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El padre, ¿maldición o bendición?; por Freddy Javier Guevara

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Los venezolanos hemos visto cómo el actual presidente de la república llama padre a su antecesor. Con el respeto que merece un hombre ya fallecido, y en honra de su alto cargo, hay que decir la verdad: fueron casi contemporáneos. Cuando Nicolás Maduro nació, Hugo Chávez tenía ocho años. No obstante, el primer magistrado actual se identifica como su hijo. Lo presenta en toda la iconografía que lo acompaña en sus alocuciones; incluso carga consigo el crucifijo, amuleto sagrado del fallecido, o si se quiere, con su cruz .

La recurrencia del arquetipo del padre en nuestro acontecer nacional —con la importancia que tiene su principio ancestral—, sugiere el ámbito de lo simbólico, pues cuando una persona identifica a otra que no es su padre biológico como su progenitor, es porque de él ha obtenido enseñanzas fundamentales para su vida psíquica, las cuales han de ser determinantes en su destino.

La escogencia de alguien tan cercano en edad como padre, sugiere la imagen de orfandad temprana, así como el no haber digerido nunca dentro de sí el principio mismo del padre. Del mismo modo, si se elige al padre a los cincuenta años, no quedan dudas de que se está fuera de consonancia con el tránsito cronológico de las iniciaciones psíquicas en la vida del hombre. A esa edad, ya debería haberse sido padre y debería estarse cumpliendo con las determinaciones que el principio psíquico exige.

La función psicológica del padre, entre otras, es poner orden dentro del caos y regir con normas el funcionamiento de la comunidad familiar, sin ser tan estricto que sofoque al hijo hasta el punto de castrarlo. Por otro lado, esta función debe permitirle al hijo un desarrollo psíquico que lo integre a la labor paterna. Tal objetivo se ejerce  sin perder las formas tradicionales y culturales que se han adquirido de los ancestros y que se atesoran en la comunidad familiar.

Desde el punto de vista también simbólico, un presidente o cualquier jefe de estado es, por ejercicio, el padre de la nación, mientras ejerza ese rol; y está obligado a traer nuevas formas culturales y civiles si las viejas se han agotado y han sumido en el desastre a una población, para que no se empobrezca el funcionamiento de la sociedad.

Cuando el padre muere o enferma de manera irreversible y se deteriora su capacidad para tener un juicio crítico sobre la realidad, sume en un caos profundo al grupo familiar. Del mismo modo, la ausencia del presidente deja en orfandad a todo un país. En los países industrializados o con instituciones cohesionadas, esto no sucede, pues dichas instituciones mantienen las formas y los límites, y procuran la solución más expedita para elegir a la persona idónea a fin de dirigir los destinos de la nación.

Lo que vemos en Venezuela tiene otro tenor: muere el presidente y el país entra en un desconcierto que parece que va sin vuelta atrás a situaciones peores. Pero la confusión no es reciente: viene sucediendo desde el año 1992 y se ha magnificado a partir de 1999, año en que el presidente Chávez tomó el cargo. El pueblo creyó que traía formas nuevas, y el tiempo reveló que se buscó unas viejas y gastadas que presentó como novedosas. Esto le permitió arrasar con todas las tradiciones acumuladas por las democracias anteriores, malas o buenas, con la promesa ficticia de un “mundo nuevo y mejor”. De lo anterior se deduce que él tampoco pudo ejercer la función de padre. Sí consiguió contener a la población, pero no dio forma a una nación que, teniendo inmensos recursos, hoy está dividida y luce en bancarrota.

Si el presidente Chávez no fue padre, ¿qué fue? Uno se pregunta, y la respuesta se debe hallar en la figura del héroe. Venezuela tiene una larga tradición de veneración por el héroe, desde Bolívar hasta el mismo presidente Chávez. Pero la función del héroe no es construir sociedades; todo lo contrario, es devastarlas. Aquiles, el héroe occidental por excelencia, nos da las pautas del comportamiento de quien actúa como tal: arrasó con Troya, mató a sus hombres y permitió la violación de sus mujeres. La ciudad de Troya era la enemiga a vencer de los aqueos. En Venezuela se forjó una división de la población atizándose las diferencias con el látigo del resentimiento y la envidia, y de pronto nos encontramos entre bandos “irreconciliables”. Un héroe no puede ser padre ni gestor de una sociedad, porque en él no está concebida esa doble función.

La mitología nos habla de que cuando un padre es, como Cronos, un vengador terrible que devora a sus hijos y no les deja espacio para desarrollarse, debe ser derrocado; y la muerte del padre, en forma simbólica, significa que nuevas maneras están por venir, y éstas deben sustituir las anteriores.

Todavía quedan de la elección pasada algunas pintas sobre paredes de la ciudad, en las que se destaca el cabello y los bigotes del presidente actual. Pero no tiene ojos, a diferencia de la propaganda del presidente anterior, en la que se enfatizaban unos ojos vigilantes, casi paranoides, esparcidos por las ciudades del país. Ahora bien, eran ojos de vigilancia, no de una nueva perspectiva. La perspectiva es una manera de percibir la realidad del mundo de manera diferente, novedosa; es decir, una forma de consciencia que difiere de la que la precedía y es producto de advertir la diferencia, valorizarla y promover los cambios que corrijan los errores. Las estampas del presidente actual no tienen ojos: ni vigilan ni ofrecen perspectiva. De allí que esta última se busque fuera del país, lo cual es aun más peligroso porque las maneras que se han de importar no nos corresponden. Por lo tanto, en este momento, la nación se encuentra ciega para atender sus conflictos; y más vale que eche mano de los instintos para conducirse en la oscuridad. Todo apunta a momentos muy difíciles, pues transformar las viejas formas supone sacrificio. De tal sacrificio ya puede dar cuenta la ciudadanía.

Por otra parte, se escucha a algunas voces referirse al presidente anterior como al “gigante”, un ser de estatura política visionaria desconocida en todos los tiempos, que se sostiene en pie más allá de la eternidad. Una persona, familia o nación se enferma cuando considera a su padre un ser sobrenatural y no puede bajarlo a un plano humano para discernir sobre sus virtudes y defectos, tratar de aceptarlos y, de ser posible, reflexionar sobre ellos para aprender de su patología y permitir así la evolución de sus propias complejidades, sean sociales, familiares o individuales. Es así como el padre se transforma en un fantasma, en una sobra inquietante y amenazadora, que se cierne sobre el futuro de cada uno de los integrantes de una familia o de una comunidad.