Ser bueno ¿quién no lo desearía?/ Pero sobre este triste planeta,
los medios son restringidos./ El hombre es brutal y pequeño.
¿Quién no querría, por ejemplo, ser honesto?
Pero ¿se dan las circunstancias?/ ¡NO! Ellas no se dan aquí.
“Canto de Peachum” de La ópera de tres centavos, de Bertolt Brecht
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Adaptarse a los cambios es una ardua tarea a la que nos enfrentamos continuamente en diversas facetas de nuestras vidas. Sin duda, una tarea compleja que requiere atención para identificar esos cambios y una subsiguiente remodelación de esquemas. No obstante, resulta indispensable.
En el caso de la lucha contra la delincuencia organizada, adaptarse no es suficiente, hay que anticipar los cambios que se van a experimentar para poder combatirla. Sin embargo, no se ha hecho ni una cosa, ni la otra. “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas”. La cita de Mario Benedetti que hacen los autores refleja a la perfección cuál es la consecuencia de la no anticipación; los mecanismos que tanto ha costado elaborar han quedado obsoletos.
Como bien dicen los autores de este excelente libro, Carlos Tablante y Marcos Tarre, ya no estamos ante “cárteles” estructurados y jerarquizados: hablamos de organizaciones difusas, sin una jerarquía clara y más bien con estructuras horizontales, lo que hace más difícil su detección y su persecución. La ONUDD argumenta que “ya no es un grupo de personas sino un grupo de actividades ilícitas”. La idiosincrasia ha perdido importancia y ninguno de los miembros de la organización resulta imprescindible. La sustitución en las responsabilidades en una organización o grupo estará en función de la eficacia de las acciones policiales en desmantelarlas. El crimen organizado, ha vuelto a sus orígenes, curiosa paradoja, para reforzarse y, mezclando actividades legales e ilegales, evitar operaciones excesivamente aparatosas y visibles que lo hagan más vulnerable. Por ello, la acción se va a realizar en forma asociada para casos concretos, actuando de forma discreta y a través de pequeñas redes asociadas.
Esta dinámica es simplemente estratégica, desarrollada para conseguir mayor eficacia e invulnerabilidad frente a las actuaciones del Estado o de la cooperación internacional. Lo que el crimen organizado ha aprendido es a conocer mejor a sus enemigos y, para tener mayor eficacia, se ha “invisibilizado” a través de actores secundarios y pequeños centros de actuación, con una organización más dispersa y difusa, pero igual de certera. Y, cuando el caso lo exige, manda el mensaje violento en forma clara y terminante, tanto hacia afuera como hacia adentro.
La atención debe ponerse en la aparición de nuevos modelos criminales que operan en red y que, aparentemente, pueden resultar hasta elementales, pero que, en forma casi inmediata, se transforman en mecanismos de coordinación criminal, altamente sofisticados, que para sí querrían las fuerzas del orden, en función de las necesidades o el apoyo que coyunturalmente necesiten, sea en el ámbito económico, judicial, político, policial o de cualquier otra naturaleza, para la obtención de sus fines.
Si ya de por sí la identificación de las organizaciones delictivas y sus responsables es muy complicada, por la atomización de sus estructuras o por la protección o blindaje empresarial u oficial que en determinados momentos pueden tener, se hace mucho más dificultosa por la existencia de normas nacionales que amparan determinados territorios offshore, paraísos fiscales o lugares en los que de hecho la persecución del crimen es más aparente que real.
Por otra parte, las normas penales y procesales para perseguir el crimen organizado están obsoletas en muchos países en los que, aun a pesar de la incidencia masiva de aquél, no se llega a comprender el alcance de las actuaciones del fenómeno a nivel mundial ni las consecuencias irreversibles que produce, en la mayoría de los casos, la omisión en la definición y persecución de las conductas que integran el fenómeno criminal analizado.
La falta de visión llega hasta el punto de pensar que el crimen organizado no existe o se puede convivir con él en una especie de cohabitación inmoral e ilícita. La permisividad por parte de un Estado en la expansión del fenómeno o la connivencia con el mismo pueden suponer a medio y largo plazo la desaparición del propio Estado o el riesgo de una inseguridad generalizada que acabe con la sociedad y la convivencia democrática. El ejemplo mexicano y, previamente, el italiano, o el de otros países del Este europeo, o los más próximos, territorialmente, como los de Colombia o Bolivia en su momento y los de Honduras, Guatemala y El Salvador, en la actualidad, con índices de impunidad de hasta 92%, son buenos ejemplos para demostrar lo que puede suceder cuando las instituciones del Estado permanecen silentes e inactivas o permiten acciones que horadan los propios pilares del sistema democrático y del Estado de derecho.
A pesar de que oficialmente no se hable demasiado del tema, la delincuencia transnacional organizada empezó a evidenciarse en Venezuela ya en la década de los 80. La presencia del Clan Cuntrera-Caruana, la de múltiples capos italianos y colombianos, era un hecho constatado. Las diferentes operaciones antinarcóticos como la Osso Due, la de Molinos de Viento, la Orinoco, o la de la avioneta decomisada en Canarias más recientemente, entre otros muchos casos, demuestran que Venezuela no fue ni es inmune al influjo e instalación de las estructuras del crimen organizado, amparado en la tranquilidad de la transnacionalización de la delincuencia organizada.
Uno de los problemas principales para combatir eficazmente la delincuencia organizada es la tardanza, cuando no la clara negativa por razones políticas oportunistas, en negar la presencia del fenómeno. En Sicilia, cuando en los años 70 y 80 el reinado del crimen organizado era absoluto, todavía se negaba oficialmente su existencia; en Colombia, los capos de los cárteles de Cali o Medellín negaban la existencia de sus propias organizaciones a la vez que unos sembraban de muertos las ciudades y otros compraban las voluntades de políticos, policías y altos funcionarios del Estado, y ambos acumulaban ganancias incontables; en España, hasta 1993 no se incluyó en un programa electoral (el del Partido Socialista) la expresión “delincuencia organizada”; tampoco se ha regulado hasta épocas recientes el delito de lavado de activos y todavía hoy se rehúye plantear el fenómeno de la financiación de las organizaciones y la consideración del fenómeno macrocriminal como un modelo de empresa ilícita, pero con todas las características que tienen las corporaciones lícitas.
Son estas omisiones o retrasos en percibir el fenómeno, cuando no la connivencia con el mismo, en algunos casos, los que han dificultado la persecución de aquél y han permitido su consolidación y expansión en los diferentes países a través de las mutaciones que sean necesarias para conseguir el primer y único fin de la criminalidad organizada: la obtención de pingües beneficios en el menor tiempo y riesgo posibles.
La cuestión que debemos plantearnos, y de ello se trata en este libro imprescindible para la comprensión del fenómeno, es si en Venezuela, a pesar de la pronta aparición de casos de este tipo, esa visión global está lo suficientemente instaurada y se aplica en las estrategias de lucha contra la delincuencia organizada.
En este sentido, la respuesta no es positiva porque podría decirse que este país casi se ha aislado del resto de la comunidad internacional a la hora de abordar esta lucha y ello conduce a la práctica imposibilidad de obtención de resultados positivos. Hoy en día no puede plantearse la lucha contra la delincuencia organizada en forma exclusivamente local o aislada, sin cooperación internacional, tanto judicial y policial como administrativa y política. El intercambio de información e inteligencia es absolutamente indispensable para combatir un fenómeno de dimensiones globales.
El crimen organizado como fenómeno complejo y transnacional, no es propio de ningún país, aunque algunos lo sufran con mayor intensidad. Como fenómeno transnacional debe ser asumido su combate como algo común y necesario para todos y cada uno de los países, y por ello exige una respuesta acorde con esa naturaleza, que ponga la criminalidad económica y financiera y la persecución de los beneficios y su reciclaje en la base y el núcleo del mismo, tanto a nivel nacional como internacional.
Las modalidades clásicas de delincuencia organizada han sido superadas, lo cual no supone su desaparición sino su ampliación a sectores en los que antes no se había instaurado el fenómeno criminal. Del tráfico de drogas tradicionales, sin abandonar el homicidio, la extorsión o el secuestro, se ha pasado a las explotaciones ilegales de la minería o de los recursos minerales estratégicos; desde el asesinato como medio se ha pasado a la ingeniería financiera y el ataque a los sistemas económicos de los diferentes países; de las defraudaciones tradicionales se han organizado fraudes masivos que han hecho temblar el sistema financiero. Detrás de prestigiosos profesionales del sector bancario pueden esconderse miembros de una organización delictiva, o prestigiosos bufetes de abogados que colaboran como elemento imprescindible en la purificación de las ganancias o en la facilitación de las mismas, con sucursales en los más variados paraísos fiscales del mundo. No hay duda de que este tipo de delincuencia es mucho más compleja y sofisticada, y para poder combatirla se necesita la incorporación de expertos en el sector. No puede pretenderse llevar una lucha efectiva contra la delincuencia organizada contemporánea con los mismos recursos que se tenían cuando se inició el fenómeno. Sin especialistas en los sectores a los que se ha ampliado la delincuencia organizada se juega con una desventaja que hace imposible la confrontación.
El escenario se complica en forma exponencial por la confusión de fronteras entre lo lícito e ilícito, lo irregular y lo correcto, la actuación del Estado y sus instituciones como facilitadores de la economía en conexión con el sector privado y la relajación de los controles de aquellos ámbitos especialmente sensibles.
En este punto es necesario poner de manifiesto algo que se desprende de lo dicho y es el hecho incontestable de que la corrupción es un instrumento idóneo para el crimen organizado y para el desarrollo e implantación de sus métodos en sistemas políticos y económicos, en instituciones financieras, policiales o judiciales con el fin de conseguir mayores espacios de impunidad para las redes criminales que la practican. Porque ninguna forma de gobierno es indemne al desarrollo de las organizaciones criminales transnacionales, ni ningún sistema legal es capaz de controlar totalmente el crecimiento de ese crimen y ningún sistema económico o financiero está seguro frente a la tentación de obtener ganancias a niveles muy superiores a los que son posibles con las actividades legales, es ineludible desplegar todos los medios necesarios para que el monstruo no se haga mayor e invencible.
El crimen organizado ha penetrado en muchos Estados desde el nivel local, nacional o federal a través de la financiación de campañas políticas para la elección de sus miembros como diputados. Si lo anterior es un hecho, también lo es la asociación de unos y otros grupos criminales en unos y otros países como una necesidad derivada de la propia actividad organizada y de la complejidad y globalización de los mercados a los que atacan. Ese crecimiento curiosamente los hace más vulnerables frente a la acción coordinada de una justicia eficaz de los distintos países, que han ido dotando de instrumentos idóneos para llevarlo a cabo. Por tanto, será de esa forma como se debe incidir para sumar a los esfuerzos de la prevención, los de una adecuada persecución del fenómeno mixto crimen organizado-corrupción. Ello, sin perder de vista que estamos ante un fenómeno mutante por momentos, para eludir la acción de la legalidad en su contra.
La corrupción no ha dejado de existir porque no se hable de ella. Por el contrario, lo sucedido en muchos países es que aquellos que la practican se han hecho más expertos y han abandonado la bandera negra con la calavera pirata por el estuche negro del ordenador, y la maleta con ametralladora por el maletín de ejecutivo, consiguiendo, eso sí, un nuevo triunfo: que se deje de hablar de ellos, de modo que no se perciba su penetración en consejos de administración de grandes empresas y organismos multilaterales contribuyendo al lavado de activos procedentes de los más variados sectores de la criminalidad con impunidad de sus conductas, aplicando trabas a cualquier tipo de investigación contra las mismas.
De todo ello se desprende la necesidad de que el fenómeno de la corrupción se visibilice, se denuncie y se haga presente en toda su crudeza para que resulte imposible la indiferencia ante el mismo.
Hoy día, el tema de la corrupción está sometido a debate, pero detrás de las formulaciones de intransigencia frente al mismo, se observan ciertas actitudes de comprensión, especialmente, cuando se refieren a casos de corrupción política, casos en los que ciertos medios de información toman posiciones no necesariamente objetivas, sino encubridoras y entorpecedoras de la acción de la justicia y a través de los cuales también generan espacios de corrupción mediante una alianza en la que el interés corporativo económico financiero se superpone al de la información.
Las noticias se suceden a tal velocidad que el lector, oyente, televidente, no tiene tiempo de asimilar lo que acontece frente a sus propios ojos, aunque no renuncia a cierta percepción crítica de los diferentes casos. Quizás podríamos decir que, en lo que llevamos de siglo XXI, la corrupción se ha convertido en una especie de bacilo de la peste que viene de lejos y que conoce ahora, como cualquier fenómeno infeccioso, su eclosión purulenta.
Todos sabemos de la existencia en los respectivos países de casos de flagrante corrupción que afectan a los sectores público y privado y que pueden perjudicar, y lo han hecho, a millones de personas. Todos conocemos en mayor o menor amplitud la impunidad que suele acompañar tales casos a causa de intereses políticos o económicos y a la levedad de las sanciones o a la ineficacia de la acción del poder judicial frente a los responsables que utilizan medios sofisticados de ingeniería financiera o maquinarias globales de corrupción.
La prueba la tenemos en todo lo que viene rodeando a la crisis internacional de los sistemas financieros y que ha puesto al borde de la ruina a millones de personas, a la vez que ha enriquecido a otras, las de siempre. Frente a esa realidad, es preciso reaccionar y hacerlo con eficacia y contundencia porque la mentira y el fraude están ya claros, y lo que conviene hacer también está claro. Dar la vuelta a lo que nos vienen diciendo. Es decir, frenar el poder político de la banca impidiendo que aumenten privilegios económicos y que se adueñen de medios económicos o universidades. Como dice el economista español Juan Torres, “hay que poner fin a esos banqueros y someterlos al poder representativo, primar la creación sostenible de riquezas, tasando las transacciones financieras y controlando los movimientos especulativos del capital, imponiendo principios imperativos de justicia fiscal y global, acabando de una vez con los paraísos fiscales y someter todas las decisiones económicas al debate social auténticamente democrático y participativo”. Se trata pues, en palabras del exsecretario de la Unesco Federico Mayor Zaragoza, de “redefinir el sistema económico mundial a favor de la justicia social, por cuanto resulta inasumible después de todo lo acontecido que se sigan privatizando las ganancias, pagando primas millonarias a quienes causaron la catástrofe y socializándose las pérdidas en los ciudadanos”.
El poder económico basado en la especulación y el uso de agencias de calificación con instituciones internacionales próximas a las grandes corporaciones, que no supieron alertar de la crisis y que ahora pretenden seguir opinando sobre la marcha y solución de la economía con los mismos criterios nocivos para la humanidad, debe ser sustituido por modelos mucho más participativos y con control del ciudadano sobre los recursos estratégicos de los Estados y sobre las decisiones económicas que conciernen a sus vidas. De ahí que la necesidad de la intransigencia con los comportamientos corruptos debe ser definitiva.
La ética en la gestión pública, considerada hoy por muchos como una monserga moralista se torna en reivindicación básica en estos momentos en los que la lucha contra la corrupción se convierte en algo fundamental. Como decía Rousseau, “apenas el servicio público cesa de ser el principal interés de los ciudadanos y apenas éstos prefieren servir con su bolsa en vez de con su persona, el Estado está ya próximo a la ruina”.
La lucha contra la corrupción no debe ser parcial, sectorial o aislada sino que tiene que ser total y global y en ella deben implicarse todos los actores en forma coordinada y, en forma particular, el Poder Judicial, porque la corrupción socava la confianza en la democracia y afecta los derechos fundamentales del ser humano.
Para hacer efectiva esta lucha, que no es a corto plazo, pero sí debe ser permanente, es precisa la firme decisión del Ejecutivo de desarrollar, con clara visión de Estado y sin fines partidistas, los pactos políticos y sociales necesarios con todos los sectores implicados para conseguir el objetivo común de erradicar la corrupción. Para ello debe empezarse por dotar y reinstaurar la credibilidad de las instituciones para que la sociedad perciba esa alianza frente a la impunidad del fenómeno y la haga salir de la indiferencia en la que se encuentra.
Se necesita, y para ello y debemos trabajar, armar un espacio político y judicial amplio en las diferentes regiones del mundo, y entre ellas Latinoamérica, en el que partiendo de las instituciones de justicia locales, nacionales y regionales se vertebre una red de acciones judiciales a través de la cooperación y el trabajo conjunto que dotará de mayor seguridad jurídica a los ciudadanos e instituciones y cerrará las puertas a la arbitrariedad y a la falta de justicia.
Los jueces deben tener un papel protagónico en la lucha contra la corrupción. Desgraciadamente, en muchos países el sistema judicial es el capítulo más desatendido del Estado y el poder que ejercen los jueces no se corresponde con la autoridad ética que deberían tener para convencer en el ejercicio de ese poder a los ciudadanos.
Un país con un sistema jurídico garantista y un poder judicial sólido, que lo desarrolle con imparcialidad e independencia y con firmeza democrática, se hace más libre, más solidario, más igualitario, más valiente y por supuesto más justo.
En el esquema del Estado que marcara Montesquieu con la separación de poderes, la Justicia (el poder judicial ejercido por todos y cada uno de los jueces) es el pilar más firme en el que se debe apoyar todo el armazón del Estado de derecho, por cuanto es el llamado a resolver los eventuales conflictos que puedan surgir entre los otros poderes nucleares del Estado: Ejecutivo y Legislativo. Por ello, garantizar la independencia de los jueces desde adentro y desde afuera resulta básico para conseguir el ideal de justicia.
El juez, por su parte, debe hacerse digno acreedor de su independencia y defenderla bajo los criterios de responsabilidad, legalidad y transparencia en el equilibrio institucional que le corresponde con los demás poderes.
La independencia judicial es, por tanto, una necesidad en una sociedad democrática, pero no es un privilegio de unos pocos en el que se amparen para quebrantar el sagrado principio del derecho a la justicia, sino que se trata de una obligación anudada a la responsabilidad y legalidad; el juez independiente es el juez responsable, científicamente preparado, conocedor de los problemas sociales y reales a los que tiene que aportar soluciones cuando se sometan a su jurisdicción y hacerlo en forma eficaz y ágil, porque el retraso en la administración de justicia genera inseguridad, desconfianza y temor en el ciudadano. Una justicia tardía no es una verdadera justicia.
Pero la independencia debe proclamarse hacia afuera como hacia adentro, respecto de las estructuras y organismos que gobiernen la institución que debe estar presidida por la defensa de los intereses de los ciudadanos como razón política del Estado, lejos de cualquier sumisión vicaria a otros poderes.
Es hora de reivindicar y exigir una verdadera independencia e imparcialidad de los jueces, pero también de exigir probidad e integridad de los mismos, ahuyentando cualquier forma de presión jerárquica y persiguiendo con mayor firmeza la eventual corrupción en su seno.
Pero también son precisos mecanismos e instrumentos necesarios para hacer que aquella acción sea realmente efectiva. Cualquier ley debe ir acompañada de los medios para su aplicación. De no hacerse así, su existencia y consecuente inaplicación generará mayor frustración e inseguridad en el ciudadano.
Decía Giulio Calamandrei que “el mayor riesgo para un magistrado no viene solo de las presiones externas sino del agotamiento interior de las conciencias”. Que cada uno haga su reflexión particular sobre este tema, sin olvidar que la corrupción también anida con frecuencia en la judicatura.
Sin duda la independencia judicial es el baluarte de una adecuada gobernabilidad, y esa independencia debe proclamarse, tanto del poder político (ejecutivo, legislativo, los propios partidos políticos), como económico (entidades financieras, bancos, corporaciones empresariales). Esta referencia a lo político y a lo económico es intencionada por cuanto hoy lo político pasa a ser dependiente del poder económico multinacional y globalizado de las corporaciones que, en definitiva, son las que controlan o pretenden controlar el desarrollo del mismo.
Los ciudadanos también tienen que hacer oír su voz en estas materias. Como bien decía Maquiavelo en su texto sobre Tito Livio: “No sin razón se afirma que la voz del pueblo es la voz de Dios. La opinión pública pronostica los sucesos de una manera tan lúcida que se dirá que el pueblo está dotado de la facultad de prever lo que distingue al bien del mal”.
Hoy día, ¿podemos compartir esta afirmación en un mundo en el que los medios de comunicación deciden lo que es y lo que no es, en el que se ensalza o humilla por interés político o económico, en el que se defiende o ataca en función de lo que se obtenga o se pierda? En todo caso, y precisamente por ello, es tiempo de no considerar a los ciudadanos como incapacitados para comprender el alcance de aquellas cuestiones que les afectan en forma directa y grave. Ellos son los principales interesados y a ellos se les debe oír y tomar en cuenta sus criterios y decisiones.
Por último, no debe olvidarse que la corrupción, especialmente la ideológica, ha penetrado en las mentes de muchos y por ello los ciudadanos en general asistimos impávidos a una especie de aniquilación moral controlada por algunos medios de comunicación, económicos y políticos que nos hacen olvidar el compromiso y la responsabilidad como bases del sistema democrático.
Frente al control de la información en función de los intereses económicos de las empresas de medios de comunicación, la sociedad civil debe reaccionar apostando en forma directa por la consecución de cambios sustanciales y definitivos que contribuyan a formar una conciencia clara que evite la destrucción de la sociedad como comunidad de encuentro y solidaridad, a través de un modelo que garantice la libertad de expresión y erradique la manipulación de contenidos en perjuicio del ciudadano que asiste inerme frente al mismo.
La responsabilidad de los medios de comunicación es de tal magnitud que puede afirmarse que de su uso adecuado depende el futuro de una sociedad que, queramos o no, es esencialmente mediática. En el mundo entero estamos viendo cómo la reacción popular está actuando de forma revolucionaria. Es preciso oír al pueblo sin intermediarios ni interpretaciones que deformen la realidad que se está viviendo.
Y en esa percepción los ciudadanos y ciudadanas del mundo no pueden ser indiferentes frente a los problemas que afectan a la sociedad. La corresponsabilidad frente a los cánceres de la delincuencia organizada, la corrupción u otros que denigran la dignidad humana es total y, por ello, cada cual, desde su posición, no puede permanecer silente en la denuncia o en la persecución y, por supuesto, en la protección por parte del Estado, que es a quien corresponde la principal acción de la partida.
En el desarrollo de una estrategia nacional para combatir dichos fenómenos criminales, no debe perderse de vista que nos enfrentamos a los problemas que constituyen la base de la inseguridad que domina a las sociedades modernas, pero, precisamente por ello, cualquier política que se aborde no puede olvidar el juego de las garantías y de la defensa de los derechos humanos en su implementación.
Existe un temor fundado de que esos derechos puedan ser erosionados y vulnerados en el combate contra el crimen organizado y la corrupción. Por ello, debe rechazarse cualquier atajo en la persecución de la criminalidad organizada y sus mecanismos o instrumentos y llegar a la convicción de que se puede combatir esos fenómenos sin renunciar a valores y principios seculares, sin acudir a la declaración de guerra contra un enemigo que se mueve a través de estructuras complejas y cambiantes, y huyendo de la utilización de medidas excepcionales, que acreditan la derrota del propio Estado hasta llegar a la aceptación de una especie de derecho penal del enemigo, que justifique la propia incompetencia. En este sentido, debemos huir de esa “guerra” y perseguir con inteligencia, coordinación y estructuras complejas a quienes quieren destruir la convivencia pacífica y libre en una sociedad. La herramienta más eficaz contra esta delincuencia es la LEY, presidida por los convenios y tratados internacionales relativos a los derechos humanos e interpretados por la jurisprudencia internacional en la materia.
Ninguna medida excepcional está justificada si antes no se han agotado todos y cada uno de los mecanismos del Estado para combatir los fenómenos o estructuras que le atacan. A veces se oye decir que los Estados y los poderes locales deben asumir su cota de responsabilidad en la existencia y permanencia del fenómeno, y esto es cierto, pero la cuestión es si todas y cada una de las estructuras del Estado han hecho o hacen lo necesario para suplir y superar esas falencias. Frente a un problema de Estado, las medidas tienen que ser complejas y completas en todos los ámbitos y esferas. Ninguna de las instituciones se puede quedar al margen. Por tanto el diseño de una política integral de esta envergadura exige la convocatoria de todos por encima del puro interés particular en beneficio del colectivo.
Con esta idea se debe recuperar la confianza de los ciudadanos en la institucionalidad, a lo que deben contribuir todos y cada uno de los actores públicos y privados, porque lo que está en juego es la propia convivencia y un estado de valores conseguido con graves esfuerzos a lo largo de la historia de Venezuela. La sociedad venezolana debe participar en esta fase decisiva de su historia porque forma parte de la misma y además es la que pone las víctimas.
La seguridad de los ciudadanos es un valor democrático y estos necesitan percibir que es una prioridad para el Estado, pero, a su vez, este debe garantizarla integralmente, con pleno respeto de los mecanismos del Estado de derecho.
El derecho a la seguridad nacional es una prioridad. Las labores de inteligencia del Estado deben ser sometidas a certeros mecanismos de control democrático para evitar desviaciones indeseables. El concepto de seguridad nacional debe ser implementado con políticas que respeten los derechos humanos, hasta el punto de convertirse en la razón democrática de los ciudadanos.
Se hace necesaria una estrategia de fondo, integral, de seguridad. Se trata de humanizar la seguridad. El Estado tiene entre sus responsabilidades la de garantizar la seguridad humana. Esta tiene sus características en la universalidad, la interdependencia, la multidimensionalidad y la prevención temprana. Se trata de entrar en un enfoque interdisciplinario, de una seguridad que se fundamenta primordialmente en la promoción y en la protección de los derechos de los ciudadanos, que garantizan el bienestar y la satisfacción de las personas en el marco de la propia sociedad. Afrontar lo que subyace a la inseguridad y a la violencia: pobreza, desigualdad, hambre, falta de futuro, ausencia de educación…
Hablar de inseguridad es hablar de deficiente desarrollo social, político, económico, desatención y descoordinación de las instituciones, y es hablar de corrupción, porque, en definitiva, es uno de los mayores factores que genera desigualdad y pobreza al sustraer recursos a su destino legal y al contribuir a que se genere una situación de desventaja para quienes cumplen las normas y exigencias de la legalidad. El que cumple la ley no puede ni debe ser de peor condición que el que la viola y mucho menos puede ser percibido que esto es lo que se premia. El derecho y la actuación constitucional del Estado es la mejor arma para combatir la inseguridad, la corrupción y la violencia derivada de aquellas. Hay que buscar la seguridad democrática de los ciudadanos.
En resumen, si la criminalidad organizada trata de minimizar los costos, tanto personales, como materiales, penales, policiales, empleando mecanismos subrepticios o violentos, para lograr un máximo de beneficio, el combate contra el crimen organizado, como se ha dicho, exige especialización y un cambio de mentalidad no solo institucional, sino personal, en el que no deben estar ausentes los ejemplos de vida y el compromiso de asumir responsabilidades personales y colectivas.