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La vida de los otros, por Juan Villoro

El cine dispone de numerosos efectos especiales pero ninguno de ellos alarga lo que dura una función. En la pantalla, los conflictos históricos tienen prisa: el espectador debe saber de inmediato a quién apoya. El filósofo Ludwig Wittgenstein apreciaba la fulminante ética de las películas de vaqueros. Pero no siempre es posible contar la historia del mundo como un duelo de pistoleros bajo el sol. La vida de los otros, que acaba de recibir el Oscar a Mejor Película Extranjera (n.r. 2007), retrata una dictadura sin caer en los frecuentes maniqueísmos del cine, donde el Malo es un troglodita que mata a su hijo y el Bueno da la vida al compás de una emotiva pista sonora.

En su ópera prima, Florian Henckel von Donnersmarck sitúa la acción en 1984, cinco años antes de la caída del Muro de Berlín, y se ocupa de la severa vigilancia a la que fueron sometidos los habitantes de la RDA. Uno de cada tres ciudadanos era “informante no oficial” de la Stasi, la agencia de Seguridad del Estado. Con frecuencia, sus reportes eran inocuos. En su novela Héroes como nosotros, Thomas Brussig aborda el asunto en clave de comedia: sus espías son incompetentes semidormidos que “delatan” las tazas de café que bebió una persona. La película de Donnersmarck capta el tema desde su ángulo dramático: como en El proceso de Kafka, el sistema persecutorio alcanza a los protagonistas en su esfera privada, en la cocina donde también meriendan las sombras de la Stasi.

De 1981 a 1984 fui agregado cultural de México en Berlín Oriental, ciudad invadida por la inspección de la privacidad, donde la paranoia se convertía en una forma de la costumbre. Hoy en día, quienes fuimos espiados podemos consultar nuestro expediente en el Bundesbeauftragte, oficina dedicada a explorar las delaciones del pasado.

Entre los entusiastas de La vida de los otros se cuenta Marianne Birthler, activista de derechos humanos que dirige el Bundesbeauftragte. En el verano de 2002 la entrevisté para conocer el efecto que el conocimiento de las actas había tenido en la población: “Con frecuencia, en Alemania el pasado se ve como amenaza; se habla de superarlo como si se tratara de algo conflictivo. Yo lo veo como una riqueza. Los archivos de la Stasi son un importante legado histórico. Aquí no sólo hay pruebas de traición y vigilancia sino historias de coraje, solidaridad y dignidad. Estamos ante el testimonio de gente ordinaria sometida a presiones extraordinarias. Siempre hubo un margen para la libertad individual, por pequeño que fuera, y la mayoría supo sobreponerse a las presiones de la dictadura. La lección de las actas es que el hombre es mejor que su reputación”.

Debo decir que mi expediente parece escrito por los absurdos espías de la novela de Brussig: no hice nada de interés para la intriga internacional. El único dato de relieve es que me siguieron espiando cinco años después de mi salida de la RDA. La última entrada de mi carpeta es de 1989, escrita por un pintor que se alojó en mi casa en México y que ante la Stasi usaba el cándido alias de “Pintor”. Aunque no describe nada más sospechoso que el desorden de mi escritorio, sus notas confirman el delirio de persecución de un sistema obsesionado por coleccionar estériles secretos de los otros.

En la película de Donnersmarck, un dramaturgo y su mujer, una actriz de renombre, son vigilados por un espía leal al sistema. La gente de teatro ignora el montaje de la Stasi: su intimidad es captada por micrófonos ocultos; se representan a sí mismos ante los persecutorios oídos del Estado. El nudo argumental es que el vigilante se somete a una perturbadora educación: poco a poco entiende cuán extraordinaria puede ser la voz del enemigo. Lección ética, La vida de los otros narra una conversión. En esa original estrategia del convencimiento no hay certezas rotundas, fichas blancas y negras; todo ocurre en los inagotables matices del gris. Los hechos históricos, que tantas veces se simplifican en la pantalla al modo de un cómic protagonizado por superhéroes y villanos en estado puro, alcanza en La vida de los otros los beneficios de la complejidad y la contradicción.

Al verla, recordé mi último episodio en Berlín Oriental, ocurrido en el año en que se ubica la película: 1984. Pocos días antes de volver a México, el amigo de un amigo de un amigo me pidió que fuera a verlo a una iglesia evangélica. Nos reunimos en una oficina donde él habló en la voz baja de la disidencia y me pidió que llevara un paquete con documentos a Berlín Occidental. “Sé que puede ser difícil para usted”, comentó, más por cortesía que por otra cosa. Los diplomáticos traficaban con bebidas sin que nadie los molestara. Bastaba mostrar nuestro carnet rojo para cruzar el Muro sin problemas por la garita de Check-point Charlie. En cambio, para ellos, una delación de mi parte podía ser decisiva. Una frontera insalvable nos separaba con mayor fuerza que el Muro. Los habitantes de la RDA vivían bajo escrutinio; cada palabra podía torcer sus días. Nosotros, los extranjeros (y especialmente los diplomáticos) jamás compartiríamos esa existencia en vilo.

Acepté hacerme cargo de los documentos, sin saber qué decían, guiado por la confianza que me inspiraba esa persona, y sobre todo, por la confianza que depositaba en mí.

Dejé el paquete con un contacto anónimo en Berlín Occidental. No volví a saber del asunto hasta muchos años después, cuando ya se había consumado la reunificación alemana. Durante la Feria del Libro en Frankfurt se me acercó una mujer de pelo cenizo y dijo: “Usted nos trajo los papeles”. Alcancé a ver el brillo en sus ojos antes de que se perdiera en la difusa multitud de las ferias.

Ningún texto mío tendrá el valor estratégico de esas páginas que no llegué a leer. Repaso el episodio como un aleccionador símbolo de mi oficio: el mensajero no conoce el alcance de las palabras que transporta. Eso pertenece a la vida de los otros.

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Publicado en Prodavinci cortesía de la Revista El Malpensante