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Armas químicas y el juego de Assad, por Jon Lee Anderson

Por Jon Lee Anderson | 29 de abril, 2013

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Cuando el Secretario de Defensa Chuck Hagel dijo el jueves que las agencias de inteligencia estadounidenses creían —con distintos grados de certeza— que el régimen de Bashar al-Assad había utilizado armas químicas contra sus enemigos en Siria (Hagel mencionó el uso de gas sarín), el anuncio parecía inevitable. Desde hace un tiempo se ha vuelto claro que la guerra civil siria, durante sus dos años de existencia, ha sido una clásica guerra total, sangrienta y sin miramientos, atenuada sólo por el juicio de Assad sobre lo que puede hacer o no para salirse con la suya. Desde el principio, con cada escalada de violencia y armas, Assad ha medido cuidadosamente el ambiente internacional. El uso temprano de paramilitares que ejecutaron matanzas indiscriminadas de civiles en ciudades como Houla estaba dirigido a atomizar la los civiles de la rebelión sunita, recordándoles la masacre en Hama en 1982 que mantuvo a la comunidad suní en silencio durante treinta años. Cuando eso no funcionó, Assad, discretamente al principio, comenzó a utilizar helicópteros de combate, artillería y morteros para golpear las partes controladas por los rebeldes en Homs y otras ciudades insurgentes. Tomando como referencia los hechos que activaron las “zonas de exclusión área” en conflictos como Bosnia e Irak, Assad fue prudente al mantener un ojo vigilante en el horizonte. En este caso, el despliegue de helicópteros fue reconocido y aborrecido por igual, pero no produjo ninguna respuesta que no fuese la interminable disputa circular que hemos visto en el Consejo de Seguridad, con Rusia, Irán y China (para hacer notar su presencia) bloqueando iniciativas que trataron de condenar, aislar o sancionar a Assad.

Y así ha sucedido hasta ahora. Tras el dramático levantamiento de los rebeldes el verano pasado —con ataques paralelos en Aleppo y Damasco, más devastadores asaltos con bombas en el corazón de los centros de poder del régimen—, Assad comenzó a desplegar aviones de guerra MiG y Sukhoi para bombardear y ametrallar zonas rebeldes y, con mayor frecuencia, objetivos civiles. Al principio el uso de los aviones fue sigiloso; ahora se utilizan con una descarada transparencia. En el otoño, Assad tanteó las aguas aún más al disparar algunos misiles Scud (temibles cohetes de mediano alcance capaces de producir un daño terrible) que, cuando son dirigidos contra ciudades, causan un pánico masivo. Por ejemplo, durante el último uso generalizado de misiles Scud en la “guerra de las ciudades” del conflicto entre Irán e Iraq, Saddam Hussein lanzó un estimado de ciento ochenta y nueve misiles Scud hacia Teherán y otras ciudades, matando a unas dos mil personas. No obstante, fue más rendidor el efecto psicológico que tuvo: aproximadamente un cuarto de la población civil de Teherán, alrededor de dos millones de personas, huyó de la capital durante ese período. En ese sentido, es interesante notar que en los últimos años —desde el aumento de los ataques aéreos de Assad— el éxodo civil de Siria se ha acelerado: hace un año había dieciséis mil refugiados sirios registrados en Turquía, siete mil en Jordania y doce mil en el Líbano; esas cifras se estiman ahora en cuatrocientos mil, cuatrocientos setenta mil y un millón respectivamente. No hace falta decir que cuantos más civiles de comunidades sunitas insurgentes partan de las ciudades y el campo de Siria, mejor para el régimen de Assad. Mientras la crisis en Siria socava cada vez más la estabilidad de sus frágiles vecinos, el ascenso de Assad en la comunidad internacional por medio de los rusos, que han sido sus portavoces desde el principio, se hace mayor. Con cada nueva tragedia y amenaza de profundización del conflicto, Sergey Lavrov, Ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, recuerda a todos que hay una solución rusa para el problema: dejar a Assad, u otra persona con el respaldo y aprobación de Moscú, en el poder.

A finales del verano pasado, coincidiendo con el uso creciente de la fuerza aérea, el gobierno de Assad también comenzó a lanzar pequeñas indirectas y recordatorios de que poseía armas químicas, lo que preocupa a la comunidad internacional desde hace años. Cuando estuve el verano pasado en Aleppo con los rebeldes, escuché decir a un portavoz del régimen, en un desliz aparentemente intencional, que “no se usará nunca ningún arma química o bacteriana… durante la crisis en Siria, sean cuales sean los acontecimientos”, y que “todos estos tipos de armas se encuentran almacenados y bajo la seguridad y supervisión directa de las fuerzas armadas sirias y nunca se usarán, a menos que Siria esté expuesta a una agresión externa”. El anuncio se asemejaba mucho a un globo de ensayo. Los funcionarios del gobierno han complementado la idea en declaraciones posteriores, diciendo que si alguien fuera a utilizar armas químicas en Siria serían los rebeldes. En las áreas rurales de Aleppo, pudo sentirse el impacto que ha tenido los anuncios sobre armas químicas en las zonas controladas por rebeldes: visité una aldea cerca de la frontera con Turquía donde varias familias kurdas, establecidas allí tras huir del centro más profundo de Siria, explicaron que temían ser “bombardeados con gas”.

Si Assad ha utilizado gas en el campo de batalla, es probable que lo haya hecho de manera similar a como lo ha hecho con sus armas anteriores: de forma gradual en un ambiente bien calibrado, con la esperanza de diseñar un impasse de consecuencias tan graves, que deba negociarse con él. En la lógica de esta guerra, hay que pensar como un jugador de ajedrez. Assad (y con él, se sospecha, los rusos e iraníes) está tratando de traer a los estadounidenses para concertar algún tipo de acuerdo. ¿Qué mejor momento que la semana después de que el Frente Al-Nusra, uno de los grupos rebeldes más poderosos, reconoció su afiliación con Al-Qaeda?

La declaración de Obama en agosto, concebida originalmente como una advertencia —y con suerte, un factor disuasivo para Assad— anunciando que el uso o movimiento de armas químicas representaría una “línea roja” para su administración, se ha convertido en un punto de debate para aquellos que buscan una mayor definición del papel de la Casa Blanca en Siria, y para los que tratan de infligir daño político sobre un presidente norteamericano en apariencia tímido e indeciso. Ellos quieren que Obama haga algo. ¿Pero qué?

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Publicado en The New Yorker el 27 de abril de 2013.

Jon Lee Anderson 

Comentarios (1)

Sufi
1 de mayo, 2013

Muuuy interesante

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