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Leer en el baño es cultura, por Marco Avilés

1. El trasero es como la humanidad y viceversa

La humanidad siempre estará divida en dos. Exacto. Igual que un trasero. Además de las guerras, las ideas políticas y los credos religiosos, otras discrepancias menos obvias crean abismos insalvables entre las personas.

Un gato divide al mundo entre los que aman a esa especie y los que la detestan. La carne crea una barricada entre los que adoran ingerir sangre y los que sólo se alimentan de plantitas. Dios mismo, dudoso instrumento de unión, establece una línea entre los que creen en él y los que no.

En esa infinita lista de bandos y divisiones, inocentes existencias como la sopa, las Mac y las estrellas de fútbol son el germen de discusiones acaloradas, velados odios familiares y prejuicios profesionales (¿en verdad aún usas una PC?).

En el ámbito del aseo personal, los sanitarios demarcan dos países de ciudadanos irreconciliables: por un lado, millones de personas que disfrutan la cotidiana visita al baño y la aprovechan para fines culturales como la lectura; y por otro lado, aquellos que no sólo no leen en Waterloo sino que condenan esta costumbre calificándola de bárbara y poco higiénica. Jamás habrá amor verdadero entre ambas poblaciones.

El debate público sobre la lectura en el baño es considerado de mal gusto, sobre todo cuando brota en medio de una reunión social. Antes de que el lector de Waterloo pueda establecer su defensa (y después de haber sido vapuleado por el bando contrario, como suele ocurrir), escuchará a una damisela o a un correcto caballero proponer: «Mejor pasemos a otro tema». Dadas las circunstancias, la correcta invitación equivale a un contundente: «Ya cállate, cochino. Apestas».

2. Estadísticas en el inodoro

Muchas guerras atávicas han sido encubiertas bajo los asépticos modales de la civilización. El lector de baño es un soldado de sus costumbres y ha de saber que no se encuentra solo en el mundo. Por el contrario, forma parte de una inmensa e invisible comunidad. Si este es su caso, practique usted el siguiente ejercicio. Póngase de pie allí donde se encuentre (en el autobús, en la sala de espera del dentista, en un concurrido restaurante) y repita con voz firme: «Mi nombre es (____ ____) y soy un lector de Waterloo. ¿Quién más está conmigo?».

Si se hace el llamado con firmeza, como un general que alienta a sus huestes, las aguas se dividirán y usted encontrará el apoyo emocional que siempre necesitó. Enfrente hallará nuevos compañeros para toda la vida. Si se exclamaran aquellas líneas en cualquier local público de Bélgica, ocho de cada diez personas se pondrían de pie para afirmar que ellos también leen en el baño y que, por lo tanto, los adversarios representan una triste y aburrida minoría.

3. Dos placeres son mejores que uno

Henry Alford es un columnista del periódico más influyente del mundo, el New York Times, y por supuesto lee en el baño. A comienzos de 2006, redecoró los servicios de su casa y como punto y final instaló 42 libros sobre el tanque del wáter. Seguía un criterio estético pues buscaba que las portadas combinaran con el color del techo y, en conjunto, generasen una buena impresión en los invitados de casa. Todo entra por los ojos.

Cuando hubo terminado y contemplaba su obra, Alford se preguntó qué demonios había hecho. ¿Había un síntoma oculto detrás de esa simple banalidad de hombre culto? El periodista convirtió esta inquietud en un asunto profesional y envió correos electrónicos a 72 amigos suyos pidiéndoles que lo dejaran husmear en sus cuartos de baño en busca de la repuesta. ¿Por qué algunas personas llevan libros al baño y otras no? ¿Qué ideas nos guían cuando ponemos libros en el baño? ¿Son los libros que dejamos allí una reflexión sobre nuestro más profundo ser?

La aparente futilidad de esta interrogante encierra un saber fundamental.

Todo baño ofrece un paréntesis de soledad en un mundo superpoblado y cargado de obligaciones. Entrar en esa habitación es salir por un momento de la vida. El individuo deja fuera a los demás y se queda consigo mismo y sin espías para lo que quiera hacer, ya sea planificar un crimen, soñar un rato con esa chica o hundirse en las páginas y harenes de Las mil y una noches. Pocos encierros ofrecen tal libertad.

En el baño, el niño que sabe mirar más allá de las paredes pronto aprende las reglas del juego. La puerta cerrada de le toilet es un campo de fuerza. Un tabú que ahuyenta. Si estás afuera, golpear o tratar de correr el pestillo es un acto de muy mal gusto. Genera rechazo en la víctima de la intrusión, y cargo de conciencia en el victimario. Los padres se impacientan con los hijos que entran al baño y se demoran en salir: están en una región donde ya no pueden controlarlos. A veces gritan y el niño, desde el interior, disfruta del espectáculo de un adulto que pierde la compostura. Cuando papá o mamá irrumpen usando la llave y su autoridad, sólo descubren a un inocente con los pantalones abajo. Si el pequeño aún no sabe leer, estará absorto con sus juguetes. Si sabe leer, estará encerrado en un libro. Libros y juguetes son ventanas al país de la fantasía. Los padres, por el contrario, son agentes del mundo real. Apúrate, dicen, tienes tareas, una cita con el médico, la cena que se enfría.

En épocas más peligrosas, el baño era un lugar seguro para refugiarse de los censores del conocimiento, esos sustitutos de los padres. «Siendo joven –recordaba el escritor Henry Miller–, en busca de un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos, a veces acudía a refugiarme en el retrete». Eran inicios del siglo XX, y la lista de autores vedados incluía a muchos que ahora nos parecen adecuados para exhibir en un parque, como D.H. Lawrence o James Joyce. Por aquel entonces, había que devorarlos en cuclillas.

Los baños han hecho tanto por la cultura universal como las bibliotecas. Algunos manuales de educación del siglo XVI y XVII recomendaban a los nobles combatir la bajeza de la evacuación leyendo tratados de filosofía mientras se atendía «el llamado de la naturaleza». La invención del baño privado, en la era de los castillos, impulsó este curioso sistema de educación. Sin embargo, los arqueólogos expertos en la Antigüedad han hallado restos de nutridas bibliotecas en las ruinas de los baños públicos del Imperio Romano. Leer y defecar es un hábito clásico. Pero no es propiedad sólo de los espíritus cultos sino de quienes han aprendido a sumar dos placeres: liberar el cuerpo mientras el espíritu se alimenta, ya sea con un poema, un cuento, un cómic o un delicado aforismo.

¿Dónde está el placer? El novelista francés Georges Perec creía que éste radicaba en una región interior tanto corporal como mental. «Entre el vientre que se alivia y el texto se instaura una relación profunda –escribió–, algo así como una intensa disponibilidad, una receptividad amplificada, una felicidad de lectura: un encuentro entre lo visceral y lo sensitivo». En general, disfrutan leyendo en Waterloo quienes han hallado la manera de unir dos placeres en apariencia irreconciliables. Leer nos crea la ilusión de que somos seres especiales. Cagar nos recuerda que somos simples animales.

4. La función literaria del papel higiénico

La conexión entre el uso del inodoro y la lectura no ha pasado inadvertida para las grandes corporaciones. La fábrica de papel higiénico Scott (la del cachorrito feliz) encargó una encuesta para conocer mejor a su público, y descubrió que dos de cada tres personas que leen en el baño tienen maestrías y doctorados. Es decir, son gente de gustos sofisticados, que han viajado, que tienen buenos trabajos y que saben gastar en placer y cultura. El dato lo recuerda el editor estadounidense Jack Kreismer, quien trabaja en ese nicho comercial desde los años ochenta y publica una serie de textos ad hoc como El libro de baño del Rock and Roll y, por si fuera poco, fundó la Semana Nacional de la Lectura en el Baño, una feria que concentra editoriales y lectores especializados. Toda costumbre gregaria oculta un mercado potencial.

Dicha máxima alimenta la inventiva y emprendedorismo de hombres como Koji Suzuki, un escritor japonés que aterró al mundo con su novela El aro o El anillo, o como se la prefiera traducir, la cual lo volvió célebre entre la comunidad de adictos al miedo. A fines del 2009, Suzuki –que debe ser un gran estudioso de las estadísticas– irrumpió en otro nicho de mercado con la novela Drop (lágrima), un thriller que transcurre en un baño público y que fue pensado para ser leído y usado, capítulo a capítulo, en el retrete.

En el siglo del iPad y de las pantallas, Drop, el primer libro impreso en un rollo de papel higiénico recuerda que la mejor tecnología es la que se hace esperar. Tres años después, los lectores aún no lo esperamos con impaciencia en los baños de Latinoamérica.

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Marco Avilés es periodista peruano y director del proyecto Cometa