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“Te vendo un guanajo”: observación frágil sobre Álvarez Guedes, por Joaquín Ortega

El humorista no admite la existencia de héroes
Luigi Pirandello

Nada como un buen conversador para pasar el rato. Sin embargo, si aspiramos descansar la voz, batir la mollera y sobrepasar la locura, resulta mucho mejor parar la oreja, cerrar los ojos ante el dueño de la esquina y darle oídos al bufón de la cultura popular.

Esta mezcla de perturbador de salón y barítono del entretenimiento habanero apareció emparentada con el bribón del muelle, con el juglar de la taberna, con el minorista de chistes sefaradí. Guillermo Álvarez Guédez triunfó en Puerto Rico, en República Dominicana, en Venezuela, en Colombia y en ese raro lugar llamado Florida. Tras viajar de adolescente a Nueva York, regresó deportado a su isla natal. Era un bumerán humano, deslenguado y comedido, dependiendo de la circunstancia.

Sus chistes, los que guardó en la memoria con acento encaballado a una voz ronca, hablan de unas décadas, de una audiencia y un continente intranquilo pero pujante. Venezuela era centro de atención de compañías de artistas, de rumberas, de orquestas. Fuimos rompeolas para los disidentes de la paz, para los extirpados y los tumultuosos.

Sucedía un tono blanco en el espacio actoral de Álvarez Guedes. Era el cómico más sano y familiar. No era tan boca sucia como La Nena Jiménez o Peñaranda, ni tan infantil como Lucho Navarro, El Chavo o Cepillín. No sobrevenían marionetas, ni sombras ni cartas para convocar la atención. Ese star-system recurrente de la TV cobraba aplausos, arrumacos, moneda dura en los grandes salones de los hoteles Sheraton y Hilton.

Álvarez Guedes le procuró dignidad a la comedia en español: “Si  voy al carnicero y me dice: ‘échame un chiste’ yo le respondo ‘regálame un bistec, pa´ ver si te gusta’.

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laserie

Guillermo descubría talentos: Rolando Laserie —“¡de película!”—, Danny Rivera, Celeste Mendoza, Luisa María Güell, El Gran Combo de Puerto Rico, Elena Burke, Fernando Álvarez. Orquestas, músicos, solistas, guaracheros, soneros, boleristas, baladistas. Todos expiando, gota a gota su responsabilidad a la romería, a la noche y al ron.

Hijo de una pareja de bregadores, hombre sin ensalmos ni cuidado a maldiciones, entregado a la luz y al monstruo del público sin badulaques mágicos, confiaba en su memoria ejercitada diariamente, a punta de números telefónicos y direcciones con calles y referencias, con recetas del puerco, del pavo y del congrí, reteniendo temperaturas promedio de estados cercanos, números de vuelo, promedios de bateo y tallas de vestidos, trajes y zapatos para su troupe. Encantador del buen aliento, del “tumbao” llamado indistintamente “cubaneo”, “chateo”,  “cubanazo”.

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Disertó sobre el apocalipsis nuclear antes que cualquiera: “Cuando vea el hongo a lo lejos, despójese de la ropa, bésese el culo y diga goodbye”. Le metió sazón a una hipotética carrera política: “que mi mujer tiene el culo grande… ¿Desde cuándo eso es malo en este país?”. Se paseó por la cuerda floja, narrando las aventuras del angelito racista y del negrito de Alabama. Pater familiae del amputado “¡Ñó!” y cabeza visible del action-figure “¡Ñó, qué muñeco!”

Puntilloso de la impertinencia en el momento justo, fue el emisario de la palabra “comemierda”. Maestro del estilo directo con el público: “No seas comemierda. No interrumpas, que yo vivo del cuento”. O esta otra:

— ¿Qué hace usted? –le preguntó a un borracho inoportuno, en medio de un performance.
— Soy administrador.
— ¿Y a usted le gustaría que yo fuera a su oficina a desordenarle la carpetas?
— La verdad, no…
— Entonces, no sea comemierda y siéntese, que yo ahora estoy trabajando.

Precursor del entretenimiento casero, junto a Rita Montaner. Su show en cintas de VHS puso al machismo como un problema en escena. Discos de chistes, películas, programas de televisión, cientos de horas al aire en radio, obras de teatro, monólogos y veinte y pico de libros.

De leonés, negro y caribe estamos hechos. Son tres jodedores los que tenemos los venezolanos en la sangre, explicaba Aníbal Nazoa. En el caso cubano —su personaje—, vacilando entre gallego y negrito, con afectaciones colindantes al goajiro y descendiente de rubios canarios, Álvarez Guedes dio de sobra.

Al Guillermo niño, de pantalón corto y lengua larga, le rindió la vida y ninguna vez perdió el talento ni se le arrinconó el chiste. En su cabeza llevaba el siglo XVII a rastras, equidistante de las candilejas. Dígale carpa al teatro bufo y vivan en ella números humorísticos, como pasatiempo para el público. Entre los actos musicales, el monólogo, la chanza larga, la oratio perpetua, esa sucesión sintáctica, semánticamente lineal y en clave de discurso. En tales ocasiones, el gran Guillermo construía gramaticalmente, disponía lógicamente de la expresión, usaba con elegancia y discreción las figuras retóricas del insulto como defensa y la rabia como válvula de escape de la cotidianidad desbordada.

Y así vivió una joda, al parecer bastante santa.