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Árraga y el eternauta [Cuento], por Norberto José Olivar

 A Juan Bravo

Estoy en el restaurant del vetusto hotel Stella D’Italia. Es una terraza techada por viñas que apenas dejan colar los primeros rayos de sol. Alguien, con buen gusto, delimitó este comedor con jazmines y una baranda de tres palos. El lago Lugano está a nuestros pies, apacible, azul. Hay un pequeño muelle de madera. En la playa contigua se ve el embarcadero del ferry. Observo, con cierta indecisión, sin tomar asiento. No hay nadie aún. Mi mujer lleva un vestido de franela beis, un sombrero blanco versión Pamela y sandalias romanas. Elijo, por fin, una mesa. Espero no equivocarme. Ella ordena, para ambos, café y croissant, en correcto italiano. Me dice que la temperatura debe rondar los 20 grados. Yo estoy tratando de precisar lo que recordaría el pintor Julio Árraga si estuviera aquí de nuevo. Quizás sufriría una gran decepción si su mirada no encajara con su memoria, como le sucedió a Andreas Sam, ese personaje melancólico de Danilo Kis, que buscaba la calle Bem —escenario de su niñez antes de la huida— sembrada entonces de castaños silvestres que fueron arrasados por la segunda guerra y que ya casi nadie tenía en cuenta: «es imposible que los recuerdos me engañen tanto», se decía frustrado, Andreas Sam, ahora maduro, en un viaje que intentaba reconstruir ese pasado pero, bien se sabe, que el pasado no es eterno ni dura para siempre. La verdad es que cambia demasiado para mi agrado y paciencia, y a uno le cuesta llevar el ritmo. Por eso es más cómodo asignarle el atributo de la inmutabilidad.

Voy de blanco completo: Traje de dril de una sastrería del Paseo Ciencias. Sombrero Panamá, heredado de mi abuelo Efraín. Mocasines (sin medias) confeccionados en ante, imitando el clásico dibujo de la piel de cocodrilo. Y gafas oscuras y redondas. Parecía un maniquí de escaparate de principios del siglo pasado. Era la intención.

«¿Estás disfrazado de Julio Árraga?», pregunta mi mujer con su espléndida sonrisa. «No, más bien de alguien que él pudo ver aquí». «O de alguien que lo vio a él», dice ella y vuelve a reírse y a preguntar: «¿Acaso piensas que ocupó esta mesa?». «Es probable». «¿Por qué?». «Desde este puesto se domina todo el lago y la villa. Es la mejor vista». «Se sentaría a comer, no a pintar». «Un pintor, auténtico, cuando no pinta con las manos lo hace con los ojos, pero siempre está metido en una obra». «Hablas de los pintores como si fueran escritores».

La interrupción del mesonero fue providencial. No me gusta cuando mi mujer se pone parlanchina porque no me deja pensar, o porque me desmorona todo lo que he pensado. El desayuno hace que se olvide de mí por un rato. Tengo tiempo para repasar las dudas que me asaltaron, de pronto, cuando veníamos a la terraza. Por ejemplo: ¿Miraría Árraga los mismos objetos que estoy viendo en este instante?, ¿son los mismos objetos?, también cabe preguntarse. Sin embargo, tengo una interrogante mayor: ¿Cómo vino, Árraga, a dar a este hotel en Valsolda, desde Génova, si iba de camino a Florencia? Bueno, él mismo dice que tomó el carruaje exclusivo del hotel, sin especificar cuánto tiempo le tomó ese viaje. Puede que se refiera, es una alternativa, a otro hospedaje con el mismo nombre; los hoteles suelen llamarse igual en todas partes, pese a que este concuerda con las descripciones que el pintor dejó en unas desastrosas notas.

Mi mujer acabó su desayuno y dijo que iba al cuarto a dormir un poco más. Yo no digo nada, estoy feliz de quedar a solas con mi investigación. Apenas desaparece, me bebo el café, dejo los croissants y voy hasta la oficina del gerente del Stella D’Italia. Me da las horas y dice, derrochando amabilidad, que cómo puede servirme, todo esto en castizo italiano. Yo pregunto, en castellano, si el hotel guarda el registro de hospedaje de 1896. El hombre, un gordo cuarentón igualito a Oliver Hardy, pone cara de complicado. Luego me dice, risueño y en perfecto castellano, que sí debe existir. Que pase en una hora mientras él envía a su asistente al sótano a escarbar en los archivos.

Cumplido el lapso acordado, Oliver Hardy me recibe en su despacho con el libro de registro encima del escritorio: «¿Puede decirme la fecha que le interesa?», pregunta con una sonrisa como la del gato de Cheshire, a la vez que mete las manos en unos guantes de látex que sacó de la gaveta de enfrente. Añade: «Hay que cuidarse de los hongos». Y espera por mí. «29 de agosto de 1896», respondo con desesperanza. «Aquí está… ¡Uffsss!… Hay dos huéspedes, pero está completamente ilegible la página, mire usted», dijo Oliver Hardy haciendo girar el libro para que lo viera. Por desgracia, la página se había mojado y estaba en muy mal estado. Solo dos líneas parecían haber sido firmadas, lo único claro eran los números de las habitaciones, 22 y 23. «Yo estoy en la veintidós», pensé en voz alta, mosqueado por la casualidad. «¿Puede mudarme mañana a la veintitrés?». Oliver Hardy me escrutó con extrañeza, puede que con mucha curiosidad, pero no preguntó nada y dijo que si no estaba ocupada, pues, nada le impedía concederme el gusto.

Subí a mi habitación. Antes de entrar pegué la oreja a la puerta 23. No escuché nada. Si las casualidades seguían su curso, mañana dormiríamos allí.

Mi mujer no dejaba de dormir. Como pude, evitando ruidos que la despertaran, saqué el cuaderno donde apuntaba todo lo que se me ocurría sobre el pintor Julio Árraga, tema de una conferencia que daría dentro de un mes y medio en el Museo Urdaneta. Así que bajé al jardín, me senté a la sombra de un toldo de lona, rodeado de rosas y un montón de flores que no conocía, a seguir pensando. Y en lo primero que pensé fue en la teoría de Genady Sergeyev, aquello de que los objetos absorben la energía de los cuerpos vivos y la conservan para siempre. Lo cierto es que estoy obsesionado con esta idea, por eso he venido a este hotel, procurando estar cerca de las cosas que pudieron absorber a este pintor y así hundirme en su incomprensible biografía. He pensado, un poco, en una película de 1980, Somewhere in time, de Jeannot Szwarc, con Christopher Reeve y la bellísima Jane Seymour, donde Reeve viaja al pasado más o menos con este argumento para reencontrar a su amada. Es un film de fina sensiblería que ya algunos consideran un clásico. El caso es que quiero creer en esta locura de Sergeyev porque me saca, a ratos, del aburrimiento, aunque la dura realidad es que no le tengo mucha fe. Es extravagante. Más bien, de tanto pensarla, la he ido reformulando y me parece que lo posible, en cuanto a viajar al pasado (o al futuro), es alcanzando una especie de Reconcentración para el desplazamiento en diferentes puntos del tiempo, así he llamado a mi novedosa teoría, que consiste en la fusión de ambos métodos, el de Sergeyev y el presentado en Somewhere in time. Eso explica, digamos, mi vestimenta, tratando de adecuarme a la moda de la época y este viaje, un poco raro, que tratará de ir tras los pasos de Árraga, de situarnos en los lugares que visitó y frente a las cosas que le rodearon y «capturaron». El desplazamiento temporal no será físico sino intelectual, y consciente (que es lo novedoso), lo cual, de paso, lo legitima académicamente.

Doy inicio, pues, a mi Reconcentración para el desplazamiento temporal, haciendo que mi búsqueda sea una especie de recordación de los recuerdos de Árraga. Sí, estoy recordando sus recuerdos y lo primero que siento es un gran cansancio. En este punto del desplazamiento decido separarme; no es conveniente esta unicidad de la sustancia que provoca, de arrancada, el despliegue de mi método. Resuelvo dedicarme a la exclusiva contemplación del personaje, porque saltar de una primera persona a otra primera persona puede resultar catastrófico. Con este ajuste, el cansancio de Árraga es la impresión que apunto de seguidas en mi cuaderno. De inmediato caigo en la cuenta de que he confundido cansancio con fatiga. Lo de Árraga es mero agotamiento. Está en este mismo jardín, ahora, con el anhelo de dormir y mortificado por el poco tiempo que tiene para conocer la villa. Le embarga, a la vez, la congoja de estar lejos de su madre. Pero decía que lo de Árraga no era cansancio, solo estaba agotado por la travesía. El cansancio es una condición (casi una entidad) en el hombre que se sabe libre o busca la libertad y llega a extenuar su mente en esa búsqueda. Para Peter Handke, el cansancio tiene la fuerza de un sufrimiento, produce extrañamiento y es, sin duda, un demonio. Incluso, asegura que del cansancio no se descansa en ninguna forma, además de ser un comportamiento inadecuado desde la moralina de la sociedad bien plantada. Cree que el cansancio es un instrumento eficaz contra la melancolía y el atontamiento. El cansancio te hace poroso, dice, permeable para la epopeya de los seres vivos y sólo genera preguntas aun cuando se ha profundizado en él. Añade Handke, en su Ensayo sobre el cansancio, que el hombre cansado proyecta lo vivido en su rostro y piensa con mayor claridad que el resto de los mortales. Nos recuerda a Philip Marlowe, que piensa mejor cuando está imbuido en su cansancio. Peter Handke cierra su texto con una inapelable advertencia: El cansancio no se puede planificar, no es una meta, solo se llega a estar cansado cuando se ha superado el estado catatónico de la fatiga.

Árraga no entra para nada, y es de lamentar, en esta taxonomía.

Otro aspecto que debo advertir al lector, es que una vez iniciado el desplazamiento temporal, debo hacer un enorme esfuerzo por no distraerme con personajes y situaciones distintas al objeto de observación que, sin duda, son tentadoras. Para que se hagan una idea del problema, mientras estamos en este jardín italianísimo, en unos bancos cercanos a nosotros —Árraga y yo, me refiero— está el poeta Giovanni Pascoli, se le ve lejano y triste (un bardo alegre es algo sospechoso, se sabe) y me provoca seguirle, espiarlo un rato. Además, se tropieza uno con situaciones morbosamente atractivas, como parejas acariciándose, empleados ladrones y un montón de muertos paseando, por ahí, de lo más orondos. Como ven, es una variedad de perturbaciones que echarían por tierra el motivo de nuestro viaje temporal. Otro asunto que debo considerar, y que expongo ante ustedes, es el acompañante de Árraga, un colega pintor de mucho menos talento, llamado Manuel Puchi-Fonseca. En cuanto a este caballero, anuncio desde ya que, para los fines de estas notas de campo, ignoraré por completo su presencia. Mi método de Reconcentración para el desplazamiento en diferentes puntos del tiempo no está diseñado para el seguimiento de dos objetivos a la vez. Quizás en un futuro, alguien pueda mejorarlo y hasta añadir múltiples aplicaciones que favorezcan el abordaje, asumiendo la totalidad de donde se desenvuelve, vitalmente, el objeto de estudio. Tampoco nos pongamos muy técnicos, no es un asunto tan dramático y complejo como el Continum 4 —pienso de pronto— en el cual cayó, por accidente, Juan Salvo, en su lucha contra los Ellos y sus enviados, los Manos, los Cascarudos y los Gurbos. Este personaje desesperado, creado por H. G. Oesterheld y F. Solano López, conocido como El eternauta (viajero de la eternidad por activar, erróneamente, el mecanismo del tiempo de una nave alienígena o cosmos-esfera) cae en una repetición sin fin que no permite cerrar la historia. En cambio mi método de Reconcentración es por completo controlado. En cierta forma podría correr el riesgo de perderme en el tiempo y descarrilarme en algún Continum (otra dimensión) si no delimito con precisión el seguimiento que voy a emprender; por eso, si vigilo a ambos personajes (Árraga-Puchi) es factible el extravío en algún cruce o agujero de sus cronologías, esos espacios en blanco de los cuales no tenemos ninguna información o sospecha que nos guíe, pero nunca supondrían ningún peligro a mi seguridad física. Como pueden ver, es una ventaja estimable de esta metodología. No obstante, la categoría de Eternauta me sirve muchísimo. Por esta razón quiero pensarme de esta manera y llamar así a cualquiera que use mi método.

En realidad, a Árraga no se le veía ni una pizca de agilidad como corresponde a un prosaico discípulo florentino, según el análisis crítico-paranoico de Salvador Dalí. Parecía, quizá, un niño asustado y destetado. Llegar a tierra firme fue un alivio después de imaginar, día tras día, que terroríficas tormentas y descomunales monstruos marinos hundían el Citá de Génova y se tragaban a la tripulación y a los pasajeros. Varias veces se preguntó si valía la pena realizar ese tortuoso viaje. Su maestro Luis Bincinetti le decía que para ser pintor, de los buenos, de los que salen en las enciclopedias, había que estudiar en Florencia y si alguien replicaba con París, Bincinetti se volvía un energúmeno. Aseguraba que el solo hecho de pisar las calles florentinas activaba las musas y sacaba a flote el talento. Por otra parte, la memoria de Árraga evocaba al doctor Francisco Eugenio Bustamante, profesor de la universidad en los días de cuando Árraga se matriculó en Medicina, porque éste lo llamó una vez a su despacho y le advirtió de los peligros que puede correr un pintor: «la pintura abre las puertas del infierno y cambia la mirada del artista y de los hombres», le dijo y siguió con más: «Y la mirada lo es todo, querido Julio». Lo despidió recomendándole, con auténtica preocupación, que se consagrara a pintar santos y próceres. Pero este viaje, piensa Árraga —escrito en presente porque lo veo en este momento—, o pensaba —en pasado si recordamos que lo que miro es la repetición de los flujos de energía acumulados en este espacio y por los objetos que me rodean—, le va a permitir, a su regreso, hacerse de un nutrido grupo de alumnos (privados) que solventen la manutención de su casa y hasta de una esposa con sus respectivos vástagos, descontando, no lo olvidaba nuestro joven viajero, el ascenso a director, prometido por el gobierno local, en la Escuela de Dibujo del Estado. Lo malo era que odiaba enseñar, pero bueno, nada podía resultar perfecto o en extremo cómodo, decía resignado. Y en todo caso, podía abandonar estos trabajos ingratos apenas se presentara otra alternativa de subsistencia.

«Un hombre sin ideas es feliz, sin duda, pero nunca libre. Y detrás de una idea viene el sufrimiento y el cansancio», le dijo a Julio Árraga un hombre delgado, alto, blanco, eternamente canoso, con vestuario negro y sombrero borsalino (se descubrió la cabeza para hablarle) estropeando así, con este súbito abordaje, el estado de obnubilación en que permanecía nuestro pintor y las notas que yo estaba levantando. Árraga lo miró con sorpresa a punto de molestarse. Al reparar en los ojos del intruso, de un azabache impío, a ratos chispeantes como brasas de carbón, le sacudió un maléfico escalofrío por toda la espalda y no se atrevió a reclamar nada. Por el contrario, se dispuso a escuchar con un circunspecto interés.

«¿Usted vino a convertirse en pintor o a simularlo?», «no lo entiendo», «hay pintores que disimulan su escaso talento, otros simulan no tenerlo, ¿cuál es su caso?», «no lo sé», «como sea, este es un buen lugar para descubrirlo», «¿y usted cómo sabe que vine a estudiar pintura?», «yo soy de Maracaibo y le conozco», «jamás le había visto», dijo Árraga incrédulo. «En Maracaibo siempre le huyo a la luz, querido, pero le he seguido los pasos», «¿puedo saber su nombre?», «Mirabel», «¿a qué se dedica?», «solía ser médico, ahora solo ando por ahí. Si me lo permite, quisiera ayudarle. Sé que va a residenciarse en la Fiera Vercelli; sin embargo, le ofrezco mi casa. Entiendo que el señor Melín le ha conseguido que el maestro Tomini Pietro lo acepte como discípulo, y yo vivo muy cerca de su taller y somos amigos. No le vendría nada mal», «¿y por qué tanta amabilidad?», «quizás yo pueda enseñarle cosas útiles para su trabajo», «¿usted es pintor?», «no querido Julio, solo sé mirar el mundo y eso es lo que le falta a su pintura», «sigo sin entenderlo», «usted es un hombre paralizado por el miedo». Árraga no dijo nada más. Mirabel le aseguró que lo buscaría llegado el momento. Y antes de marcharse agregó: «Usted es un hombre que aspira a una vida tranquila. Sepa, entonces, que el verdadero placer está muy ligado al dolor. Una contradicción ineludible para un artista»…

Lo beneficioso de este método de Reconcentración para el desplazamiento en diferentes puntos del tiempo es, que el eternauta en cuestión, puede detener la lectura de los flujos de energía almacenados y distraerse un poco de la gravedad de los acontecimientos. Así que durante unos minutos de quietud que tomé a discreción, me vino a la mente lo que, siempre que puede, dice Ismail Kadaré: «Bajo el miedo no se puede crear nada». Y me pregunto, revisando mis anotaciones: ¿cuál es la naturaleza del miedo que entumece la obra vida de Julio Árraga, según el doctor Mirabel?

Es muy pronto para sacar cuentas al respecto, asumo. Voy al bar del Stella D’Italia, me instalo en la barra, pido un whisky y mi cabeza empieza a barajar palabras, gestos, silencios, incluso algunas de sus obras, como La caída de la nieve o Personaje, donde es imposible no ver la representación de ese miedo, pero en estos dos casos se trata de mensajes encriptados, no como una actitud evasiva del autor. Y de pronto surge, espontánea, una hipótesis: ¿Árraga le temía al poder?, ¿sabía que para gozar de algún puesto que le permitiera vivir con cierta comodidad no podía dejar que la pintura le convirtiera en un individuo sospechoso e indeseable? Como bien le dijo el doctor Bustamante, pintar santos y próceres era la vía para una buena vida. Así que tenía que doblegar su talento y controlar su mirada. Esta parece, aceptemos, una presunción viable.

Acabé el whisky y volví al jardín. Árraga había retornado a su estado de obnubilación profunda, pero al menos yo sabía ya adónde tenía que seguirle.

Los registros de energía detectados en ambas habitaciones, 22 y 23, eran muy débiles. Supongo que la mayor parte del mobiliario es de fechas recientes y, prácticamente, han barrido con todo lo viejo. No es raro en un hotel, si se entiende, dice uno, que las actualizaciones sean cosa obligada para el confort que exigen los huéspedes.

Habían pasado dos noches cuando, por fin, convencí a mi mujer de salir a Florencia. Llegamos al Hotel de la Ville, en Piazza Antinori. Era un anticuado edificio de decoración clásica. El primer día mi mujer me llevó a empujones hasta la Galería Uffizi, a unos cinco minutos de nuestro hospedaje, pero acordamos que al día siguiente cada quien se iría por su lado. El arreglo no era catastrófico en lo conyugal, al contrario, ella sabía, de sobra, en lo que andaba. Y los trances a los que me iba a someter por mi método de Reconcentración eran, para ella, una situación embarazosa y aburrida. Así que mi querida esposa asumía el papel de turista con verdadero alivio y yo, claro, el de eternauta en juicioso y estricto sentido.

Encontré (donde estuvo) el taller del maestro Tomini Pietro en el número 9 de la vía Belle Donne, una callejuela encantadora entre añejos edificios de pocos pisos. La entrada era una gran puerta de madera maciza, pesadísima, compuesta por dos hojas con ventanilla. El maestro Pietro era un hombre blanco, gigante, que me recordó al Odín de Georg von Rosen. Puede que él intentara parecerse a Leonardo da Vinci. Algún joven lector podría decir, en cambio, que se asemejaba a Saruman, personaje interpretado por Christopher Lee en The Lord of the Rings.

El gigantón blanco daba vueltas alrededor de un lienzo en el que Árraga, un tanto timorato, remataba una tarea sobre la Catedral de Florencia asignada por el propio Pietro.

«No me gusta mucho trabajar sobre lienzo, maestro», dijo Árraga inclinando la cabeza y arrepentido de antemano. «¡Puedes trabajar sobre lo que te dé la gana!, ¡la desgracia es que tus enloquecidas pupilas solo vieron la luz y no la maldita catedral!, ¡pareces un sucio francés!», rugió el enorme Odín (o Saruman) que, de inmediato, fue a calmar la sed y el disgusto con una jarra de vino tinto que le chorreó la descuidada barba blanca. Visto, desde mi ángulo, parecía un vampiro recién comido, listo para regresar a su ataúd.

Sus ojos enfurecidos se centraron, otra vez, en Árraga. Y cuando se preparaba para arremeter contra el joven aprendiz, por segunda vez, la puerta del taller se abrió —quejumbrosa— dejando entrar al doctor Mirabel, bien acompañado, en esta ocasión, de una guapa mujer, elegante, treintona, de excelentes caderas, grandes senos y vestida de severo negro, igual que él. La presentó, con sus afectadas maneras, como la viuda de Segantini.

Al ver aquella versión italiana de Dolly Parton, solo que más alta y narizona, el maestro Tomini Pietro volvió a la calma. Incluso, se puso vergonzosamente zalamero.

La viuda de Segantini se detuvo detrás de Árraga; escrutó el lienzo y luego a él. Mientras tanto, el doctor Mirabel posaba su brazo por sobre los hombros de Pietro, guiándolo hasta una de las ventanas, de espaldas al joven y a la viuda. Le dijo, en voz baja, sonriendo, que le tuviera paciencia al muchacho, que estaba bien si no quería considerarlo un discípulo, pero que tratara de enseñarle cuanto sabía.

«Ese jovencito es un asunto personal, Tomini», dijo el doctor Mirabel subrayando la rogativa, «además, te lo recompensaré», «¿por qué te interesa tanto?», preguntó el otro intrigado, «lo ignoro, Tomini, tampoco quiero saberlo, solo aspiro a darle una mano, ambos somos de la misma ciudad y allí el arte brilla por su ausencia, si me permites esta frasecita maltrecha», «tiene talento, no te lo niego, pero está muy confundido», «ayúdalo», «no puedo, el muchacho está bloqueado», «¿bloqueado?», «sí, querido, y la pintura no funciona así», «¿lo dices por el exceso de luz que ve?», «¡no, no, Mirabel, él no ve esa maldita luz!», alzó la voz Pietro, irritado y añadió: «¡no la ve, la busca!», «¿qué significa eso, Tomini, no me hables como los curas?, «pues, no lo sé, quizás huya de algo…», «¿por qué estás tan seguro de que no ve esa luz?», «porque es demasiado fuerte, Florencia se quemaría, amigo mío».

A este muchacho el miedo se le ve por encimita, pensó el doctor Mirabel, alcanzando a la viuda Segantini y al mismo Árraga. «Querido Julio, he venido a reiterarle mi oferta. Mi casa está aquí mismo, en la esquina de la via degli Antinori, tengo un cuarto para usted, como le dije en el Stella D’Italia. Ahora nos gustaría que nos acompañara a cenar», dijo mirando a la viuda para que Árraga entendiera que era ella quien invitaba. Tomini Pietro miró a Árraga, celoso, y le dijo «adelante», sin pronunciar palabra. Lo hizo abanicando la mano en el aire, con fastidio, como una orden más y regresando a lo suyo.

«Mirabel dijo que te prepara espagueti con tomate, albahaca y queso, dizque eres de muy mal comer», explicó la viuda Segantini mientras servía la mesa en su casa de la vía del Moro. «¡Exquisito!», exclamó el doctor Mirabel al probarlos y le hizo señas a Árraga para que opinara. «Están deliciosos, señora, muchas gracias; es lo más parecido que he probado a la comida de mi tierra desde que estoy aquí», dijo con visible agrado enrollando la pasta en el tenedor por segunda vez. Era evidente que la viuda se deleitaba viéndole comer. Aquel bigote húngaro bien cuidado, rostro ovalado, mentón recio y el corte bajo con copete que lucía con cierto orgullo, dibujaban a un hombre afable. A la viuda Segantini se le hacían un misterio los labios del joven, que apenas divisaba tras el formidable mostacho. Se emocionó con las grandes manos del pintor, fuertes y delicadas, una combinación que casi nunca se reunía en una misma persona, según ella. La mirada, los ojos, también le parecieron rarísimos: proyectaban inocencia, al tiempo que ocultaban. Y sobre ellos —los ojos— cejas pobladas y despeñadas que delataban una tristeza congénita. Pensaba la viuda, mirándole con una sonrisa llena de deseo, que este era, sin duda, su mayor atractivo.

El doctor Mirabel sabía lo que la señora viuda de Segantini se proponía, y si ella le había servido la cena, él le correspondía con idéntica generosidad. Era un acuerdo tácito entre ellos, una variedad de Sociedad de Mutuo Auxilio. De manera que con sus modales refinados y la ironía que lo caracterizaba, engulló sus espaguetis, trasegó hasta la última gota de vino y le dijo a Árraga que mañana vendría un carruaje a buscarlo, «aquí, a la vía del Moro», precisó con notorio hincapié, para llevarlo a su antigua pensión a sacar el equipaje y mudarlo a la vía degli Antinori. Árraga lo miró un tanto sorprendido, puede que asustado, pero, de repente, sintió que toda aquella emboscada le deparaba un placer inédito y, sin pensarlo mucho, se dejó llevar.

La apacible viuda tenía todo un ritual de apareamiento. No le gustaban los besos, aunque haría la excepción con el joven artista si lo deseaba. Ella prefería ir directo a la postura del yunque como buena lectora que era: Se tumbaba sobre su espalda, se subía el vestido, ponía los pies sobre los hombros del afortunado, dejaba que éste le quitara el culotte de algodón y le ordenaba que la penetrara. Luego cambiaba a la posición de la Indra y exigía un esfuerzo adicional a su pareja. Cuando se dispuso para la danza del misionero, una de sus favoritas, lamentablemente, el inexperto Árraga no llegó a complacerla. Y a pesar de la precoz interrupción, a la cultivada viuda se le vio comprensiva y maternal.

«Tienes el don para pintar, pero no es suficiente si no sabes qué vas a decir», dijo la viuda de Segantini, pasado el agite, sacándose el vestido, por completo, y cómodamente recostada a la cabecera de la cama con una copa de vino. «No aspiro a decir nada en particular, señora, solo quiero que mis cuadros adornen las casas de donde vivo», respondió a sabiendas de que decía un disparate. «Está bien para un idiota o un decorador. Tú debes tener otra razón y eso me intriga», «Maracaibo no es Florencia, señora mía. Allá los pintores solo viven del gobierno, de hecho, estoy aquí porque el general Gorgonio Troconis[1], que es el gobernador, cubre mis gastos, así que no es recomendable andar pensando demasiado. Hay que saber pintar batallas, santos y retratos para medio vivir con cierta comodidad, ¿entiende?», «¿pero no amas lo que haces?», replicó horrorizada la viuda, «primero está la familia, señora», «¿y por qué no te dedicaste a otra cosa?», «lo intenté, fui a la universidad, aun así prefiero pintar, quizás, algún día, consiga la manera de estar en paz conmigo mismo», «¿a qué viniste a Florencia entonces?», «la necesito en mi ficha», dijo Árraga atragantado de vergüenza. «Supongo que no todos los artistas tienen vocación de mártir», pensó y farfulló la viuda de Segantini, visiblemente decepcionada, regresando, en silencio, a su vaso de vino. «¿Y qué harás cuando regreses?», siguió preguntando para espantar el silencio de la medianoche y del sexo frustrado. «Soy profesor de la Escuela de Dibujo del Estado y a mi vuelta, si todo sale bien, me encargaré de la dirección», «entiendo», dijo ella riéndose. Se paró de la cama, bebió directo de la botella de vino y anduvo desnuda por la habitación como si buscara algo. Abrió la ventana. Respiró profundo varias veces y la volvió a cerrar. Se puso una bata y le pidió al joven pintor que se marchara. «¿Qué sucede?», preguntó Árraga boquiabierto. «Yo solo duermo con pintores», dijo ella con cara de mala. «¡El doctor Mirabel enviará un carruaje a esta dirección para la mudanza!». «No te preocupes, yo sé adónde vives, en cuanto llegue el coche le indico el camino».

El joven Julio Árraga estaba perplejo. Se vistió con torpeza y a saltos. Cuando bajaba los escalones de la puerta que da a la calle, la viuda de Segantini lo detuvo y le dijo lo siguiente: «Prueba con el paisajismo, querido, quizás así puedas lidiar con todos tus escrúpulos y salir adelante».

Árraga la miró sin responder. Se incrustó el sombrero y comenzó a caminar, cabizbajo, por la pedregosa callejuela de la vía del Moro. Los edificios, derruidos, se sucedían unos tras otros. Parecían reírse a su paso. La respiración se le aceleraba cuando tenía que pasar frente a un callejón; veía sombras, monstruos que salían a buscarle, como aquellos que acechaban bajo su cama de niño. Más de una vez se llevó la mano al cuello para destemplarlo. Él mismo no daba crédito a su espanto. La calle se le convertía en un teatro de sombras. Escuchaba risas, lamentos, gemidos. Por un momento creyó oír aullidos, rugidos, aleteos de murciélagos, lechuzas. Los edificios se transformaron en un bosque oscuro, tenebroso, que iba cerrándole el paso. Era una pesadilla con los ojos abiertos. El pobre de Árraga debía llegar hasta la vía del Sole y girar a la derecha, hacia la Belle Donne. Ese también era mi camino, por cierto, solo que yo torcía luego a la izquierda, buscando la vía degli Antinori. Él, en cambio, continuaba hasta la vía del Trebbio. De pronto me acordé de mi mujer: la imaginé caminando en círculos dentro de nuestro cuarto de hotel. Miré el reloj y era cerca de la medianoche, un poco más temprano que el tiempo que vivía Árraga en ese mismo instante. Yo estaba exhausto, había extralimitado mi papel de eternauta, así que dejé perder el rastro del pintor y me marché a descansar, mañana lo retomaría sin ningún problema. Poco después descubrí algo decepcionante: Mi mujer dormía despreocupada. En la mesa de noche vi varios suvenires de la Galería de la Academia de Florencia, entre ellos, dos David de goma de unos quince o veinte centímetros.

Reinicié el trabajo en la casona de la vía degli Antinori donde vivió el doctor Mirabel. No fue fácil. Los actuales inquilinos me observaron como a un vago desquiciado. Si no hubiera sido porque vestía con corrección, no me habrían dejado entrar, ¡claro!, ayudó mucho que ofreciera cincuenta euros a cada familia, cuatro en total, pues el lugar fue convertido, tiempo atrás, en un pequeño condominio. Y una vez que ubicara el punto de mayor concentración energético-temporal, pagaría hasta doscientos euros para que me dejaran solo todo el día (y la noche) si se hiciera necesario. Para vencer la desconfianza natural del caso, dije que podían esperar por ahí si pensaban que pretendía robarles. Lo cierto es que determinado el lugar donde iba a desplegar mi método de Reconcentración, la propietaria me entregó las llaves y me dijo que al terminar con lo que fuera que me proponía, las dejara en el apartamento de al lado. Ella se iría a casa de una hermana hasta la mañana. Que me deseaba suerte, dijo risueña y tiró la puerta tras de sí. Pensé unos segundos en mi mujer. Había quedado dormida como de costumbre. La imaginé enrollándose una bufanda, metida en su chaqueta de cuero y amarrando sus zapatos tobilleros. Todavía no entraba el invierno, pero ella es exageradamente friolenta, o friolera, como dice alguna gente.

Vuelvo a mi papel de eternauta. Justo ahora están llamando a la puerta del apartamento; perdón, ya esto no es un apartamento sino una habitación cualquiera, eso sí, amplia y con un toque de elegancia estrambótica. Quien golpea la puerta es el doctor Mirabel y justo a mi lado pasa Julio Árraga, raudo, que ya ha desempacado sus enseres, no muchos, y que a pesar de lo recién instalado, se mueve con familiaridad por el piso. No obstante, sucedió algo extraño: Mirabel y Árraga se tornaron en imágenes lluviosas, sí, igual que esa lluvia de frecuencia intermedia que salta a veces en los televisores cuando se quedan sin señal. Lo mismo sucedía, aunque con intermitencia, con la vista general de la habitación. Supuse que se debía a la debilidad de la energía acumulada en el lugar. Y así estuvo todo el tiempo, pero obviemos este detalle técnico y pasemos, en el acto, a lo que se dijo y no se dijo entre esas paredes empapeladas: «Parece decepcionado, mi querido Julio, ¿esperaba a otra persona?», dijo el doctor Mirabel con ironía y sin ocultar su risita maliciosa. «No», balbuceó Árraga tratando de disimular su incomodidad o vergüenza, porque supuso que ya se sabía por toda Florencia (su maestro y Mirabel) los detalles de la disparatada noche que pasó con la viuda de Segantini. «No se preocupe, usted, querido Julio, por la señora viuda. Para serle franco, ella está acostumbrada al bajo rendimiento de los niños que consigue, siente un raro placer en vivir este tipo de experiencias interrumpidas», le explicó el doctor Mirabel en tono de sinceridad y añadió: «Lo que sí me sorprendió, tanto a ella como a mí, es su desdén, o digamos, su escasa aspiración en el arte. Si me lo permite, quisiera hacerle una pregunta…» Árraga lo miró raro, pero asintió con la cabeza, visiblemente fastidiado, aunque era claro que el doctor Mirabel hacía caso omiso de su gestualidad. «Quisiera preguntarle», comenzó a decir, «¿qué diantres siente usted, querido Julio, cuando está pintando». Árraga quedó, ahora sí, estupefacto con aquella interrogante. Caminó por toda la habitación pensando como si, de verdad, nunca hubiera pensando en ese detalle. El doctor Mirabel lo miraba arrellanado desde una desvencijada butaca, con las piernas cruzadas, relajadas, elegantes; ambas manos apoyadas en su bastón y con una sonrisa inclasificable, congelada en su cara de chiquillo maldito[2]. Árraga se detuvo, por fin, frente a él y con los brazos en jarra, trató de explicarse: «No lo sé, doctor», respondió desfallecido, desencantado de sí mismo, entre pucheros. «No se preocupe», dijo el doctor Mirabel, indulgente, y comenzó a referirle sus pareceres, no como consejos, ¡jamás daría consejos!, puntualizó, era lo que se le ocurría pensando en el asunto durante esos segundos infaustos: «Pinte gamonales y cartujos para caer en gracia ante los dioses de nuestra insalubre playa, pero la viuda de Segantini tiene razón, su mano y su ojo están bien conectados, así que puede escaparse por el paisajismo. Y con esa especie de impresionismo lacustre, de manchitas tenebrosas que tan fácil le salen, podría crear su propio lenguaje y decir tantas cosas, esas contradicciones internas que le ahogan, por ejemplo, son maravillosas si consiguen su cauce, desde luego. Eso es lo que le molesta a Tomini Pietro, él ve lo que le paraliza, pero no sabe cómo llegar hasta allí y mostrarle el camino… Ese pobre viejo ha perdido las ganas de vivir y enseñar, y el odio que profesa por los franceses lo mantiene amargado. Aún así no deje de aprender sus técnicas, sus destrezas, porque le servirán para hacer felices a los idiotas de nuestra amada ciudad. Otra cosa, querido Julio, entiendo y respeto su decisión de no complicarse la existencia, de vivir con calma y geometría, como dice un amigo, pero eso solo es posible si se conoce lo contrario, así que no huya de la contradicción y el dolor. Aprenda a que ese dolor, o contradicción, no le paralice, desplácese siempre, esté en movimiento; eso es lo importante del viaje, que no es solo traspasar fronteras. Más bien tiene que ver con el alma, con la mente, tiene que dejar que su pensamiento camine hacia lo desconocido. Por eso, todo viaje auténtico le arranca un pedazo estimable, como cada cuadro le siembra algo malo. Así que el viaje le va removiendo aquello que creía inmutable, le cambia las palabras, la mirada y hasta la carne. Baudelaire decía que los auténticos viajeros son aquellos que parten por partir, que jamás están pensando en regresar ni en contar nada. Se viaja para metamorfosear, para avanzar a ninguna parte y a todos lados… Le voy a advertir una cosa, mi querido Julio, el día que sienta que la pintura le va a llevar a otro lugar, auténticamente extraño, ajeno, tenga presente que podría no regresar jamás a casa: ese es el precio del arte cuando se revela. Veo que usted tiene cara de no creer nada de lo que le he dicho, y hace bien. Lo mejor es descubrir uno mismo su desdicha. ¡Empero!, va siendo hora de que calle. He roto el principio básico de la Sociedad de Observadores Silenciosos y eso no me agrada en absoluto. Me haría un honor si tomara estas palabras de hoy como una excepción dada a un amigo. Lo que sí debo decirle, mi estimado pintor, es que esta tarde salgo de viaje ¿Adónde? Pues no tengo la menor idea. Compraré un billete y me embarcaré a cualquiera que sea el destino. Así que dejo este lugar a su disposición hasta que decida regresar a su hogar que, por lo visto, es lo único que le preocupa. Cuando llegue ese día, querido Julio, el maestro Pietro se encargará de esta casa. Supongo que podremos reencontrarnos en Maracaibo, pero no le doy fecha ni seguridad porque necesito cambiar por dentro radicalmente y eso me tomará mucho tiempo. No quiero morir siendo quien soy», dijo el doctor Mirabel, de excelente humor, hasta donde pude apreciar su rostro andrógino y la forma de decir esto último. Se puso de pie, estrechó la mano de Árraga y se marchó dejando una estela de lavanda en el aire.

Caminé, meditabundo, hasta el Hotel de la Ville, en Piazza Antinori, y encontré a mi mujer dormida como ya venía siendo una costumbre en este viaje. Miré el reloj y era medianoche. Siempre es medianoche en estas notas. Vi bolsas nuevas de suvenires, Museo de la Ciencia, postales del Ponte Vecchio, la Capilla de los Medici y varias bufandas. La miro, a mi mujer, y tiene la cara feliz de una turista cabal. Me sirvo un poco de vino y pienso en que he podido estar perdiendo mi tiempo ridículamente, quizás viajar al pasado sea una estupidez delirante, perder el tiempo dentro de un tiempo que ya no avanza y que no sirve para nada. ¿Qué provecho tiene ir tras los pasos de Árraga? Quizás debí turistear con mi mujer y hacerle el amor en este romántico cuarto florentino. Acabo la botella pensando, a la vez, en las ridiculeces que he acometido a lo largo de mi existencia, las comparo con la vida de Árraga y veo que el tedio de este hombre es mucho más interesante que mis desaciertos y aventuras. Abro una botella cortesía de mi silente esposa, comprada en Esselunga, exclusivamente para mí, lo sé porque es un Cabernet Sauvignon. Y bueno, de igual forma sé que estoy atrapado en este oficio terrenal y sinsentido, y que lo más sano es cortar, de inmediato, esta persecución inútil a don Julio Árraga que, ya casi ni lo recordaba, será el tema de mi conferencia en el Museo Urdaneta. En realidad, unas pocas palabras bastarán, porque la audiencia será una masa escolar indiferente y aburrida. Con leerles una semblanza escrita por cualquier autor local saldré de ese compromiso, así que toda esta matazón está de más. Es exagerada.

Reviso, a saltos, el libro de Calzadilla sobre Árraga y queda claro que estuvo de vuelta, en Maracaibo, el 3 de septiembre de 1897.  De esta fecha a su muerte, apenas destaca el encuentro con el pintor rumano Samys Mützner, en esta misma playa, Maracaibo, hacia finales de 1918. Se sabe que ayudó a Árraga, técnicamente, ya que éste venía de estudiar en París, pero lo más interesante es que pudo convencerlo y le animó, mucho, para que expusiera en Manhattan. Es la razón por la que el 22 de mayo de 1920, el Palacio Legislativo prestó su salón principal para una muestra especial, organizada por el Círculo Artístico del Zulia, con el objeto de enviar a Julio Árraga a dejarse ver en New York. El diario Panorama publicó la siguiente nota: «La exposición contará con 120 cuadros y la entrada ha sido fijada en la pequeña cantidad de un bolívar para los fondos del proyectado viaje al Norte, pequeña suma si se compara a los costos de boletería en Estados Unidos y Europa, más aún si se tiene en cuenta que en el presente caso, la entrada servirá para la rifa de uno de los cuadros de la colección  exhibida. Además, no olvidemos que el nombre sagrado del Zulia será engalanado con las máximas lisonjas de la crítica plástica en uno de los escenarios artísticos y competitivos más importantes del mundo».

Acota Juan Calzadilla, en su estudio, que Árraga obtuvo por la venta de sus obras una suma de catorce mil bolívares, nada despreciable en esa época, pero el anunciado viaje a New York nunca se efectuó. «Prefiriendo no correr el albur, Árraga actuó con sentido práctico y optó por comprar una casa, en la calle Colón, para su mujer y sus hijos». Calzadilla valida varias excusas, ninguna contundente. Ignora, ¿cómo podría saberlo?, la genuina causa de aquel desplante a toda una ciudad que se movilizó con un objetivo convenido: Árraga tuvo miedo de marcharse, recordó las palabras del doctor Mirabel en aquella conversación de despedida, en la casona de la vía degli Antinori: «…el día que sienta que la pintura le va a llevar a otro lugar, auténticamente extraño, ajeno, tenga presente que podría no regresar jamás».

El 18 de julio de 1928, Árraga fallece de un ataque al corazón. En su taller estaba embalado un óleo sobre tela de 18,5 por 31,5 que tituló «Personaje» y que, visto con cuidado y en cotejo con las descripciones de su diario, parece un retrato, o una versión del doctor Mirabel un tanto marcada por el espanto y la tristeza. Por supuesto, esto es una mera especulación en esta madrugada florentina y desquiciada, a cinco grados centígrados, en una habitación con vista a la fantasmal Piazza Antinori, atiborrada de difuntos que pululan y miran, con desprecio, hacia mi ventana. Y ya con escaso vino para calentarme y enfrentarlos…

 

Irama, octubre 24 de 2012


[1] Gestión iniciada por el doctor Muñoz Tébar

[2] Del diario de Árraga: «Mirabel tenía ojos grandes, negros y tristes. Cejas delgadas y caídas. Cabellos cortos, desgreñados con carrera torcida. Su rostro era una mezcla de blanco y violeta. Fosas nasales protuberantes y oscuras, como si acabara de sangrar».