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Escritores que renegaron de sus libros

libro renegado textoFragmento de un artículo de Juan Bonilla, publicado en Suma Cultural

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Juan Ramón Jiménez iba por las librerías de Madrid buscando ejemplares de sus primeros libros, Ninfeas y Almas de Violeta, y cuando conseguía ejemplares, según quiere la leyenda, los destruía. No es el único caso. Abunda esa figura de escritor en pos de ejemplares de un primer libro que quiere borrar de su bibliografía, hacer desaparecer del mercado, no consiguiendo en la mayor parte de las veces sino hacer aún más raro y más valioso aquello que quisiera que, sencillamente, no existiese. Supongo que se llega a eso cuando uno considera que ha alcanzado una voz personal que queda negada por un antepasado prematuro en el que, o la promesa de esa voz personal era aún lo suficientemente pálida como para no merecer la consideración del autor con nombre propio, o bien los resultados de esos ejercicios adolescentes son tan rematadamente malos que avergüenzan a ese nombre propio como un equipo de cadetes torpes podría avergonzar a un primer equipo. En el caso de JRJ parece claro que consideraba aquellos libros –y otros que le siguieron– como tanteos en pos de una voz, como entrenamientos que no debieron acudir a imprenta a dejar ver ni aciertos ni torpezas. Pero ¿quién le dice a un joven poeta que se espere a tener una voz personal y distinguible para imprimir sus versos? Sobre todo cuando ese joven poeta tiene posibilidades de ir a la imprenta por sus propios medios. El territorio de los libros cuyos autores reniegan de ellos es amplio, fácilmente se le podría consagrar una sección en cualquier biblioteca, y seguro que habrá en alguna parte un coleccionista especializado en ellos. Ahí tendría que estar el Charivari de Azorín, al que Cansinos ve arrojando un montón de ejemplares a la basura, porque contiene muestras de anarquismo que no convienen a la fama de sensato que ha sabido labrarse el autor mediterráneo, ahí el España-Vaticano de Sánchez Mazas, que se cuidó de no poner su nombre en el libro, lo firmó como Persiles, y criticaba las relaciones entre los dos estados, y después de la guerra no le convenía al hombre que se recobrase aquellas encendidas discusiones y hacía lo posible por no acordarse –y tratar de que los demás no recordaran– que las había escrito y publicado él. Los asuntos políticos son también un buen argumento para olvidar que se ha escrito algo: le pasó a Goytisolo, que publicó aquel canto de amor a la revolución cubana titulado Pueblo en marcha, antes de enterarse de verdad la marcha que se le estaba metiendo al pueblo en Cuba.

Sin renegar del todo –o con una forma muy particular de renegar de él– Luis Cernuda nunca quiso reimprimir su primer libro, Perfil del Aire, tal y como salió en las preciosas ediciones de Litoral en Málaga. Cuando tuvo la oportunidad de reunir sus libros de poemas en un volumen, La Realidad y el Deseo, se inventó un vagón titulado Primeras Poesías para recoger lo que estimaba más salvable de aquel libro. Hasta el título le parecía molesto por lo que tenía de pretendidamente poético. Sin embargo, a la hora de ajustar cuentas con la memoria, y con los que atacaron ese primer libro como mera imitación de Jorge Guillén, no se cortó un pelo y se marcó un diálogo con un crítico en el que un amigo del poeta trataba de demostrar fehacientemente las muchas cosas que distinguían al primer Cernuda del primer Guillén: no resultaba apenas convincente, pero decía mucho acerca de la soberbia de Cernuda el hecho de que, siendo él el primero que no perdonaba a su primer libro, no consintiera que no lo perdonaran los demás.

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Así Borges, cuando ya era Borges, se negó, a la hora de programar sus Obras Completas, a recoger en ellas sus dos primeros libros, Inquisiciones y El tamaño de la esperanza, a pesar de que en ellos había más que promesas de lo que llegaría a ser el tono, la voz, la cultura y la inteligencia de Borges. No eran obras pulidas, eran meras recopilaciones de artículos, había demasiadas exageraciones, como si el firmante, el antecesor de Borges, hubiera sido un imitador. Pero es lo que suelen ser los antecesores de las grandes voces: imitadores por adelantado de las voces personales en que se convertirán, por paradójico que parezca ponerse a imitar lo que aún no ha nacido. En Argentina es casi costumbre nacional que se reniegue de las primeras obras: por lo menos en esa zona de la Argentina que se conoce como Revista Sur. Bioy también renegó de algunas obras suyas, pero algunas de ellas ya renegaban de Bioy en el momento de ir a la imprenta, porque Bioy había tomado la precaución de firmarlas con pseudónimo, para que su familia no supiera a lo que se dedicaba el muchacho. Entre ellas destaca un buen libro de relatos, Diecisiete disparos contra lo porvenir, firmado por Martín Sacastrú. Y quien fuera secretario de la Revista durante años, José Bianco, autor de una obra breve, pulida, exigente en la que destaca la novela Las Ratas, también publicó en el año 32 un volumen de cuentos, La pequeña Gyoros, del que sólo salvó una pieza, “El límite”. El resto quiso entregarlo al olvido o a sus embajadores los coleccionistas de libros de los que sus autores reniegan.

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