosa: unos desperfectos que se han mantenido a lo largo de los años como testimonio de unos hechos incómodos, y un joven que llega a borrarlos, inocente mensajero del olvido. De manera similar, Stalin mandó a borrar la figura de Trotski de ciertas fotos oficiales: era la reescritura de la historia, una versión de la Revolución en la cual el incómodo Trotski no sólo ya no contaba: nunca había existido. Yo vi una de esas fotos delatoras en Ciudad de México. Mi amigo Alberto Ruy Sánchez me llevó a conocer la casa donde pasó Trotski sus últimos días; allí, frente a una fotografía grande en la que Trotski está de pie junto a una tarima y espera su turno para dar un discurso, se agolpaba la gente. Alguien nos explicó que esta foto no existía en la antigua Unión Soviética, de manera que los estudiantes de la Revolución tenían que venir a esta casa para ver que sí, que era cierto, que Trotski había estado allí. Con el tiempo, el autor de La revolución traicionada tuvo que salir de su país, y hasta su destino de exiliado llegaron a buscarlo sus enemigos.
En mayo de 1940, un grupo de hombres armados entró a su casa. Entre los conspiradores estaba el pintor David Alfaro Siqueiros, cuñado de Trotski, que disparó varias ráfagas contra la cama donde dormían el hombre y su esposa. El día de mi visita me pareció inverosímil que se hubieran salvado: se supone que se apertrecharon tras el marco de madera, pero el cuarto de Trotski es demasiado pequeño para que falle un pistolero. Pero así sucedió: Siqueiros falló y Trotski pudo vivir unos días más. Y en las paredes de su cuarto están todavía los huecos de los disparos, bien visibles para todos, testimonios también de ese crimen, de esa historia.
Ojalá nunca tengan que hacer obras en la casa de Trotski. Ojalá nunca haya goteras.
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28 de septiembre, 2013
Ojalá los nuevos hacedores de nuestra historia no sigan dejando goteras en nuestras vidas, esas que jamás se tapan.