Artes

Elogio de Dolores del Río, por Arturo Almandoz Marte

Por Arturo Almandoz Marte | 12 de julio, 2013

dolores texto

1. Cuando iba de niño al cine con mamá, generalmente los sábados o domingos por la tarde, me llamaba la atención que, por contraste con las películas tecnicolor de los grandes estudios norteamericanos, las de las mexicanas seguían siendo en blanco y negro. Siempre en salas céntricas y cercanas, dado que mamá no contaba con carro, si las primeras las veíamos en el cine San Bernardino o en los teatros Apolo e Imperial, al sur de la plaza Candelaria, las segundas eran escogencias más ocasionales y exhibidas en el Hollywood. Este era un nombre que parecía quedarles grande, por contraste con las superproducciones gringas que Cecil B. De  Mille llevara a su apoteosis, según mamá sostenía desde que viera la Cleopatra protagonizada por Claudette Colbert. En cambio, en esas cintas blanquinegras de factura pobre asomaba para mí una visión menos espectacular y más cursilona del mundo, con frecuencia contando historias rocambolescas que tenían mucho de las radionovelas que se escuchaban en casa los mediodías.

Acaso influía en esa impresión infantil la iconografía machista de los galanes, de Pedro Infante a Jorge Negrete, que es quizás lo que más recuerdo de aquel contacto temprano con el cine azteca, aparte de las populares comedias de Cantinflas y Tintán. Si bien Infante pareció urbanizarse y cambiar de indumentaria en filmes como Escuela de vagabundos y A toda máquina, no podía dejar yo de contraponer aquellos charros bigotudos, que por demás irrumpían con frecuencia a caballo, con las elegantes estampas de William Holden y Gregory Peck, o la reciedumbre apolínea de Charlton Heston o Kirk Douglas, por sólo mencionar los actores más en boga en mi época cinematográfica con mamá.

No sólo en las matinés y vespertinas de fines de semana, las películas mexicanas nos entretenían en algunas tardes domésticas, cuando las pasaban, después de las comiquitas de Walt Disney o Hanna-Barbera, en Radio Caracas Televisión y Venezolana de Televisión, en aquellos dichosos tiempos prerrevolucionarios. Aunque mamá no era televidente vespertina, afanada como siembre estaba en labores de nuestra casa en San Bernardino, desde su máquina de coser Singer o desde las jardineras del patio inquiría qué película daban y yo le replicaba más por los actores que por el título. Recuerdo que en una ocasión me pidió que le avisara si pasaban alguna con Dolores del Río, que era un nombre que apenas había yo escuchado, sin asociarlo con rostro alguno. Porque para entonces, además de la archiconocida Sara García, sólo estaba yo familiarizado con Marga López, que en algo me recordaba la fisonomía de mamá en aquella época; así como también con Libertad Lamarque, siempre tersa y melodramática como las otras actrices, pero a quien notaba un talante y acento diferentes, sin saber yo que era argentina.

Cuando le pregunté quién era esa del Río, mamá me dijo que era una actriz cuya belleza, en el Hollywood de los veinte y treinta, había rivalizado con la de Greta Garbo y Marlene Dietrich, cuyos respectivos pómulos y piernas legendarias superaba la mexicana en perfección. También me comentó que mis tías, ya casaderas en la década de 1930, cuando ella era todavía muchacha en la casona de los Marte en La Hoyada, tenían a la del Río como prototipo de belleza cinematográfica, junto a la Crawford de altos copetes, cejas gruesas y labios amplios. Por el contrario, mi abuela Carmen, redomada conservadora y gomecista, si bien había gustado de la exótica imagen de la actriz en sus primeras películas mudas en Hollywood, cuando se decía que era la versión femenina de Rodolfo Valentino, se la había prohibido a mis tías después de que se bañara desnuda con Joel McCrea en Ave del Paraíso. La condena de mi abuela fue acrecentada cuando la entonces esposa de Cedric Gibbons, director artístico de MGM, apareció en 1933 en un traje de baño de dos piezas en Volando a Río; si bien esta cinta lanzó la carrera de Fred Astaire y Ginger Rogers como pareja, marcó el declive de la diva de la Metro, eclipsada después por un romance con Orson Welles. Todas esas referencias despertaron mi apetito por ver alguna película con Dolores del Río y, sobre todo, poder avisarle a mamá para que siguiera develándome aquellas historias entre cinematográficas y familiares; sin embargo, más allá de algún fotograma blanquinegro que ubiqué en una de mis enciclopedias Salvat, el resonante nombre nunca apareció entre los titulares de aquel cine mexicano de las tardes en San Bernardino.

2. No fue sino hasta mediados de los años ochenta, en algún ciclo mexicano en la cinemateca de Plaza Morelos, o quizás en las renovadas salas de Candelaria, cuando llegué a ver películas protagonizadas por la beldad que había encendido controversias entre mi abuela y mis tías. Probablemente en las multigrafiadas fichas que por entonces repartían en las programaciones culturales, alcancé a leer que su nombre de soltera era María Dolores Asúnsolo, mientras que del Río era el aristocrático apellido de su primer esposo, con quien había emigrado a Hollywood, para escándalo del México posrevolucionario pero tradicionalista. Seguramente como muestra de las obras de Emilio “Indio” Fernández —porque todavía en los ochenta se veneraba más en los círculos cinematográficos a los directores que a los actores— los ciclos en cuestión incluían Flor silvestre y María Candelaria, ambas con la del Río y Pedro Armendáriz.

Escapándoseme los aspectos técnicos de las primeras películas que rodara al regreso a su país, reconozco que lo que más me impresionó entonces fue aquella belleza principesca de la actriz sobre la que mamá me previniera, matizada en estas cintas con rasgos indígenas que eran más cónsonos con los de Armendáriz. Llevado por el elogiable dramatismo interpretativo de ambos, se me antojaron aquellas películas de la Época de Oro, suerte de manifiestos animados, continuadores del primer muralismo indigenista que patrocinara José Vasconcelos desde las jefaturas educativas de la Revolución. Pero por sobre todo, resonando en mí todavía las historias familiares contadas por mamá, la iconografía campesina de esta del Río embozada con trenzas y mantas me resultaba contrastante con los atrevidos bañadores y la desnudez precursora de la diva hollywoodense que escandalizara a mi abuela.

El indigenismo de la del Río en las películas de Fernández difería de la más urbanizada estampa que ofrecía en Adónde van nuestros hijos, donde hacía de sacrificada ama de casa al lado de Arturo de Córdova, si mal no recuerdo; no sé a santo de qué la cinta era incluida en aquel ciclo, pero vivía la pareja, con su prole numerosa y rebelde, en uno de los modernistas bloques que los gobiernos de Alemán y Díaz Ordaz fabricaban para las clases medias y obreras. Era quizás menos impactante el rostro de la del Río, algo envejecido y desaliñado en la trama de 1956, de acuerdo con el papel; pero su interpretación era siempre elogiable, sobre todo por el registro urbano que alcanzaba, el cual me interesó especialmente. Similar transformación experimentaría su supuesta archirrival María Félix, por cierto, después del clasicismo rural de Doña Bárbara y El rebozo de Soledad, para protagonizar cintas tecnicolor que, como la alegórica Estrella vacía, le permitirían lucirse como el icono de la moda que devino. Desarrollando la mayor parte de su carrera en el blanco y negro que la entroncaba con los rostros sagrados del primer Hollywood, la del Río fue alabada y codiciada por modistos también, especialmente por Elsa Schiaparelli, pero no engrandeció su imagen con los trajes de firma para alfombras rojas, como ha pasado a ser negocio entre las actrices en las últimas décadas.

3. Desde que contraté el servicio de televisión satelital para la casa de San Bernardino, a mediados de los años 2000, alcancé a ver en el canal De Película otras interpretaciones más maduras de la del Río, como Doña Perfecta y Señora ama, ambas de la década de 1950. Además del provincianismo profundo que supo captar la actriz nacida en las haciendas de Durango, llama la atención en esos filmes su iconografía austera, con cabello recogido y trajes adustos pero ceñidos a su silueta grácil, trasuntos de la compleja psicología de los personajes de Pérez Galdós y Jacinto Benavente. Penetrada por ese espíritu hispanista que envolvía mucho del cine mexicano de marras y lo hermanaba con la rezagada industria de la España de Franco —incluyendo el pintoresquismo andaluz de Sara Montiel y Carmen Sevilla— quizás sea La malquerida, de 1949, el filme de la del Río que más me sobrecogiera en este nuevo acercamiento televisivo.

También dirigido por el Indio Fernández, está basado en la obra homónima de Benavente, cuyo original no he leído; sin embargo, a juzgar por la película, se trata de una tragedia, casi en el sentido clásico del término, porque sólo la muerte logra redimir el drama de los personajes. Raymunda y su hija Acacia —interpretadas por Dolores del Río y Columba Domínguez, respectivamente, amante esta última de Fernández en la vida real— viven en la hacienda El Soto. Después de enviudar, Raymunda casó con Esteban, que ofrece el rol perfecto para un Pedro Armendáriz charro, señorial y dominante, aparentemente rechazado por su hijastra; pero entre ambos crece una pasión velada por la hostilidad aparente. El meollo dramático se desencadena cuando Acacia es pretendida por el hijo de un hacendado vecino y Esteban lo mata a escondidas, pero en presencia de aquélla, de caballo a caballo, en cruel prueba de amor maldito que deviene escena icónica del cine azteca.

Ignorante de la pasión incestuosa que se entrevera en las alcobas de su casona y del crimen que pronto es reclamado por familiares y autoridades, Raymunda tarda en descubrirlos, alertada por parientes y vecinos, así como por corridos sobre “la malquerida” que ya se cantan en las tabernas del pueblo. Habiendo dejado El Soto después de ser increpado por su esposa, en escenas que permiten a la del Río hacer gala de histrionismo magistral, Esteban regresa finalmente a la casa, pero para buscar a Acacia; cuando el clímax del drama está a punto de alcanzarse con una partida que malograría para siempre las tres existencias, Esteban es justiciado en el patio de El Soto, bajo otra balacera digna del mejor western, en la que los familiares vecinos se cobran el crimen de su vástago. Entonces, tendido el esposo y padrastro con su traje de charro ensangrentado en el patio arenoso de la hacienda, la resolución de la tragedia viene con la muerte de aquél, que redime a madre e hija de la rivalidad.

Buena parte de esa resolución dramática, que restaura asimismo el decoro en la casa hidalga, se debe a la gracia y la dignidad que se conjugan en la del Río, como quería Schiller para la belleza humana; esbelta e imponente, es Raymunda quien se acerca al cadáver y da la orden a los criados de que sea recogido para enterrarse como “el amo de El Soto” que no llegó a dejar de ser. Y esa dignificación de la muerte tiene mucho ver con la compostura y expresividad de la diva: los gestos heredados de sus años en el Hollywood mudo confieren a La malquerida de Fernández una grandeza que acaso no habría podido alcanzar una actriz nacida en el cine sonoro y a color. Cada vez que la veo me sobrecoge aquella resolución trascendental de la tragedia, que apenas toma pocos minutos de la cinta, y que es posible, en gran parte, gracias a la estampa aristocrática y el esplendoroso rostro de cejas arqueadas y pómulos pronunciados. Pienso entonces en mamá y lamento no poder llamarla para que veamos juntos la película con la del Río, como ella anhelaba desde aquellas tardes de cine mexicano en la quinta de San Bernardino.

Arturo Almandoz Marte 

Comentarios (5)

José Miguel Roig
12 de julio, 2013

Yo vi en persona tanto a Dolores del Rio como a María Felix. La primera en Florencia. Estaba yo sentado en un café, cuando de repente apareció una mujer vestida de negro que se sentó en la mesa adjunta a la mia. Era Dolores del Rio, ya muy mayor, pero aún bella. Por supuesto que yo quedé mudo y por supuesto que ella me ignoró (como al resto de los que estábamos allí.? A la segunda la vi en un hotel en Madrid. Entré al ascensor seguido de María Felix. El ascensorista y yo quedamos sin habla. Ella, bella, altiva no se digno a mirarnos. Después de un rato, impaciente dijo en su voz ronca y sensual: ¿Qué esperan, niños? Claro, está yo no me baje en mi piso, sino que continue hasta el de ella. Y si a mujeres bellas vamos yo vi a Ava Gardner. Mejor dicho la toqué. Estaba en un tablao flamenco a la espera de una mesa, cuando entró como una exhalación una mujer, se tropezó conmigo y yo la “salve” de caerse. Era Ava Gardner, impresionante, espectacular… bebida y todo.

Arturo Almandoz
13 de julio, 2013

En esos encuentros con las divas, profesor Roig, hay material para más de una crónica hollywoodense. Con el aprecio de siempre.

Edgar Barrios
13 de julio, 2013

Nací en un estado,Apure, donde los cines eran escasos,pero abundantes en mexicanidad. La canción ranchera mexicana opaco durante mucho tiempo o se tuteo con el joropo y el pasaje llanero. Solo doy testimonio por lo que vivi en los años cincuenta. ¿ Quien, por aquellos años y por aquellas latitudes no se sintio enamorado de Ana Berta Lepe,Alma Rosa Aguirre,Dolores del Rio, Ana Luisa Peluffo,Ninon Sevilla,Kitty de Hoyos, la sensual Maria Victoria, Maria Felix y esa bella mujer llamada Flor Silvestre? Jorge Negrete,Pedro Infante,Tony Aguilar, Fernando Casanova,entre otros eran los galanes de las pantallas apueñas. Gracias por ese articulo señor Almandoz, le estoy muy agradecido.

Arturo Almandoz
14 de julio, 2013

Gracias a usted, señor Barrios, por esas remembranzas apureñas que enriquecen los significados del cine mexicano en la provincia venezolana.

carlossanabria
18 de agosto, 2015

Solamente faltaron los charros,los mariachis y Cantinflas,Mario Moreno. Ay Jalisco,no te Rajes.

Envíenos su comentario

Política de comentarios

Usted es el único responsable del comentario que realice en esta página. No se permitirán comentarios que contengan ofensas, insultos, ataques a terceros, lenguaje inapropiado o con contenido discriminatorio. Tampoco se permitirán comentarios que no estén relacionados con el tema del artículo. La intención de Prodavinci es promover el diálogo constructivo.