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¿Para qué sirven los economistas?, por Dani Rodrik

Cuando es mucho lo que está en juego, no es de extrañar que los oponentes políticos enfrentados recurran a cualquier apoyo que puedan conseguir de economistas y otros investigadores. Eso es lo que ocurrió cuando políticos conservadores americanos y funcionarios de la Unión Europea aprovecharon el trabajo de dos profesores de Harvard –Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff– para justificar su apoyo a la austeridad fiscal.

Reinhart y Rogoff publicaron un estudio que parecía demostrar que unos niveles de deuda pública superiores al 90 por ciento del PIB impiden en gran medida el crecimiento económico. Después tres economistas de la Universidad de Massachussets, en Amherst, hicieron lo que se debe hacer sistemáticamente en el mundo académico: reproducir el trabajo de sus colegas y someterlo a critica.

Junto con un error menor en una hoja de cálculo, descubrieron algunas opciones metodológicas en el trabajo original de Reinhart/Rogoff que ponían en entredicho la solidez de sus resultados. Lo más importante fue que, aunque seguía existiendo una correlación negativa entre los niveles de deuda y el crecimiento, el argumento en pro del umbral del 90 por ciento resultó ser muy flojo y, como han sostenido muchos, la propia correlación podría ser el resultado de que un crecimiento escaso propicie un gran endeudamiento y no viceversa.

Reinhart y Rogoff han rebatido enérgicamente las acusaciones de algunos comentaristas de que participaron de buen grado, aunque no deliberadamente, en un plan de engaño político. Han defendido sus métodos empíricos y han insistido en que no son unos halcones del déficit, como los han representado sus críticos.

El revuelo resultante ha enturbiado un saludable proceso de examen detenido y perfeccionamiento de la investigación económica. Reinhart y Rogoff se apresuraron a reconocer el error que habían cometido con la hoja de cálculo Excel. Los análisis críticos aclararon la naturaleza de los datos, sus limitaciones y la diferencia en los resultados obtenida con otros métodos para abordarlos. En última instancia, Reinhart y Rogoff no estaban tan alejados de sus críticos en cuanto a lo que la documentación reveló ni en cuanto a sus consecuencias normativas.

Así, pues, el aspecto positivo en esta refriega es el de que ha mostrado que la economía puede lograr avances mediante las reglas científicas. Por alejadas que estuvieran sus opiniones políticas, los dos bandos compartían un lenguaje común sobre lo que constituye una prueba documentada y –en su mayor parte– un planteamiento común para resolver las diferencias.

El problema estriba en algo diferente: la forma como se utiliza a los economistas y sus investigaciones en el debate público. El caso Reinhart/Rogoff no ha sido una simple discusión académica trivial. Como el umbral del 90 por ciento se había prestado al sensacionalismo político, su demolición posterior adquirió también una mayor importancia política. Pese a sus protestas, Reinhard y Rogoff fueron acusados de dar respaldo científico a un conjunto de políticas que contaban, en realidad, con una documentación probatoria limitada. Una enseñanza clara que de ello se desprende es la de que necesitamos mejores reglas de debate entre los investigadores económicos y las autoridades.

Una solución que no funcionará es la de que los economistas prevean cómo se utilizarán –y si se utilizarán mal– sus ideas en el debate público y maticen en consecuencia sus declaraciones públicas. Por ejemplo, Reinhart y Rogoff podrían haber minimizado sus resultados –tal como eran en un principio– para impedir que los halcones del déficit los utilizaran mal, pero pocos economistas están bastante al corriente para tener una idea clara de cómo evolucionará la política.

Además, cuando los economistas ajustan su mensaje para adaptarse a su público, el resultado es el opuesto del deseado: rápidamente pierden crédito.

Pensemos en lo que ocurre en el comercio internacional, en el que esa matización de las investigaciones es un uso establecido. Por miedo a dar fuerza  a los “bárbaros proteccionistas”, los economistas especializados en comercio tienen tendencia a exagerar los beneficios del comercio y minimizar sus costos de distribución y de otra índole, lo que, en la práctica, propicia con frecuencia que hagan suyos sus argumentos grupos de intereses del bando opuesto: grandes empresas mundiales que intentan manipular las reglas comerciales para beneficio propio. A consecuencia de ello, raras veces se ve a los economistas  como intermediarios honrados en el debate público sobre la mundialización.

Pero los economistas deben combinar la honradez sobre lo que revelan sus investigaciones con la probidad sobre el carácter inherentemente provisional de lo que se considera documentación probatoria en su profesión. A diferencia de las ciencias naturales, la economía raras veces aporta resultados nítidos. Entre otras cosas, porque todo el razonamiento económico es contextual, con tantas conclusiones como circunstancias potenciales se den en el mundo real. Todas las afirmaciones económicas son declaraciones condicionales: “si… en ese caso…” En consecuencia, imaginar qué remedio funciona mejor en un marco determinado es un arte y no una ciencia.

En segundo lugar, la documentación empírica raras veces es lo suficientemente fiable para zanjar decisivamente una controversia caracterizada por una opinión profundamente dividida. Así es en particular en la macroeconomía, naturalmente, en la que los datos son pocos y se prestan a diversas interpretaciones.

Pero incluso en la microeconomía, en la que a veces es posible obtener cálculos empíricos precisos utilizando técnicas aleatorias, hay que extrapolar los resultados para aplicarlos en otros marcos. Una nueva documentación económica sirve en el mejor de los casos para influir ligeramente– un poco aquí, un poco allá– en las opiniones de quienes tienen una mentalidad abierta.

Dicho con las memorables palabras del economista jefe del Banco Mundial, Kaushik Basu, “una cosa que los expertos saben y los no expertos desconocen es que aquéllos saben menos de lo que éstos creen”. Las consecuencias no se limitan a la necesidad de no exagerar los resultados de cualquier investigación determinada. Los periodistas, los políticos y el público en general tienen tendencia a atribuir mayor autoridad y precisión a lo que dicen los economistas de lo que éstos deberían considerar aceptable, en realidad. Lamentablemente, los economistas raras veces son humildes, en particular en público.

El público debería saber sobre los economistas lo siguiente: la astucia y no la sabiduría es lo que hace avanzar en su carrera a los economistas del mundo académico. Los profesores de las universidades más prestigiosas no se distinguen actualmente por acertar en sus afirmaciones sobre el mundo real, sino por idear retoques teóricos imaginativos o presentar documentación nueva. Si esas aptitudes los vuelven también observadores perspicaces de las sociedades reales y les brindan una sólida capacidad de juicio, raras veces se trata de algo intencionado.

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Project Syndicate