- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

“Simpatía por King Kong” (Fragmento), por Ibsen Martínez

Kiko Mendive texto

Paco Chapman sostiene que una noche de aquel año de gracia de  1947, durante el receso que siguió al rodaje de Gangsters Contra Charros, Kiko  Malanga lleva a Pérez Prado a El Oaxaqueño, un sitio nocturno del DF donde ambos ejecutan el “número del invitado.”

El número del invitado se desarrolla así: el director o el cantante solista de la banda se acerca al micrófono y dice: “Damas y caballeros, esta noche nos  complace contar, entre el respetable que nos distingue, a un extraordinario  músico cubano que anda de paso por estas tierras, el señor [aquí el nombre de guerra del artista sin visa de trabajo] para quien pido un caluroso [o ‘cariñoso’ o ‘fuerte’ o ‘sincero’] aplauso”.

El foco buscador, tomado por sorpresa, se mueve indeciso por entre las mesas –no conoce de vista al viajero, no sabe dónde está– mientras el director o el solista de la orquesta le pide al visitante que por favor se deje ver y se ponga de pie. El viajero accede, incrédulo de haber sido reconocido en la penumbra, y hace una tímida, abrumada, halagada, encogida reverencia. Sus acompañantes, en especial las elegantes y risueñas damas, lucen todavía mucho más halagados. Entonces, con bastante miramiento, porque se entiende que el artista no se aviene fácilmente a improvisar y, además, anda en viaje de placer y es posible que no esté de ánimo para este tipo de solicitación, se le invita a acompañar a la orquesta de planta en un número musical. Los aplausos arrecian, el viajero no tiene escapatoria y termina por subirse a la tarima de los músicos.

El número del invitado es una ceremonia en la que el cabaret copia al cine –mexicano– para  apaciguar a los fiscales del sindicato de músicos, cancerberos noctámbulos que no tienen inconveniente en aplaudir ellos también porque, al fin, no se trata sino de un cálido gesto de hospitalidad que a nadie se le niega, mucho menos a un transeúnte en vacaciones, y porque así pueden beber de gorra en los establecimientos más concurridos. Al final, cada quien recibe su lasca de lo recaudado.

Por alguna razón que Chapman desconoce, los únicos músicos extranjeros que logran inmediatamente y sin reparos la superior dispensa del sindicato son los percusionistas. Así, Kiko Malanga, bailarín y cantante, obtuvo sin mayor trámite sus papeles al declararse bongocero sin serlo. Pero Pérez Prado, la “Foca de Matanzas”, ha sido inocultablemente el pianista de la gran orquesta “Casino de la Playa”. No es conguero ni bongocero ni timbalero, sino músico de atril y papel pautado; un conspicuo compositor, arreglista y ejecutante extranjero, no elegible todavía para el carné sindical y a quien toda la fila de saxos reconoce con júbilo tan pronto entra a El Oaxaqueño en compañía de Kiko.

Esta noche en particular, la banda es la de Arturo Núñez, con la que Kiko ha cantado ya en plan solista en muchas ocasiones. El maestro Núñez se alegra de ver aparecer a Pérez Prado, estrecha su mano y exclama, dulcemente: “¡No, llegó el que faltaba!”.

A Kiko lo violenta en lo más íntimo el efecto que causa Pérez Prado. Se había propuesto ir mostrándole a éste, poco a poco, la “escena nocturna” local. Ahora constata que a Pérez Prado lo precede realmente una reputación y que hay, por ejemplo, entre el maestro Núñez y el pianista matancero, lazos y ataduras nunca imaginados por Kiko, nexos que lo dejan fuera de la conversación, en especial un anecdotario que estalla de inmediato y que Kiko encuentra absolutamente inasible. Sólo puede aportar al encuentro su sonrisa de caballo escucha.

Manolo Guido, que casualmente está allí esa noche y que en realidad se llama Manuel Osorno Buendía, pregunta a Pérez Prado por un amigo  común – el maestro Iznaga–, y el recién llegado dice que éste también se arrancó definitivamente de La Habana y ha prosperado como arreglista en Nueva York. Núñez encomia a Pérez Prado ante Kiko, como si no fuese Kiko quien ha hecho las gestiones para traerlo a México. Entre todos acuerdan que durante el tercer set harán el truco del invitado.

Hacia el final del tercer set, Pérez Prado y Kiko suben  a la tarima y Kiko canta “Ya son las doce”, un bolero-mambo original de Juan Bruno Tarraza que, dos décadas más tarde, Tito Rodríguez populizará desde Nueva York cantándola en un tempo más apacible. Es ese que comienza diciendo: “Ya son las doce y no viene / me hará lo mismo que ayer.”

Cuando Kiko baja de la tarima, Pérez Prado se queda sentado al piano y entabla una negociación instrumental con la sección rítmica que termina por convertirse en un número para piano solista: “María Cervantes”, de Noro Morales.

Han comenzado a llegar muchos otros músicos, liberados ya de sus trabajos en otros locales. La gente deja de bailar y se acerca a la tarima. Kiko topa con Silvestre Méndez, amigo suyo desde la infancia en La Habana y la primera persona que le dio una mano al llegar a México. Se ponen a escuchar a Pérez Prado desde un punto exterior al semicírculo entusiasta que asedia el escenario. La Foca se las ha arreglado para trasmutar en  un pasmoso boogie woogie el tema de Noro Morales y lo que se ha formado es tremenda descarga, caballero. Nadie baila ya; todo el mundo escucha.

Un hombre flaco, con la cara llena de tics, trajeado a la moda, con una mano en el bolsillo y un vaso de high ball en la otra, viene a pararse junto a ellos con el sombrero puesto. El hombre señala a Pérez Prado de  una cabezada, luego se inclina hacia la oreja de Kiko y le dice en voz baja, con acento español: “Este no es que sabe; este conoce, y, sonriente, se queda mirando a Kiko, como a la espera de una reacción y en el preciso instante en que Kiko devuelve la sonrisa, el hombre borra la suya propia en un verdadero alarde de autodominio, adopta una expresión colmilluda y feroz y le habla muy recio:

—   Cuando quieras hablar con mi mujer me lo dices a mí, ¿estamos? Ya sé que no te da igual, pero es mejor así.

Y le da una palmadita paternal y superior en la espalda, una palmadita que, según la mano blanca se aleja de su hombro, se convierte en un desdeñoso gesto de abierto despacho que turba por completo a Kiko mientras mira cómo el hombre cruza por delante suyo, le da la espalda, se acerca a la tarima, se funde en el corro que escucha y aprueba y alienta el solo de piano de Pérez Prado con gritos de “¡vaya!”, “¡juega!”, “¡dímelo!”

En el Tabú, el nightclub donde trascurre buena parte de “Distinto Amanecer”, son ya las cuatro de la mañana y Octavio bebe solo sentado en una mesa. El general Vidal y sus secuaces acaban de llegar al cabaret y han copado todas las salidas. Taimadamente aguardan a que el acorralado haga su próxima jugada.

En unas pocas horas, Octavio deberá marchar al sur, a un gran congreso obrero donde, ante el mismísimo presidente de los Estados Unidos de México, denunciará la venta de una gran huelga obrera a una empresa extranjera. Lo hará con documentos en la mano, los mismos por cuya posesión fue asesinado su compañero, Armando Ruelas, en la oficina de correos, sin alcanzar a abrir el buzón donde aún reposan los papeles.

El marido de Julieta –sería muy largo contar aquí porqué­ lo ha hace y a instancias de qué raro noble impulso ni qué consecuencias tendrá todo ello para su vida conyugal– ha logrado recuperar los documentos y, tras burlar a sus perseguidores, dárselos a Octavio, su rival amoroso. Como es un escritor frustrado es, desde luego, muy chambón y lo hace a la vista de los matones de Vidal.

Los documentos incriminan no sólo al general, sino también a una vasta red de políticos y altos funcionarios corruptos. Si a Octavio se le ocurre a salir del cabaret será hombre muerto antes de llegar a la estación de ferrocarril. En consecuencia, fuma y calcula sus opciones mientras Julieta, que trabaja como alternatriz para mantener a su marido que, dicho sea al pasar, la engaña con una chaparrita bigotona,  baila mal de su grado con el general Vidal.

Todo en esta película, llena de disparatadas incoherencias que tanto impacientan a Raquel, viene a componer un momento de tristeza y fatalidad en que Armendáriz –bello, estoico, armado e indefenso– parece estar a sólo una pitada de cigarrillo de intentar escapar a la loca, abriéndose paso a tiro limpio.

“El arte ocurre”, dijo Whistler: Justo entonces comienza a escucharse un son montuno cuyo estribillo dice: “arruyémbele cajúa / arruyémbele ka” y, de pronto, aparece Kiko Malanga, el recolector de yuca del Mercado de Quinta Crespo, en primerísimo primer plano. No parece tener ni un día más de veinte años y está parado en plan crooner ante un micrófono. Se ha vestido para matar y luce tan delgado y tan nubio  –por poco escribo “rubio” queriendo decir “etíope”– como pueden hacerlo ver la engominada pasa pegada al cráneo y la cinematografía en blanco y negro de Gabriel Figueroa.

Kiko canta los versos de “la negra Leonó que acarrancha la bemba y se pone a cantá”, y verlo basta para embargarme hoy de esa dulzura despiadada que infunde el cine cuando en él aparecen los amigos muertos, tal como eran antes de llegar a conocernos, cuando todavía no estaba claro que Armendáriz lograría al final escapar del cerco tendido por el general Vidal ni que, cuarenta y seis años más tarde, a Kiko lo va a sorprender  un toque de queda cuando apenas le queden por caminar los cincuenta metros que lo separan de la entrada del Bloque 19 del 23 de Enero, legendario conjunto multifamiliar del lado oeste de Caracas donde francotiradores, rezagos de la guerrilla urbana de los años sesenta, disparan desde las azoteas sobre las tanquetas de la Guardia Nacional que al atardecer del segundo día del “Caracazo” han llegado para ocupar la playa de estacionamiento.

La primera tanqueta de la Guardia Nacional acaba de entrar al playón de estacionamiento y todavía no responde el fuego. Aturdido y jadeante por la larga carrera, Kiko empieza a ver brotar del pavimento en torno suyo unas manchas relucientes que chasquean al caer, como goterones de aguacero.  Extrañado, sin darse cuenta todavía de que se trata de munición de guerra haciendo impacto en el pavimento, se detiene un instante a detallar uno de esos goterones y es entonces cuando recibe un disparo según una trayectoria que “Señorita Venezuela 88” describirá más tarde en su informe de ingresos por emergencia como casi vertical, de arriba hacia abajo.

El balazo destroza el homoplato y se aloja en el cuadril derecho sin que Kiko sienta dolor alguno al ser alcanzado. Por eso cuando, un segundo más tarde, quiere echar a andar de nuevo cree que es el piso lo que se hunde a su paso, sin ocurrirle pensar que una bala le ha desintegrado también la pelvis y la bola del fémur. Trata de ponerse en pie y resbala una y otra vez en su propia sangre y vuelve a caer sin soltar la caja del teclado eléctrico, sin poder salir tampoco de la galería de tiro en que se ha convertido la playa de estacionamiento y en eso se está un rato, resbala que resbala, asustado de la creciente debilidad en sus brazos y del dolor que ahora sí sube por su espina dorsal, y atento siempre a que no vaya a dañarse el teclado eléctrico con tanta atropelladora gente como pasa a toda carrera junto a él, que salta y vuela y chilla y silbotea por encima del caído para ir a cubrirse detrás de los autos, a tenderse detrás de las jardineras o agacharse bajo las escalinatas porque todo al derredor ha estallado en una nutrida balacera que va a durar toda una noche de la que Julio Bracho ni Andrea Palma ni Max Aub ni Xavier Villaurrutia ni Gabriel Figueroa ni el agonista Armendáriz ni el corifeo Kiko Malanga llegan nunca a saber, encerrados como están aquella madrugada de 1943 en el cabaret de “Distinto Amanecer” donde es siempre todavía aunque hayan muerto.

***

Simpatía por King Kong
Ibsen Marínez
Editorial Planeta (2013)