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El Caribe y la América Latina de Alexis de Tocqueville, por Leopoldo Tablante

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La democracia en América (el primero tomo publicado en 1835, el segundo en 1840) es uno de los textos fundacionales de las ciencias sociales y uno de los análisis más rigurosos sobre cómo las instituciones de un país democrático emanan de los hábitos y de la sensibilidad de su propia población. Su autor, Alexis de Tocqueville (1805-1859), había madurado intelectualmente como republicano pero era descendiente de la aristocracia realista que la Revolución había recién destronado entre 1789 y 1793 y, en ese sentido, su expedición americana debe haber cuestionado uno que otro principio personal. Su padre, Hervé Clérel de Tocqueville, conde Tocqueville, había sido Soldado de la Guardia Constitucional del rey Luis XVI, luego prefecto y Par de Francia durante la época de la Restauración; su madre, Louise-Madeleine Le Peletier de Rosanbo, era pariente de Chrétien Guillaume Lamoignon de Malesherbes, defensor de Luis XVI ante la Convención Nacional y encargado de comunicarle al rey el dictamen de su pena de muerte. Sus dos padres también fueron condenados a la guillotina, pena conmutada después de la muerte de Robespierre, el 9 de Termidor (“Alexis de Tocqueville. His Family”, 2013).

Aun cuando el joven Alexis –quien comenzó a hacer esta investigación cuando tenía 25 años y acabó su primer volumen cuando tenía 28– estaba convencido de que Estados Unidos era un país de ciudadanía inculta y ordinaria, también estaba consciente de que su gran logro, la democracia, era la concreción natural de una idea cultivada dentro del ámbito de la civilización occidental a la que él pertenecía. A lo largo de los dos volúmenes de La democracia en América, Tocqueville menciona brevemente a las minorías étnicas que ocupaban partes del territorio de los Estados Unidos, minorías que figuran como grupos sociales y étnicos desperdigados, disminuidos o subyugados por el orden militar y legal instituido por autoridades blancas, anglosajonas, protestantes y/o católicas. El propósito de su expedición americana fue, precisamente, describir y analizar este nuevo sistema social y político con una voz que, si bien caracterizada por su distancia científica, no podía no reconocer la democracia americana como un gran alcance occidental.

En su monumental trabajo, Tocqueville logra varios objetivos importantes: circunscribe la consumación de la democracia a una tradición de pensamiento occidental que migró de Europa a Norteamérica, donde prosperó; establece un paralelismo entre una «sensibilidad occidental» y su resultado, la democracia; y, quizás de un modo menos deliberado, fija el territorio geográfico y espiritual que corresponde a ese sistema de gobierno. En este sentido, su estrategia fue crear una correlación entre el concepto de democracia, la relativa benignidad de la geografía donde florece y el tipo humano capaz de hacerla una realidad común. Por medio de la delimitación de las fronteras, tangibles e intangibles, de la democracia, Tocqueville también insinúa la existencia de otras regiones cuya naturaleza y humanidad se oponen a la posibilidad de construir un proyecto semejante. Es precisamente este reflejo de segregación del que me quiero ocupar a lo largo de los siguientes párrafos.

1. La primera frontera

Tocqueville menciona muy poco la América que va más allá del estado de Luisiana, en Estados Unidos. Y si bien es cierto que esta falta de referencias al Caribe, América Central (con la excepción de México, tierra de «corrupción» y «miseria» [p. 175]) y América del Sur no disminuye la importancia de La democracia en América en los campos de la historia, el derecho y las ciencias sociales y políticas, es interesante observar los sesgos de Tocqueville sobre la probabilidad de consumar la democracias en ciertas áreas geográficas específicas del mundo. El abrumador despliegue analítico a través del cual el autor traza la relación entre naturaleza, sociedad, hábitos, cultura, moral, instituciones y justicia en Estados Unidos prácticamente se desvanece en sus alusiones al sur, que destaca como una vaga generalización geográfica.

La austeridad y la seriedad ideales de la gente del norte, orientada a la acción y al control de la naturaleza, comienza ya a desaparecer en el sur de Estados Unidos, que curiosamente Tocqueville llama el «midi» por analogía con el sur de Francia y su proximidad con el mar Mediterráneo. En esta área, la dicotomía norte/sur de Tocqueville cristaliza por medio del contraste entre dos grupos humanos separados por la naturaleza y por escalas de valores divergentes:

El hombre del Norte no solamente tiene experiencia, sino saber; sin embargo, no aprecia la ciencia como un placer, la estima como un medio, y no capta de ella sino sus aplicaciones útiles.

El norteamericano del Sur es más espontáneo, más ingenioso, más abierto, más generoso, más intelectual y más brillante. El norteño es más activo, más razonable, más ilustrado y más hábil.

Uno tiene los gustos, los prejuicios, las debilidades y la grandeza de todas las aristocracias.

El otro, las cualidades y los defectos que caracterizan a la clase media (Tocqueville, 1835/1986, p. 346).

Tocqueville muestra cierta simpatía hacia los sureños de Estados Unidos, quienes, si bien ya eran ciudadanos estadounidenses luego de la compra de Luisiana del año 1804, resistieron hasta casi mediados del siglo diecinueve como un grupo social de cultura francófona. No obstante, Tocqueville permanece tan cauteloso ante los franceses de Luisiana como Voltaire lo había estado ante los criollos de Haití cuando, en el siglo dieciocho, la isla era aún colonia. En su expresión hay un cándido extrañamiento, extrañamiento que anticipa el franco espíritu de segregación con el que Tocqueville se refiere a los esclavos de origen africano o a las comunidades aborígenes, que el autor llama «salvajes». Su reflejo semántico es análogo al de cualquier explorador europeo llegado a las costas del nuevo mundo a lo largo de los últimos tres siglos, aun cuando Tocqueville es cauto y ciñe su expresión a la austeridad del método científico. Sin embargo, en la escogencia de su objeto (la democracia en [norte]América) una necesidad de exclusión geográfica se impone: el sur es útil porque, a pesar de su naturaleza enigmática, simboliza un polo negativo que contrasta con el industrioso y positivo norte.

2. El letargo tropical

Más allá del sur de Estados Unidos, es la propia naturaleza la que destaca como amenaza de la democracia. La sensualidad del trópico trae consigo la semilla de su fracaso sociopolítico, tal como Tocqueville lo expresa en esta comparación:

Cuando los europeos abordaron las orillas de las Antillas, y más tarde las costas de la América del Sur, se creyeron transportados a las regiones fabulosas que habían celebrado los poetas […]. En una selva de limoneros olorosos, de higueras silvestres, de mirtos de hojas redondas, de acacias y de laureles, entrelazados por lianas floridas, una multitud de pájaros desconocidos por Europa dejaba resplandecer sus alas púrpura y azul, y mezclaban el concierto de sus voces a las armonías de una naturaleza llena de movimiento y de vida.

La muerte estaba oculta bajo manto tan brillante; pero no se la hacía caso todavía, entonces, y reinaba por lo demás en el aire de esos climas no sé qué influencia enervante que ataba al hombre al momento en que vivía y lo tornaba inconsciente del porvenir.

La América del Norte apareció bajo otro aspecto. Todo en ello era grave, serio y solemne. Se hubiera dicho que había sido creada para llegar a ser los dominios de la inteligencia, como la otra morada para los sentidos (p. 56).

El trópico como «ámbito de los sentidos» crea tipos humanos que van a contrapelo de la esforzada determinación, moderación natural y austeridad intelectual del norte: mientras el norte acoge y absorbe la herencia del trabajo y la razón, el sur la expele.

En vista de que el trópico perturba la razón del hombre, los grupos humanos diseminados en esta área tendrían, de acuerdo con Tocqueville, tendencia a tornarse excesivos e inconsistentes. El autor lo expresa de esta manera:

Se ven pueblos que aman la ostentación, el ruido y la alegría, y que no echan de menos un millón gastado en humo. Se ve a otros que no aprecian sino los placeres  solitarios y que aparentan avergonzarse de parecer contentos (p. 212).

Austeridad y auto-control en el norte e inmadurez y disipación (o languidez) en el sur: este discurso ha marcado la relación norte-sur desde al menos el comienzo del ciclo independentista.  La publicación de La democracia en América coincidió con los primeros días de las repúblicas latinoamericanas y, de algún modo, predijo la dialéctica entre Norte y Sudamérica: el sur como la devaluación de las ideas republicanas que maduraron y adquirieron un estatuto funcional en el norte; el norte como garante moral y contralor regional –luego global– del concepto de democracia.

3. La lógica paternalista norte/sur. El culto a la revolución

Debido a las generalizaciones y omisiones con las cuales Tocqueville construye la dicotomía norte/sur, llama la atención el racismo que se deriva de sus apreciaciones: criollos e indígenas (grupos no occidentales) carecen de formación e información, son informales, intuitivos y llenos de una lasitud inspirada por la cálida y exuberante generosidad de su biósfera. La «impureza» criolla del sur –con sus implicaciones correspondientes: la interferencia del mestizaje étnico en la interpretación de las fuentes filosóficas e intelectuales que inspiraron a las élites y libertadores criollos– constituye el ethos del caos tropical y sureño. Esta caracterización refuerza la existencia de un área de temperancia y razón, localizada en el norte, cuya función es mantener al sur dentro del carril de la civilización.

Sin embargo, esta lógica paternalista se quiebra debido al espíritu rebelde del sur, producto precisamente de la incompleta supresión por parte del colono europeo de la interferencia de los grupos indígenas y africanos que se integraron a su gentilicio. Este obstáculo contradice o retrasa el espíritu de la institucionalidad moderna. En la mente de Alexis de Tocqueville, el Caribe y el sur son una especie de dominio simbólico que aloja y alimenta una patología: el impulso de revolución, un fenómeno histórico emanado de un deseo de independencia que para él no es otra cosa que un reflejo político precipitado e inmaduro. El concepto de revolución (que implica la idea del derrocamiento de un orden político hegemónico por parte de un movimiento popular orientado hacia la creación de un nuevo orden inspirado por nuevos valores y administrado por nuevas autoridades) ayuda de nuevo a resaltar la diferencia entre dos mentalidades diversas.

La revolución en los Estados Unidos se ha producido por una apetencia madura y reflexiva de libertad, y no por un instinto vago e indefinido de independencia. No ha sido apoyada por pasiones desordenadas; sino, al contrario, progresó por el amor al orden y a la legalidad (p. 94).

Ese «gusto maduro y consciente por la libertad» que caracteriza el espíritu democrático (norte)americano es exaltado por Tocqueville en contraposición con la incoherencia dionisíaca del espíritu tropical y sureño, limitado por una sed de emancipación refractaria a la concreción de un proyecto de bienestar público. Ya en 1835, la representación de América Latina en la mente de Alexis de Tocqueville se relacionaba con la idea de una tierra caracterizada por una violencia imprevisible y arbitraria.

Se sorprende uno al ver agitarse a las nuevas naciones de la América del Sur, desde hace un cuarto de siglo, en medio de revoluciones renacientes sin cesar, y cada día se espera verlas volver a lo que se llama su estado natural. Pero, ¿quién puede afirmar que las revoluciones no sean, en nuestro tiempo, el estado más natural de los españoles de la América del Sur? En esos países, la sociedad se debate en el fondo de un abismo del que sus propios esfuerzos no pueden hacerla salir.

El pueblo que habita esta bella mitad de un hemisferio parece obstinadamente dedicado a desgarrarse las entrañas y nada podrá hacerlo desistir de ese empeño. El agotamiento lo hace un instante caer en reposo y el reposo lo lanza bien pronto a nuevos furores. Cuando llego a considerarlo en ese estado alternativo de miserias y de crímenes, me veo tentado a creer que para él el despotismo sería un beneficio (p. 222).

4. América Latina y el Caribe y su «esperanza» europea

Del párrafo recién citado pueden retenerse tres ideas: la revolución como un impulso latinoamericano natural y espontáneo, como algo que la fatiga circunstancial puede pausar temporalmente y como un mal que sólo la mano dura de un caudillo despótico está en capacidad de controlar. Tocqueville se muestra tan desconcertado ante la persistencia de la violencia y el despotismo latinoamericano como maravillado por la riqueza y belleza natural del subcontinente.

Pero, ¿en qué parte del mundo se encuentran desiertos más fértiles, más grandes ríos, riquezas más intactas y más inagotables que en América del Sur? Sin embargo, la América del Sur no puede soportar la democracia. Si bastara a los pueblos para ser felices el haber sido colocados en un rincón del universo y poder extenderse a voluntad sobre tierras inhabitadas, los españoles de la América meridional no tendrían que quejarse de su suerte. Y aunque no disfrutaran de la misma dicha que los habitantes de los Estados Unidos, deberían por lo menos hacerse envidiar de los pueblos de Europa (p. 288).

Esos límites, exuberancia natural e inestabilidad política, con consecuencias sociales y económicas para las poblaciones internas, han determinado desde el siglo diecinueve la percepción colectiva de nuestra propia modernidad y nuestros logros institucionales. La civilización es un intento inacabado, siempre frustrado por la fuerza de la naturaleza.

Enigmática y precaria como esta psicología social pueda parecer, Tocqueville reservaba sin embargo a América Latina una esperanza de civilización. Quizás por las mismas razones por las cuales ensalzaba la democracia (norte)americana –el triunfo sociopolítico de una tradición europea de pensamiento–, esa esperanza, directamente conectada con la herencia europea de América Latina, no es en su caso más que una expresión de etnocentrismo intelectual:

Los españoles y los portugueses fundaron en la América del Sur grandes colonias que, después se convirtieron en imperios. La guerra civil y el despotismo están desolando actualmente esas vastas comarcas. El movimiento de la población se estanca, y el pequeño número de hombres que las habitan, preocupados por el cuidado de defenderse, apenas experimenta la necesidad de mejorar su suerte.

Pero no podría esto ser siempre así. Europa, entregada a sí misma, ha llegado por sus propios esfuerzos a desgarrar las tinieblas de la Edad Media; la América del Sur es cristiana como nosotros; tiene nuestras leyes y nuestros usos; encierra todos los gérmenes de civilización que se desarrollaron en el seno de las naciones europeas y de sus descendientes; América del Sur tiene, además… nuestro propio ejemplo: ¿por qué habría de permanecer siempre atrasada?

No se trata evidentemente aquí sino de una cuestión de tiempo: una época más o menos lejana vendrá sin duda en que los americanos del Sur formarán naciones florecientes e ilustradas. (p. 371).


Conclusión

Para Tocqueville, el Caribe y América Latina, más que una realidad sociopolítica enmarcada dentro de un contexto natural, social e histórico específico, eran el polo negativo necesario para realzar los logros políticos, jurídicos y sociales de la América anglosajona. Ciertamente, el Caribe y América Latina no eran su objeto de estudio, y precisamente por ello apenas destacan como telón de fondo.

Es interesante reparar en el hecho de que para Tocqueville la naturaleza juega un rol primordial en la configuración de cierta mentalidad inhibitoria del espíritu democrático en América Latina. Esta tesis trae a mi mente dos elaboraciones teóricas diversas: una que intenta comprender la influencia del espacio natural en la formación de las mentalidades y otra que persigue entender la tendencia humana a discriminar territorios de acuerdo con su respectiva orientación hacia el progreso o el atraso.

Por ejemplo, Coronil (1997) revisa la evolución de los marcos teóricos de las ciencias sociales y la geografía con el propósito de señalar una transición entre un momento en el que tiempo y espacio eran analizados como dimensiones separadas y otro en el que la vida humana, intelectual y cultural, comienzan a ser entendidas como resultado de la interacción de los hombres con el espacio a lo largo de la historia. En su tarea, Coronil emplea las nociones desarrolladas por Jameson, Laclau, Lefebvre y Massey, y especialmente en el trabajo de estos últimos dos autores halla un mayor nivel de complejidad: Massey interpreta el espacio como un «constructo de interrelaciones, como la coexistencia simultánea de interrelaciones e interacciones sociales en todas las escalas espaciales, desde las más locales hasta las más globales» (Massey, 1992, p. 80, cp. Coronil, p. 27). En un sentido, este punto de vista actualiza el concepto de «construcción social del espacio» de Lefebvre, en el que, anclado en las esferas de la producción, el comercio y la ganancia, el autor destaca el espacio como «la materia prima» que genera formas de ocupar el espacio y de interactuar con él, es decir, como el origen de las diversas formar de «percibir, concebir y vivir en el espacio» (Lefevbre cp. Coronil, p. 28).

Pero, ¿bastó la relación que el colono europeo estableció con ese trópico satanizado por Tocqueville para definir los rasgos de una sociedad latinoamericana criolla opuesta a las exigencias de la democracia?; o más bien, ¿no ha sido la concepción latinoamericana de democracia el resultado de una idealización por parte de las élites criollas de un modelo europeo/occidental que pasó por alto tanto el medio ambiente como los grupos humanos latinoamericanos, no conectados, o conectados tangencialmente, con una tradición europea/occidental de pensamiento?

El hecho de que Tocqueville no se formulara esta última pregunta en sus alusiones al Caribe y a América Latina tal vez explique la falta de consistencia de sus menciones episódicas a estas regiones. Tocqueville adopta en este particular la misma estrategia que Said (1978) [1994] atribuye al humanismo europeo –particularmente británico y francés– especializado en el «oriente»: la aquiescencia de un discurso que funda y aísla un territorio incivilizado caracterizado por «su excentricidad, su retraso, su indiferencia silenciosa, su penetrabilidad femenina y su maleabilidad supina» (Said, 1978 [1994], p. 206). Tal como los escritores que Said analiza para probar su tesis (Flaubert, Burton, Chateaubriand, De Sacy, Kipling, Lane, Renan…), Tocqueville pertenece al siglo diecinueve, el intervalo histórico en el cual el orientalismo maduró como

una identidad cumulativa y corporativa, particularmente fuerte dadas sus vinculaciones con el aprendizaje tradicional (la antigüedad clásica, la Biblia, la filología), con las instituciones públicas (gobiernos, empresas comerciales, sociedades geográficas, universidades) y con determinado tipo de literatura (libros de viajes, libros de aventuras, fantasía y descripción exótica). El resultado para el orientalismo ha sido una especie de consenso: ciertas cosas, ciertos tipos de afirmación, ciertos tipos de trabajo parecían correctos. [El investigador] ha construido su trabajo y su investigación sobre ellos, y el orientalismo a su vez ha ejercido una fuerte presión sobre los nuevos autores y los nuevos académicos. Así, el orientalismo puede ser visto como un tipo de escritura, visión y estudio regularizados (u orientalizados), dominados por los imperativos, las perspectivas y los prejuicios ideológicos que les corresponden. El oriente es enseñado, investigado, administrado y pronunciado de acuerdo con determinadas formas (p. 202).

Si bien Tocqueville no consagró las páginas de La democracia en América a imaginar y describir la particularidad cultural y geográfica de los territorios diseminados hacia el este de sureste de Europa o a lo ancho del norte de África, su modo de imaginar el Caribe y América Latina gravita en la misma órbita del orientalista: en la necesidad de reforzar las dicotomías este/oeste (en su caso norte/sur), civilizado/incivilizado, por medio del señalamiento de un territorio diferente cuyos límites no están claros sino en el tono de las representaciones recurrentemente empleadas para aludirlo. Sin duda, Tocqueville estaba fuertemente influenciado por el patrón orientalista (doce años después de la publicación de La democracia en América, escribió un informe sobre la presencia francesa en Argelia), y dentro del modo de pensar correspondiente a esa tendencia intelectual, la diferencia, geográfica pero sobre todo étnica, era construida para afirmar la superioridad de la civilización europea. En ese espíritu, Tocqueville emplea un tono de suficiencia intelectual legitimado por las instituciones y el mundo editorial de su país de origen, un tono que seguramente habría gozado de la connivencia de las élites criollas caribeñas y latinoamericanas.

Para Tocqueville, el sur era hogar de un espíritu femenino y caótico lo suficientemente fuerte como para desestabilizar la diligencia y la disposición industriosa del hombre. Dentro de las posibilidades que brinda este enfoque sexista, el resultado es obvio antes de revelarse francamente etnocéntrico: la ausencia de una reconfortante base femenina en América Latina ha frustrado los esfuerzos de su humanidad para alcanzar una funcionalidad institucional que garantice la estabilidad democrática, un obstáculo que, a largo plazo, la región superará gracias a su herencia europea.

La rigurosa precisión que Tocqueville exhibe al referirse a la democracia norteamericana ni siquiera informa sus intuiciones sobre el sur. El sur sólo existe para brindar al norte un contrapunto necesario. Si Tocqueville se hubiera propuesto la tarea de comprender las complejidades de la historia latinoamericana y las causas de su inestabilidad sociopolítica, su abordaje conceptual y metodológico habría sido diferente. Pero, ¿estaba un francés del siglo diecinueve, todavía cercano –aunque no intelectualmente– al absolutismo abolido durante la Revolución, orgulloso representante de una racionalidad derivada de una tradición intelectual indisociable de una continuidad étnica, lo suficientemente equipado para enfrentarse al problema del solapamiento de sensibilidades y motivaciones políticas que amenazaban –y siguen amenazando– las Repúblicas del Caribe y la América mestiza?

Su concepción del trópico como una tierra exuberante y sensual que condena al hombre a una imperturbabilidad anclada al presente, o su idea implícita de la falta de continuidad étnica del hombre latinoamericano, refuerza su tesis de la debilidad de las repúblicas latinoamericanas, lo que lo lleva a decir que la geografía de las repúblicas latinoamericanas exceden con creces la capacidad de control de sus respectivos gobiernos (p. 169).

Todos los imponderables sobre los que, según Tocqueville, reside el caos latinoamericano funcionan todavía como una epistemología que simplifica la interpretación del mundo colonial y postcolonial de esta área. En Tocqueville encontramos una inercia intelectual en la cual las miradas y las percepciones sociopolíticas de los grupos sociales latinoamericanos más conservadores –caracterizados por su idealización de lo que es la civilización– calza con el consenso global que explica el atraso de ciertas regiones del mundo mientras fomenta una admiración y dependencia paralizantes frente al progreso de otras.

Referencias

Alexis de Tocqueville. His Family. His Father, Hervé de Tocqueville: The Head of the Family (2013). Recuperado el 16 de marzo de 2013 de  http://www.tocqueville.culture.fr/en/portraits/p_famille-pere03.html.

Coronil, F. (1997). The Magic State. Nature, Money, and Modernity in Venezuela. Chicago: The University of Chicago Press.

Said, E. (1979/1994). Orientalism. New York: Vintage Books.

Tocqueville, A. (1835/1986). De la démocratie en Amérique. Paris : Éditions Robert Laffont.