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La estrella de la muerte, por Norberto José Olivar

A mi padre

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Esa mañana supe que estaba muerto.

Junto a mi mesa de la cafetería Irama, dos estudiantes de física parecían alarmados por una publicación de la Agencia Espacial Europea. Uno de ellos leía para el otro, con cierta turbación, conectado a través de un iPad. El sobresalto dio paso a la inconsolabilidad. Y apremiados por alguna repentina tarea, partieron con inocultable azoramiento.

La contigüidad de las mesas me permitió imponerme de la calamidad en ciernes. No obstante, pedí un café y traté de ordenar aquella terrible noticia, en parte incomprensible en un primer momento, pero que iría descifrando en los días venideros a costa de paranoicas indagaciones y de mi propia vida.

Según explica la Agencia, dijo el muchacho que leía al que escuchaba, la estrella de neutrones, SGR0418, a pesar de que posee un campo magnético externo normal, está generando explosiones energéticas muy peligrosas. Esto no se sabía. Ahora resulta que esta estrella —continuó comentando— parece un gran magnetar. Emana rayos X y gamma de manera sostenida y desproporcionada. Es un comportamiento contradictorio. Entonces leyó: «Hasta ahora se pensaba que estas excesivas radiaciones eran originadas solo por enormes campos magnéticos, internos o externos, pero en este caso se especula que ambos son menores al de los magnetares conocidos, otros abren la posibilidad de que, al menos, el campo magnético interior sea insólitamente colosal. Como quiera, este descubrimiento nos obliga a replantearnos los modelos y explicaciones que manejábamos sobre estos objetos».

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Regresé a casa consternado. El azar quiso que escuchara aquella conversación, pero a pesar de no haber entendido casi nada, el convencimiento de una desgracia inminente sí era palpable. Leí, atribulado, cuanto pude sobre la SGR0418, sobre rayos gamma, sobre rayos X y sobre todas las características de un magnetar. Encontré, también, que si una persona recibe más de 4 Gy de estas espeluznantes emisiones, dicho en palabras simples, queda sentenciada a la muerte. ¿Cuánto habré recibido yo de esas porquerías por esta cosa fuera de control?, pensé indignado y exhausto por la intensa jornada de lectura. Puede que haya dormido un rato. Abrí una botella de vino barato y medité en cuál debía ser el paso a seguir. El asunto resultaba absurdo considerando que justo llegaba a los cincuenta y ocho años y había logrado la rutina de trotar a diario, persuadido de morir sano y muy viejo, pero la mala leche cayó sobre mí ese día, o digamos, más bien, que la Estrella de la Muerte me disparó con su rayo súper láser, de parabólica cóncava, como regalo de cumpleaños.

Cogí el celular y llamé a un amigo, jubilado de la universidad, que me explicó que «Gy» podía referir a la cantidad de radiación absorbida, no le di mayores detalles, preferí la ambigüedad, y por último le pregunté qué efecto tendría que una persona recibiera más de 4 Gy y respondió, con una risa irónica, que seguro moriría carcomido por un cáncer o por cualquier malignidad parecida.

Aunque este amigo confirmó las lecturas, no sé si yo pensaba coherentemente en torno a esta preocupación. Puede que la reacción de los estudiantes, en la cafetería, haya sido estrictamente académica y no impulsada por el terror a un cataclismo sideral. Pero el espanto que vi en aquellos rostros, o que creí ver, parece no dar lugar a equívocos.

¿Estaré alucinando? Dicen que la soledad no es buena consejera, que uno ve y oye cosas que están únicamente en tu cabeza. Si medito, además, en las temperaturas desérticas que acoge esta casita de ladrillos y techo de zinc, anclada en el muladar más sórdido de la ciudad, se diría que cualquier espejismo es poca cosa. ¿Así que estoy fuera de la realidad? Aún no puedo responder a semejante interrogante, y no sé si lo haré, descontando que la realidad no puede ser narrada —escribió alguien— porque ella misma es un desastre impenetrable. Sospecho que lo ventajoso sería dejarme llevar por la ciencia y no por mi paranoica opinión, si fuera posible esto último, por supuesto.

Una lluvia de meteoritos deja más de mil heridos en Rusia. Dice el narrador de CNN que prácticamente todos se desintegraron al entrar a la atmósfera terrestre, excepto el más grande que se fragmentó y «llovió», «torrencial», sobre Chelíabinsk. Lo más impresionante es que todo está grabado, imagino que muchos despertaron suponiendo un feroz bombardeo enemigo, nunca habrían pensado que aquello venía, literalmente, del cielo. Superada la estupefacción, la primera pregunta que surge, o que se hicieron los canales de televisión, es si el fenómeno estaba relacionado con el paso del asteroide 2012DA14. El narrador anuncia que consultará, al respecto, al astrónomo Javier Licandro, del Instituto de Astrofísica de Canarias, y éste, muy circunspecto, asegura que nada tiene que ver lo uno con lo otro. Que el esperado asteroide es de una vulgaridad notable: básicamente rocoso, con forma de habano y ostenta, además, una trayectoria opuesta a la inesperada y espectacular tormenta de meteoritos. Oigo lo que oigo sin salir del asombro, y sin darle mucho crédito, entre otras razones, porque no sabía que un asteroide se estuviera acercando al planeta, y porque en el fondo tenía la desquiciada certeza de que la causa última de esta pesadilla era la terrorífica SGR0418 o Estrella de la Muerte.

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El análisis de ciertos marcadores oncológicos no arrojó nada fuera de lo común. Igual no bajo la guardia. En una web médica encontré que a veces estos estudios no son lo suficientemente sensibles, que puede darse «un proceso neoplásico incipiente y, aún así, la medición del marcador observado dar resultados normales». Lo único seguro es que, por ahora, mi estado no es de gravedad. Sigo, pues, en esta muerte estacionaria a la espera de un desenlace más dramático. Pero no soporto sentarme a esperar, por eso me hice esta serie de exámenes, me gusta saber a qué atenerme con holgada anticipación. Bueno, también el sueño, o pesadilla, que tuve hace días fue un excelente estímulo: Mi habitación se había convertido en un remolino de luces, azules, rojas, verdes, traspasado por una raya blanca, irregular, semejante a una nube alargada, como la estela que dejan las turbinas a reacción en el cielo. Parpadeaban, a la vez, miles de lucecitas amarillentas, y un calor asfixiante crecía sin misericordia. Desperté empapado, pero feliz por el maravilloso espectáculo de colores. De inmediato recordé a Fritjof  Capra, su Tao de la física, donde describe una experiencia no sé si parecida, aunque sí tan dislocada como la mía: «Estaba yo una tarde de verano sentado frente al océano, con el sol declinando. Observaba el movimiento de las olas y sentía el ritmo de mi respiración, cuando de pronto fui consciente de que todo lo que me rodeaba parecía estar enzarzado en una gigantesca danza cósmica. La arena, las rocas, el agua y el aire que había a mí alrededor, estaban formados por vibrantes moléculas y áto­mos y que estos, a su vez, se componían de partículas que in­teractuaban creando y destruyendo a otras par­tículas. Sentado en aquella playa, vi cascadas de energía que llegaban del espacio exterior. Vi los átomos de los elementos y los de mi cuerpo participando en aquella danza cósmica; sentí su ritmo y oí su sonido, y en ese momento supe que aquélla era la Danza de Shiva, el Señor de los Danzantes».

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La joven institutriz de Henry James, en Otra vuelta de tuerca, decía que apenas si lograba contar su historia con palabras que dieran una imagen creíble de su estado mental. En el mismo trance andaba yo frente a mí amigo Daniel Vera, quien me citó a la cafetería con la solicitud expresa de hablarle de mis recientes tormentos.

Debo aclarar al lector atento, que este amigo es el profesor (de física) jubilado al que telefoneé para que me diera alguna pista sobre cómo entender la lectura de un «Gy».

Estoy seguro que esa llamada fue por algo que te tiene descabezado, dijo mi amigo, quien siempre se me ha parecido a Danny DeVito, el actor estadounidense, incluso, en su sentido del humor. Le narré, sin más retardo, el vía crucis de los últimos días. Él escuchó sin interrumpir y sin ningún gesto que indicara qué tanto me creía. Sin embargo, hacia el final de mi exposición lo noté ensimismado, pensativo, como si le hubiera traído recuerdos desagradables. Esto lo supuse luego de que él hablara, porque mientras le observaba juré que lo había fastidiado groseramente. Apenas finalicé, mi amigo suspiró profundo. Se recostó a su silla y ordenó más café y agua. Me miró un rato sin decir nada y preguntó qué planeaba. Respondí que no tenía la menor idea, pero empezaba a picarme cierta curiosidad porque intuí que él tenía su propia historia que contar.

Mi amigo abrió la botella de agua, bebió y se quedó mirando su taza. Luego buscó mis ojos: ¿Has oído hablar de Anthony Hewish?, dije que no; entonces añadió que era premio Nobel, en física, de 1974, y se le escapó una risita nerviosa como si empezara a arrepentirse de estar allí. Cogió la taza, tomó un sorbo y prosiguió con cierta incomodidad. Relató que Hewish, junto a un equipo de astrónomos de Cambridge, en 1967, descubrieron las primeras estrellas de neutrones de las que se tenga noticia. Lo extraordinario del asunto, decía mi amigo un tanto emocionado, eran los pulsos de radio que producían. Esto les hizo creer y es lo tragicómico, que podía tratarse de señales emitidas desde algún planeta que orbitara alrededor de una de estas estrellas, y que, además, tuvieran origen artificial. ¿Entiendes lo que eso significa? No, dije medio atontado. Él se quedó escrutándome, sonrió no sé si con un dejo de burla o compasión, y sin dorar la píldora, como dicen, refirió que sospechaban que tales señales estaban siendo emitidas por «hombrecillos verdes», sí, «hombrecillos verdes», recuerdo que usaron esas palabras, dijo reconcentrado. Volvió a reír, ahora, estremeció ligeramente los hombros y explicó que el asunto llegó tan lejos que, de inmediato, comenzaron a diseñar un protocolo para contactar a esos extraterrestres. Y aunque las señales siempre estuvieron en la misma posición, inmutables, a los tres meses desecharon que se tratara de alienígenas. Pero Hewish advirtió también del peligro de las emanaciones de rayos gamma y X, dijo que en cualquier momento, futuro, estos podrían convertirse en un serio problema para la raza humana. El hallazgo de estas estrellas se anunció en febrero de 1968 y apareció publicado en la revista Nature. Hasta aquí llega la historia oficial. En enero de 1970, Anthony Hewish vino a Maracaibo, a la facultad de Ciencias, invitado por el doctor Clemente Paredes, y no solo expuso con lujosos detalles su experiencia de Cambridge, sino que dijo, sin miramientos, estar absolutamente convencido de que las emisiones de radio captadas, en esa oportunidad, eran artificiales, que desde algún planeta, de los muchos que orbitan alrededor de esas estrellas, hay uno, por lo menos, indagando si hay vida en otros sistemas, dicho de otra forma, nos están buscando: «Descartamos cualquier comentario, para nuestro informe, sobre la artificialidad de esas señales porque habríamos entrado al terreno de la ciencia ficción y, es obvio, no podíamos hacer tal cosa, nos habrían echado de Cambridge», recuerdo que comentó a manera de chiste al término de su conferencia.

Pasamos del café a la cerveza sin remordimientos. Mi amigo ordenó una parrilla y se dispuso a concluir: el doctor Clemente Paredes me trató siempre como a un discípulo, pero era un tipo reservado y misterioso. Se jubiló viejo, le decían, a escondidas, el doctor Frankenstein, pero antes de irse me confesó que para él, eso que llamábamos universo no era otra cosa que el Más Allá. Que todo lo que atribuíamos al mundo intangible, no usó la palabra espiritual, no sé por qué, estaba allí; que solo era cuestión de buscar bien, de releer, de reinterpretar nuestras observaciones, nuestra mirada, «pero te hago una advertencia», dijo señalándome con el índice, «el día que detecten un comportamiento contradictorio en las estrellas de neutrones, no será porque nos hayan encontrado como pensaba Hewish». Me confesó, un poco avergonzado por contradecir a su maestro, creía que este comportamiento contradictorio indicaría, más bien, el inicio de una invasión que, en todo caso, sería selectiva, porque ubicados nos tienen desde los lejanos días del Big Bang. No van a comenzar destruyendo ciudades ni achicharrando gente cuadra por cuadra, sino aniquilando potenciales enemigos, futuros líderes políticos, militares, científicos o artistas que puedan alertar a las masas sobre los planes imperiales de las fuerzas extraterrestres. Sí, yo sé que parece un disparate, pero eso fue lo que me dijo el doctor Clemente con la mayor seriedad del mundo. Mi amigo hizo una pausa un tanto larga, comió, bebió y prosiguió revelándome que el viejo doctor tenía la convicción de que este sicariato alienígena sería ejecutado de manera muy discreta, por ejemplo, inocularían enfermedades degenerativas en estos objetivos cuidadosamente escogidos, evitando así que develaran sus planes y presencia. A Hewish y su equipo los calló el miedo, no la ciencia. El día que el doctor Clemente se fue, no se despidió de nadie y no supe más de él. ¿Y por qué me cuentas todo esto?, le pregunté, con la boca llena de papas fritas, a mi amigo. Pues, para que no vayas a escribir sobre este asunto, o, para que sepas qué esperar si lo haces, dijo sin ser capaz de sostenerme la mirada. ¿Es una amenaza?, pregunté engullendo todo lo que tenía en la boca. ¡Nada qué ver!, exclamó mi amigo, solo un consejo. Luego pagó la cuenta y se marchó.

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Cuando la locura es compartida deja de ser locura. ¿Era mi amigo un alienígena encubierto? Me eché a reír, pero hay tanto lacayo conspirando en estos días, tanto vende patria disponible —en este caso sería «vende raza»— que uno no sabe qué pensar. Lo cierto fue que llegué a casa más confundido. Lo único que parecía meridianamente claro, era la amenaza que esas estrellas de neutrones representaban para nuestra civilización. De inmediato abrí un blog en WordPress.com, lo llamé David Vincent, en homenaje al gran Roy Thinnes, y vacié allí mis mortificantes sospechas. Para mi sorpresa, y en cuestión de unos pocos minutos, recibí un comentario de alguien llamado Alberto Sotillo, refiriendo al escritor Robert L. Forward y su libro El huevo del dragón, donde describe una raza extraterrestre, inteligente, que vive en una estrella de neutrones con una gravedad 67.000 millones de veces superior a la nuestra. También decía, este comentario, que ciertos autores coinciden en que los extraterrestres tienen una fisonomía semejante a la de un diablo medieval: cuernos, rabo, pezuñas y todo lo demás. Nada que ver con la idea de Stanislaw Lem de un planeta-océano con conciencia, especie de megamente líquida, capaz de leer los pensamientos, de escudriñar los recuerdos, los miedos y manipular a quienes entran en contacto.

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Decidí descansar y desperté a la madrugada. Vi, atónito, que el blog registraba más de doscientas mil visitas y que había otro comentario, un tal Ander Azpiroz, de Madrid, decía que los selenitas no son potenciales amigos. Citaba a Stephen Hawking, quien advertía que los extraterrestres receptores de nuestras señales, o no dispondrán de la tecnología para respondernos, o tendrán una superior que les permitirá venir hasta la Tierra y esclavizarnos de algún modo, mejor que estar enviando señales irresponsablemente, lo que deberíamos hacer es escondernos, pensemos en América en 1492, por ejemplo. La noción de vida extraterrestre es real, pero peligrosa. Los estúpidos del SETI creen que los alienígenas son unos muchachos inofensivos, cosa que sostienen sin ninguna evidencia. Solo tenemos que mirarnos a nosotros mismos para ver cómo la vida inteligente puede convertirse en algo que no te quisieras encontrar. La mayoría de estas criaturas serían microbios que podrían aniquilarnos con relativa facilidad, que visto desde nuestra ignorancia, parecerá que fuimos consumidos por alguna enfermedad desconocida, o por mutaciones de padecimientos degenerativos ante los cuales somos impotentes aún.

Entró otro comentario más breve y anónimo. Afirmaba que la ONU tenía ya una embajadora para contactos extraterrestres, incluso indicaba su nombre, Mazlan Othman. Esta nota me hizo recordar a Mars Attacks!, de Tim Burton, aquellas escenas disparatadas donde los diminutos marcianos chamuscaron con sus pistolitas de rayos láser a las autoridades que les recibían, e imaginé, no pude contenerme, que a la señora Othman le pasaba más o menos lo mismo, aunque sin tanta gracia.

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Preparé un café y regresé a la máquina. Las estadísticas del blog marcaban ochocientas veinticuatro mil entradas; debía ser un error, pensé con una incierta molestia. Entre sorbo y sorbo, a cada vez que actualizaba, las visitas aumentaban en más de cien mil por click. Este blog está enloquecido, me dije. A la par iban asomando miles de comentarios hasta que fue imposible leerlos. Primero me dio risa, luego un miedo profundo. En adelante no fue necesario actualizar, el registro de estadísticas se movía como el kilometraje de un carro a toda marcha en una carretera. No salía del asombro, cuando una imprevista fatiga me golpeó y caí desmayado. Volví a estar consciente en unos pocos minutos. Había empezado a sangrar por la nariz, por la boca y por el recto. Tenía varios y considerables hematomas. Vomité sangre. El blog seguía frenético. No pude resistir las ganas de llorar. Al enjuagarme las lágrimas descubrí que estaba mudando la piel de las manos. Recordé la advertencia de mi amigo. Lo llamé, pero no contestó. Las diferencias del doctor Clemente con Hawish también me cruzaron por la cabeza, muy claramente. Traté, con desesperación, de publicar lo que me pasaba, de dar cuenta de esta circunstancia sobrevenida, pero el decaimiento era infranqueable. Entonces, solo entonces, tuve la certidumbre de lo que sufría y de que ya estaban aquí.