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“El libro de los vicios” de Adam Soboczynski; por Patricio Pron

PP2101

A Adam Soboczynski no le gustan las superficies lisas, prefiere “padecer ofensas, insultos, incluso actos de violencia” antes que “sufrir esa amabilidad monótona y completamente previsible” (18) que encuentra por doquier, se niega rotundamente a la depilación masculina, prefiere a un fumador por delante de un deportista y abjura del que llama “el hombre nuevo”: “afirmativo, constructivo, razonable”, alguien a quien “las ataduras le proporcionan orientación, el látigo lo calma, el sufrimiento le da felicidad”, ama “a todos los que se le parecen” y “considera todo rasgo individual un enemigo acérrimo y todo lo intercambiable, una fuente de tranquilidad” (42-43). Un día, un colega “mucho más distinguido, importante y prestigioso” que él admite haber leído tiempo atrás tres artículos suyos y que ninguno le gustó. “¡Ay, colega, todo lo que escribe es tan crítico!”, le dice. “Esa actitud, y disculpe si le suena ofensivo, no está a la altura de los tiempos” (121).

A pesar del colega “distinguido, importante y prestigioso” (y pésimo lector, se podría agregar), El libro de los vicios no sólo está “a la altura de los tiempos”, sino que habla de ellos con una inteligencia, una elegancia y una frescura muy poco frecuentes. Aunque aborda decenas de asuntos, podría decirse que su tema principal es que, si hasta no hace muchos años “Europa todavía se diferenciaba de los Estados Unidos por no temer al individuo con sus vicios y adicciones, por mostrarse magnánima con nuestras flaquezas y debilidades, por asumir el hecho de que, en general, el comportamiento cotidiano de las personas adultas se regula solo”, en estos tiempos asistiríamos al hecho de que el Estado, “viendo con impotencia cómo su poder disminuye con la globalización, se erige en guardián de las costumbres” inmiscuyéndose en la esfera privada de sus ciudadanos. El resultado, afirma Soboczynski, es “el terror de la virtud” (47), ejercido por el Estado e internalizado por el sujeto en un ascetismo que lo lleva a tender “a los horarios estrictos, a la obsesión por el trabajo, a la autoflagelación, al control sobre sí mismo y sobre los demás, en definitiva, al control en general” (34).

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Soboczynski da cuenta del “terror de la virtud” en la degradación del ocio a “una mera función del trabajo” (su culto sería complementario del culto al trabajo, al que serviría reponiendo las fuerzas del sujeto, lo que tendría como función despojar al ocio “de todo esfuerzo, de toda excitación, de todo jolgorio”, 69), en la falsa amabilidad de los empleados de la sociedad de los servicios (les critica que esa amabilidad no sea lo suficientemente falsa para pasar por verdadera; es decir, que no se esfuercen por ser “artistas del fingimiento”, 101), en la tolerancia para con quienes practican el jogging en los lugares públicos y en la intolerancia para con los fumadores en esos mismos sitios (siendo que “el jogging provoca muchas más molestias olfativas”, 132), en la desvinculación de infidelidad y transgresión, en la condena social mayoritaria a la prostitución y al consumo de alcohol, en la conectividad forzosa (por obligatoriedad o por adicción), en el final de la separación entre lo público y lo privado y la consiguiente pornografía de los afectos (en tanto exhibición), así como en el reemplazo de la sociedad por la comunidad.

No se trata de que aspire a una revolución conservadora que nos devuelva a un estado de cosas pretérito y, por consiguiente, deseable. El autor del excelente El arte de no decir la verdad (2008) no es tan ingenuo como para creer que podemos prescindir de la tecnología y de los cambios que ésta produjo en nuestra percepción ni ignora el hecho de que el “terror de la virtud” es esencialmente conservador y está en auge en Europa estos días (el lector español reconocerá su sesgo en aquellas medidas recientes destinadas a coartar sus derechos civiles y someter la soberanía sobre su cuerpo y su sexualidad al control estatal): por el contrario, Soboczynski se propone reflexionar acerca de una sociedad que ha sido movida a olvidar el hecho de que la virtud es un vicio (si acaso, el más dañino) y lo hace con una ironía y un talento narrativo (al igual que su obra anterior, su ensayo se puede leer como una novela de enredos) que disimulan hábilmente unas lecturas que van desde Aristóteles hasta Jan Dietrich Reinhardt, Emil Cioran y José Ortega y Gasset, entre muchos otros. No parece fácil saber qué existe en común entre el orgullo y un portero despedido, entre la amabilidad y un viaje a Barcelona, entre la iluminación pública y el control político, entre la libertad y los zapatos, entre el arte y los lémures, pero Adam Soboczynski lo sabe y lo cuenta en este ensayo magnífico, a la altura de unos tiempos que no son buenos pero tampoco simples.