- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Aroma de amor en Roma, por Héctor Abad Faciolince.

ROMA TEXTO

Como todos los caminos conducen a Roma, después de mucho caminar cualquiera llega a la ciudad santa.

Cuando uno llega a Roma en romería —el día de la madre, y porque otra madre muy milagrosa va a ser canonizada por el sumo pontífice— lo primero que debe hacer es ir a saludar al más viejo de sus dioses: el río. A este río, de un color verde oscuro al que se han añadido unas gotas de leche, los primeros romanos lo llamaban Pater Tiberinus, o también Tíberis, y es el mismo que los italianos de hoy llaman Tévere y nosotros Tíber. Al Tíber se lo reverencia mejor desde arriba y yo acostumbro venerarlo desde el Ponte Sant’Angelo, que es peatonal y está lleno de ángeles vestidos con túnicas barrocas de mujer.

Cada vez que veo correr las aguas fugitivas del Tíber a mí me dan ganas de rezar. Y el modo de rezar de un no creyente consiste en recitar. En este caso a Quevedo, por supuesto, con ese soneto que empieza diciendo “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino! / y en Roma misma, a Roma no la hallas…” y que concluye (después de haber constatado que en la tierra firme no hay otra cosa que ruinas y restos de catástrofes) así: “… huyó lo que era firme y solamente / lo fugitivo permanece y dura”. Es decir, que de la Roma antigua no queda ninguna piedra en pie, y en cambio permanece y sigue corriendo el agua que fluye. Las mismas aguas del viejo Padre Tiberino.

Que nada quede en pie de la Roma antigua no es muy exacto y para constatarlo conviene caminar hasta el Panteón, es decir, hasta el templo de todos los dioses. Muy pocos edificios del mundo superan en belleza a este templo redondo. Y aunque la intención antigua había sido dedicarlo a cualquier dios sin excepción, el Panteón se salvó porque en el siglo VII los muy monoteístas fanáticos de la cruz lo convirtieron en Basílica cristiana. Si no es por eso, los papas lo habrían saqueado y desguazado —como hicieron con centenares de santuarios romanos— para construir sus propios templos y basílicas dedicados a su Dios, o a la madre de Dios, o a la Trinidad que es uno y tres al mismo tiempo, o a cualquiera de los innumerables santos de la iglesia —que mucho se parecen a las antiguas divinidades romanas, pues se especializan en ciertos asuntos: Santa Lucía en los ojos, San Isidro Labrador en matrimonios, San Pedro en la lluvia, San Telmo en los mares, y ahora Santa Laura en la educación de los indígenas.

Hay ciudades sagradas —Jerusalem, La Meca, Tenochtitlan— y ciudades profanas —París, Río, Nueva York—, pero una sola ciudad que es profana y sagrada a la vez: Roma. Esto se entiende bien caminando por sus calles, por sus plazas sensuales, bebiendo vino y comiendo alcachofas en el ghetto o en Trastévere, pero se entiende incluso en el rojo que usan sus cardenales, en la ambigua estatua del hermafrodita dormido que está en Villa Borghese, en los pinos majestuosos que se elevan elegantes y serios, en las vitrinas de la ropa más bonita que existe, inalcanzable, en los ojos almendrados de los vivos y de los muertos, y sobre todo en la mirada que te lanza Giordano Bruno, desde su estatua, en el Campo dei Fiori, en el mismo sitio donde ardió en la hoguera de la Inquisición por el solo delito de oponer la razón a la fe.

Dudo que haya metrópolis más hermosa que Roma, donde todo huele a amor, a amor profano, y donde la misma religión de la cruz y de la espada se dulcifica en arte, como en la estatua de Santa Teresa de Bernini —mística y erótica a la vez—, o en la perfecta Plaza del Campidoglio, o en el retrato del cardenal Farnese de Rafael, o en el mismísimo rostro rígido de la madre Laura, la única santa colombiana hasta hoy, una niña que nació en Jericó, escribió catecismos para indios remisos, tuvo pleitos con los obispos y con el mismo diablo, y al parecer nunca lloró.

***

Publicado originalmente en El Espectador.