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Muerte al arzobispo, por Alma Guillermoprieto
Treinta años después del asesinato del arzobispo de El Salvador Oscar Romero, salen nuevos datos sobre sus asesinos impunes. Alma Guillermoprieto recuerda la vida del religioso y su transformación en el tenaz activista por los derechos humanos de los campesinos masacrados por el Ejército, lo que lo llevó a su fin
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Hace 30 años yo estaba recuperándome de la fiebre del dengue en Managua, Nicaragua, cuando mi redactor jefe de The Guardian llamó desde Londres para decirme que tenía que tomar el siguiente vuelo a San Salvador: habían asesinado a tiros al Arzobispo de El Salvador mientras oficiaba una misa. Recuerdo haberme reído de esta imposibilidad, por lo literal de la noticia -asesinato en la catedral; por supuesto que no era cierto— y luego me sentí enferma.
Oscar Arnulfo Romero, un hombre que se mimetizaba, que no era particularmente expresivo, testarudo, que insistió todos los días en rechazar la violencia y el terror que dirigían su país, que después de todo era el jerarca de la Iglesia Católica en El Salvador, ¿no tenía acaso todo el peso del Vaticano por detrás, y el respeto natural hasta de los fanáticos más derechistas por esta institución tan santa? Y luego estaba el acto en sí: un asesinato en el momento más sagrado de la misa católica. ¿Quién, en un país tan católico, osaría violar la transubstanciación del cuerpo de Cristo?
Pero, de hecho, la historia era cierta. Alrededor de las 6:30 p.m. de un lunes, 24 de marzo de 1980, un Volkswagen Passat rojo se acercó hasta la pequeña y agradable capilla del Hospital Divina Providencia, un centro dirigido por monjas carmelitas, donde vivía Romero. Como casi todos los días en San Salvador, hacía calor, y las puertas de la capilla estaban abiertas. Mientras Romero estaba detrás del altar, justo después de la comunión, un hombre alto, delgado, de barba, sentado en el asiento de atrás del Volkswagen, alzó un rifle de asalto y disparó una sola bala calibre .22 directo al corazón del arzobispo. Luego, sin ninguna particular prisa, el carro siguió su camino. Una foto con mucho grano, en blanco y negro, muestra a la víctima en el suelo. Mientras el corazón de Romero terminaba de desangrarse, las monjas vestidas de blanco lo rodearon como puntas de una estrella, o como las figuras a los pies de Cristo en los murales renacentistas.
Frecuentemente los momentos de giro histórico son resultado de una estupidez. La Revolución Sandinista, que había triunfado en Nicaragua apenas hacía ocho meses, había desatado el sueño de la revolución por toda Centroamérica. Pero tal vez el asesinato de Romero y el derrame de sangre que se desató por un francotirador en su funeral el sábado siguiente, fueron las mechas inmediatas para los 12 años de sangrienta guerra civil que comenzaron meses después, y en los que murieron unos 70.000 salvadoreños, con Estados Unidos como proveedor financiero y militar del gobierno. No se puede enfatizar demasiado cuán fervientemente creían los campesinos de El Salvador en Romero y en lo que se conoció como la Iglesia de la Liberación. Cuando él ya no estaba, aldeas completas ofrecieron su apoyo a las facciones de la guerrilla, que unos meses más tarde se unió como un frente, el FMLN.
La conversión de un activista
El arzobispo hizo un largo viaje para llegar a su muerte. Durante los años 60 y 70, un surtido grupo de guerrillas había intentado alzar en revolución a los salvadoreños pobres, logrando sólo reclutar estudiantes universitarios y un manojo de la clase obrera empobrecida. Alrededor de esa misma época, una gran cantidad de monjas y sacerdotes católicos, incluyendo algunos misioneros, se volvieron progresivamente radicales o simpatizantes, y hasta comprometidos, con organizaciones guerrilleras. Según la historia, el estudioso Romero no estaba entre ellos. Ni siquiera estaba atraído por los principios de lo que luego se conoció como la Teología de la Liberación, la “opción preferencial para los pobres.”
Trabajador y concienzudo, su carrera iba en ascenso, y eventualmente se convirtió en arzobispo de la provincia rural de San Miguel, manteniendo siempre una distancia estricta de lo que él llamaba “el misticismo de la violencia” de la izquierda.
Para entonces, sin embargo, la defensa insistente de la nueva generación de sacerdotes y monjas radicalizadas por los derechos humanos, y la determinación del gobierno de violar esos derechos, particularmente en el caso de los agricultores sin tierra, había creado un pequeño ejército de conscriptos para las organizaciones guerrilleras, que prometían un orden mundial igual y justo, nacido de la revolución socialista.
Durante la presidencia del General Arturo Molina (1972-1977), el ejército y las fuerzas de seguridad se transformaron esencialmente en escuadrones de la muerte: Romero vio con horror cómo los soldados, meros niños desnutridos armados de machetes, desplazaron, amenazaron, aterrorizaron y luego dispararon, acuchillaron o cortaron en pedazos a los campesinos de su parroquia, su propia gente.
Empezó a hablar contra estas atrocidades y recibió su primera amenaza de muerte (del propio Molina, quien apuntándolo con el dedo le advirtió que la sotana no era antibalas). Y luego, en 1977, sólo semanas después de que Romero había sido ordenado como arzobispo, el cura jesuita Rutilio Grande, un amigo cercano de Romero, que había estado organizando a los sin tierra, fue asesinado en una carretera de la provincia junto con dos feligreses.
Todos los sentimientos contradictorios de Romero sobre la iglesia y el deber, la represión y la dignidad humana, su desconfianza innata del radicalismo y la política, su precaución y sin duda su temor, parecen haberse resuelto en ese momento. Con la misma determinación metódica que parece haber caracterizado su ascenso hasta el arzobispado, pasó los próximos tres años organizando grupos de derechos humanos, pidiéndole al presidente Jimmy Carter que suspendiera la ayuda militar a la junta asesina, y hablando públicamente –con claridad pero nunca desordenadamente—contra el gobierno.
“Es triste leer que en El Salvador las dos causas principales de muerte son diarrea y asesinato,” diría. “Por ende, después del resultado de la desnutrición, la diarrea, tenemos el resultado del crimen, el asesinato. Estas son dos epidemias que están acabando con nuestra gente.” Era la época antes del Internet, ni siquiera había fax, y los periódicos de oposición realengos, El Independiente y La Crónica del Pueblo, tenían algo de mordaza (Su editor, Jorge Pinto, sobrevivió a tres intentos de asesinato antes de exiliarse.) Los asesinatos y las desapariciones perpetradas por los escuadrones de la muerte, los oficiales del Ejército y una fuerza de seguridad conocida por razones inexplicables como La Policía de la Tesorería, permanecían sin documentarse, pero durante la misa del domingo, Romero se ocupaba de leer un parte detallado de las brutalidades de la semana –docenas de casos de tortura y asesinato de campesinos que ocurrían todos los días. Los sermones eran transmitidos por la estación de radio católica, y los campesinos de todo el país se reunían alrededor de las radios para escucharlo. Los militares también.
Una iglesia al rescate
El arzobispo, que alguna vez fue conservador, que había sido entrenado y nutrido en Roma y no en su tierra natal, se convirtió en el oponente más visible del gobierno. Luego diría que cuando vio el cadáver del padre Rutilio Grande a pocas horas de su asesinato, pensó: “Si lo han matado por lo que hizo, entonces yo también debo andar por la misma senda.”
Pude entender por primera vez la relación de la Iglesia Católica con los pobres de El Salvador un domingo de 1978. César Jerez, que entonces era el superior de la Orden Jesuita en America Central, sugirió que yo viajara por los caminos verdes hasta una aldea enterrada en las colinas de la provincia de Cabañas. La Iglesia había estado organizando durante años las Comunidades de Base Cristianas para que los pobladores aprendieran a leer, estudiaran la Biblia y gradualmente se dieran cuenta de cuáles eran sus derechos.
Pero esto no era todo; los sacerdotes –y en menor escala, también las monjas- organizaban escuelas, equipos de fútbol y medicaturas. Crearon becas en las ciudades para los estudiantes más talentosos. Escucharon las confesiones de todo el mundo. Y enseñaron, de acuerdo a los principios de la Teología de la Liberación, que los campesinos pobres como ellos merecían heredar el reino de Dios aquí mismo en la tierra. En respuesta a esta ola de activismo radical, el gobierno y las familias dirigentes de El Salvador montaron una fuerza paramilitar campesina llamada ORDEN (Organización Democrática Nacionalista), que trabajaba de la mano con la Policía de la Tesorería.
En mi primer viaje a Cabañas, el padre Jerez me asignó un guía —un joven activista cristiano— y con él escuché y susurré preguntas, mientras los paisanos se escurrían dentro de una casa de barro para esconderse. Los soplones de ORDEN, que eran miembros de sus propias comunidades, cuando los vieron, nos advirtieron que estaban arriesgando sus vidas hablando con nosotros. Uno por uno, las víctimas contaron sus historias: de cómo los asesinos le habían quitado el hijo a una mujer y le habían cortado el cuello; de cómo otra mujer encontró a su marido en una zanja, “cortado en pedacitos” por los machetes de los asesinos, para que no pudiera ni siquiera enterrar el cuerpo completo.
Finalmente, produjeron comunicados —aquí se vio la influencia jesuita con distinción— meticulosamente escritos a lápiz, con detalles de fecha y hora de cada ataque, y un inventario de los tesoros que “los ORDEN” les habían saqueado. Un comunicado típico diría: “Me robaron una docena de naranjas y cuatro velas. Y cortaron las cuerdas de mi catre, así que no tengo cama.”
Hice muchos viajes al campo después del primero (recuerdo ver hombres que se ataban a los árboles para poder cultivar la miserable parcela de tierra que habían heredado sin caer por un barranco inclinado). Pero fue tan sólo dos años más tarde, después de que el funeral de Romero se había convertido en un caos tétrico, que pude entender la ignorancia feudal en la que habían mantenido a los campesinos salvadoreños. Cuando los cardenales de sotana roja empezaron a rodear la vasta catedral en construcción, junto con los fieles que habían perdido sus zapatos, sus dientes falsos, sus bolsos o sus anteojos en la estampida para huir de las balas del francotirador, todos tratando de entender qué había ocurrido y porqué, un hombre pequeño y tembloroso se acercó a mi amigo, el fotógrafo Pedro Valtierra. “Por favor, mi hija está perdida,” dijo, y luego lo repitió varias veces, hasta que entendimos: “Por favor, use su megáfono para decir su nombre.” Estaba apuntando a la cámara de Valtierra.
La tardía justicia
Gracias a un reportaje extraordinario publicado en marzo de 2010 pasado en el periódico digital salvadoreño El Faro, sabemos que el francotirador alto y flaco que mató a Romero fue contratado por el hijo del general Arturo Molina, y que el arma y el vehículo se lo suministraron los compinches de juerga y los escuadrones de la muerte de un antiguo mayor del ejército, Roberto D’Aubuisson.
Nadie dudó por un instante, desde el momento que ocurrió, que el asesinato era labor de D’Aubuisson. Murió de cáncer del esófago en 1992, a los 47 años, pero mientras estuvo con vida este psicópata flaco y carismático fue rey. Aunque lo arrestaron brevemente, nunca lo enjuiciaron por asesinato y pronto escaló hasta la posición de jefe de la Asamblea Constituyente; perdió las elecciones presidenciales por poco margen en 1984.
Hasta el año pasado, el partido que fundó gobernó El Salvador. Sólo este año, después de que Mauricio Funes, el candidato del partido fundado por la guerrilla, el Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí, ganó las elecciones presidenciales, hubo por primera vez una conmemoración oficial de la muerte del arzobispo Romero.
Durante dos años el director de El Faro, Carlos Dada, buscó y logró entrevistar dos veces a uno de los sobrevientes que participaron en la conspiración de D’Aubuisson contra el arzobispo, un antiguo piloto del ejército de nombre Álvaro Saravia. Otros cuatro supuestos conspiradores nombrados por Saravia fueron asesinados y otro se suicidó. Algunos, como Mario Molina, el hijo de Molina, disfrutan de la buena vida, pero Saravia, perseguido por sus propios demonios, vive en la pobreza en otro país latinoamericano no especificado en el reporte del periódico. Tal vez de pura soledad le contó su historia a El Faro.
Saravia relata los detalles del francotirador y el papel de Mario Molina al contratarlo. También revela que sin querer, un anuncio puesto en La Prensa Gráfica por Jorge Pinto, el dueño del diario El Independiente, selló el destino de Romero. Publicado la mañana del 24 de marzo, le informaba a los lectores que el arzobispo celebraría la misa en memoria de la madre de Pinto a las 6 p.m. esa tarde, en la capilla de la Divina Providencia. Con resaca después de una fiesta con otros miembros del grupo de D’Aubuisson, Saravia despertó con la noticia de que el jefe había ordenado el asesinato de Romero en esta locación, convenientemente alejada.
Un candidato incómodo a la santidad
Oscar Romero es uno de los cuatro mártires cristianos contemporáneos que ocupan un lugar encima de la puerta oeste de Westminster Abbey (los otros son la Madre Elizabeth de Rusia, Martin Luther King Jr. y Dietrich Bonhoeffer), y es de notar que la admiración de la Iglesia Anglicana ha sido más espontánea que la del Vaticano. Karol Wojtyla había sino nombrado papa a finales de 1978, y con la asistencia del entonces Cardenal Joseph Ratzinger, estaba ocupado desmantelando a la iglesia progresista de Latinoamérica, reemplazando a los obispos de la Teología de la Liberación con obispos conservadores, y transfiriendo a los sacerdotes.
La respuesta del Papa Juan Pablo II al crimen —que llamó “una tragedia”– fue menos enfática que su ataque al sacerdotado pro-sandinista cuando visitó Nicaragua cuatro años más tarde. Un movimiento espontáneo a favor de la canonización de Romero ha sido frenado en Roma durante los últimos cuatro años. Para las filas de la Iglesia, Romero se ha convertido en una figura extraordinariamente significativa, como lo demuestra cualquier búsqueda de su nombre por Internet. Podemos hallar evidencia de esto en este otro trabajo destinado a conmemorar el aniversario número 30 de su muerte: un documental, Monseñor, el último viaje de Oscar Romero, dirigido por Ana Carrigan y Juliet Weber, y producido por Latin American/North American Church Concerns.
Tal vez sin intención, o al menos sin esfuerzo, la película es una hagiografía, un registro de una vida santa. Es una sorprendente recopilación de película de los últimos tres años de vida de Romero, no sólo del arzobispo mismo sino de muchas patrullas del ejército y madres de los desaparecidos, de la guerrilla en movimiento y, sobre todo, de esas misas inolvidables donde el diminuto y poco llamativo arzobispo leía en voz alta el parte de las atrocidades del gobierno mientras cientos de campesinos harapientos y perseguidos escuchaban con gratitud cómo al fin se les reconocía el sufrimiento y la existencia.
Entrevisté tres veces a Romero antes de morir, y aunque no encuentro ninguno de mis cuadernos de esos años espantosos, tengo el claro recuerdo de que no dijo nada particularmente brillante ni inspiracional ni visionario: no confiaba en absoluto en la retórica y era profundamente modesto.
En vez de palabras, tengo el recuerdo de un particular gesto de agachar la cabeza que implementaba cuando se paraba frente a las puertas de la catedral después de la Misa Dominical, junto a los campesinos malnutridos, de manos deformadas por el trabajo, que venían de lejos sólo para escucharlo, con unas monedas escasas para el camino de vuelta. Le daban la mano y lo miraban a los ojos para tratar de decirle lo que él significaba para ellos, y él agachaba la cabeza: yo no, yo no.
El día antes de su asesinato, el domingo 23 de marzo, después de que un avión dispersó una demostración esparciendo insecticida, y nosotros los reporteros nos enloquecíamos a la mañana por la obligación de cazar los cuerpos mutilados por las noches que la gente de D’Aubuisson dejaba en las calles, y las madres desesperadas en fila como todos los días frente a la oficina de ayuda legal del arzobispo pedían ayuda para encontrar a sus niños desaparecidos, y la pesadilla de El Salvador clamaba por justicia hasta los cielos mismos, Oscar Arnulfo Romero habló por primera vez con puntos de exclamación en su sermón de domingo: “Quiero hacer una petición especial a los hombres de las fuerzas armadas: hermanos, somos del mismo país, pero ustedes siguen asesinando a sus hermanos campesinos. Antes de cualquier orden dada por un hombre, debe prevalecer la ley de Dios: “No matarás’… ¡En el nombre de Dios les ruego, les suplico, les ordeno, que cese la represión!”
Al día siguiente le dispararon.
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Así matamos a monseñor Romero
Una investigación de Carlos Dada para El Faro (San Salvador), marzo de 2010; disponible online aquí.
Monsenor: The Last Journey of Oscar Romero, un film de Ana Carrigan y Juliet Weber.
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Publicado por cortesía de la Revista El Librero (2011). Pueden visitar su página web aquí.
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1 de febrero, 2011
¡Estos guanacos no se quedan quietos! El actual arzobispo de San Salvador “espera que la visita de Obama” ayude a sus paisanos emigrados a USA, dice la prensa salvadoreña de Los Angeles
http://www.laprensadelosangeles.com/notas.asp?nota=234
Yo lo espero de todo corazón, por razones personales también; y eso que no estoy de acuerdo con la inmigración ilegal descontrolada cuando es a millones de personas; pero la situación de los salvadoreños que salieron durante la Guerra Sucia y al terminar ésta, con un país destrozado, familias separadas, y el valor inaudito de ese pueblo trabajador, me induce a pensar que merecen ser objeto de una excepción, sobre todo porque son un número reducido (200 mil en Los Angeles), en comparación con otros países desastrados por la pobreza y el narco, que envían emigrantes pero por millones. El Salvador acaba de elegir su primer congreso constituído por socialistas predominantemente y esto ayuda a entender que Obama les haga caso de repente. Es comprensible, dado que el presidente estadounidense está ya en campaña electoral por el voto latino, ya que anda de capa caída últimamente en las encuestas (se le ve como otro peón de Wall Street y una continuación de la línea Bush en el Medio Oriente y Asia). Yo que he tenido estudiantes salvadoreños y no son de lo mejorcito en términos de nivel educacional, pero eso se entiende dada la penuria que sufrieron durante una generación y que aún sufren. Pero no son quejicosos ni llorones, no excusan las faltas propias so pretexto de que la vida es injusta o los gringos son racistas o el mundo es malo. Son duros pero también consigo mismos; son alegres y animosos, medio entre pícaros e ingénuos; no leen mucho; sobreviven como pueden, tienen una fuerza volcánica, impredecible. Tuve una estudiante, Cindy, una linda ex Miss Salvador Teen-Los Angeles, que para subir la nota me pidió permiso para darle a la clase una presentación ¡de media hora!, sobre Monseñor Romero; usó fotos tomadas por su papá, incluyó un video conmovedor de 5 minutos de duración; nos trajo pupusas con loroco, hechas por su madre y su abuela. La muy pilla se sudó su subida de nota. Todos aprendimos de ella. Mi futbolista majadero, guanaco como no, se empezó a portar bien a ver si la Cindy le hacía caso. Tuve también un estudiante salvadoreño enorme, un gigante, rapado y todo tatuado, ex convicto de una prisión federal (Pelican Bay), ex marero de la MS (pandillero de la Mara Salvatrucha). Alex no me hacía tarea ni dejaba de textear en clase pero se portaba bien. Estaba entusiasmado con mi clase y a veces hasta me pedía ir al pizarrón, cosa que nadie quiere hacer. Le salía mal y no le importaba, se reía. Cuando su padre, que lo abandonó de chiquito, se murió de una embolia, le puse un comentario en el website conmemorativo, y fue el único comentario porque el resto de los familiares no sabían cómo hacerlo, ya que son campesinos y no saben casi ni leer. Alex me lo agradeció mucho pues estaba (y está) desempleado, mantenido por la hermosa novia, encabronao por ello, y sin muchas razones de qué sentirse orgulloso. Yo pensando “con tal de que te gradúes… ya te saldrá trabajo” Y le llevé a conocer al P. Boyle, jesuíta que ayuda a los ex pandilleros/as de Los Angeles. Alex me contó entonces que su padre le dejó de sorpresa 40 mil dólares y que, aparte de “prestarles” unos miles a los hommies, con lo que le quedaba se compró un BMW negro, de segunda (“a panty-dropper”, dijo el muy fresco), cuyo motor pronto le dio problemas. Yo no le dije nada porque creí estallar de la rabia ante su tontería machista. El día del examen final se me puso al brinco cuando le dije que dejara de textear y me diera el celular. Me alzó la voz por vez primera pero le insistí y me obedeció. Como a los 6 meses, me llamó para pedirme disculpas y al saber que yo necesitaba mudarme de casa, se ofreció a mudarme todos los muebles y hacerme el transporte con ayuda de otro gigantón de su pandilla. Levantaron sofás y sillones pesados en vilo, muertos de la risa, porque son body builders. Creo que a pocos profesores les ha hecho la mudanza la MS.Salvador-Sorpresa
1 de febrero, 2011
tANTO EL ARTÍCULO COMO LOS COMENTARIOS DE MARÍA EUGENIA, DEJAN TAN VARIADA SENSACION DE AMARGURA, Y TANTAS REFLEXIONES REVUELTAS SOBRE LA ABSURDA NOCIÓN DE JUSTICIA Y CRISTIANISMO DE usa Y dE ROMA, QUE TERMINO SIN PODER ESCRIBIR NADA COHERENTE, SOLO PIENSO Y NO COMUNICO, COMO CREO LES PASARÁ A MUCHOS DE LOS SEGUIDORES DE PRODAVINCI
1 de febrero, 2011
“enrevesada” y poco “coherente” es la historia de El Salvador, epitomizada en su arzobispo mártir, sus jesuítas mártires y sus monjas Maryknoll mártires, así como lo es la historia de los salvadoreños. Me parece que Alma Guillermoprieto ha captado con vigor ese rasgo guanaco; pero si lo prefieren dicho más fina y poéticamente:
Caín durmió después del asesinato se soñó habitante de tierras extrañas se vio labrando desiertos pletóricos de cadáveres se imaginó fundando ciudades con infiernos de plomo y cielos de hielo se sintió entraña del becerro de oro luego despertó y su culpa le hizo reptar eternamente hacia el destierro.
En este valle construimos la ciudad creamos símbolos dioses imaginarios y uniones perecederas para elegir la muerte coronamos con laureles a los herejes nos creímos redimidos por el aire respirado y entonces irrigamos la tierra con la sangre del hermano.
(“Sueños de Caín frente al espejo”, por Gabriel Otero, emigrante)
1 de febrero, 2011
“Caín durmió”, como para ponerlo en el escudo de armas de alguno preocupado por su pedigré y su árbol genealógico
1 de febrero, 2011
Oscar Arnulfo Romero debe ser santificado, era un hombre con dones muy sublimes. Fue un tributo a la paz que condenaba a rajatablas la violencia tanto en su sermón como en su diario vivir, Arnulfo Romero es una luz en latinoamérica para los que buscamos sociedades con paz social, calidad de vida, derechos humanos a plenitud, moral y ética, buenaventuranza, justicia social. Aún esos atroces crímenes de los bárbaros milicos financiados por la CIA perduran en la memoria colectiva de nuestra América pero su asesinato, evidentemente no fue en vano porque como menciona el poeta Rubén Blades en una canción en su honor (El padre Antonio y su monagillo Andrés, CD Buscando América) “Matan a la gente pero no matan a la idea”
2 de febrero, 2011
Monseñor Romero fue un hombre ejemplar, de la misma talla moral que Mohandas Gandhi y Martin Luther King. El mundo siempre necesita de estos varones que son la luz en medio de tanto cinismo oficializado.
2 de febrero, 2011
La gran sensacion!o,de sentimientos encontrados!.revuelven mi alma!q!Solo puedo sentir,caballos salvajes,mi corazon!.El Pecho Retumba!!Dolor,hira!frustracion!!.No!!veo mi perdon!,y!Angustio!!.!!justicia divina SEÑOR!!……Monseñor d dios!no!nos!abandones! ,somos la luz del mundo. !LA lucha continua!!
18 de marzo, 2013
La autora,maestra de la FNPI, únicamente consultó El Faro para este artículo, sin embargo en el 2011 un periódico local, de acentuado tono oficialista, publicó el nombre del francotirador que con certero disparo mató a Monseñor Romero.
Por si le interesa consultar, este es el enlace. http://www.diariocolatino.com/es/20110909/portada/96347/El-francotirador-que-dispar%C3%B3-contra-Monse%C3%B1or-Romero-fue-un-ex-Guardia-Nacional.htm
Además, en el 2007 Saravia contactó a Co Latino para “contarle la verdad”. La ex mano derecha de d`Aubuisson pidió a cambio dinero.
Por razones que desconozco, la dirección entiendo que estuvo en condiciones de pagar al hombre que se refugia en las montañas de Honduras.
18 de marzo, 2013
Santiago, muchas gracias por la información y se la pasé a mi ex mejor amigo que es salvadoreño, periodista, novelista y poeta (ya no lo veo porque volvió a San Salvador, harto de U$A)
18 de marzo, 2013
Hombres y sacerdotes como Arnulfo Romero hacen falta en el mundo. Hace algunos años vi un documental sobre su vida en el cual se refiere que Juan Pablo II al conocer que Monseñor Romero se había convertido en la voz de los pobres denunciando las atrocidades que ocurrían en el Salvador, lo hizo llamar para hablar con él. La historia presentada en el documentalcon imágenes reales señala que Romero fue hablar con el Papa -no recuerdo bien si fue durante la visita de Juan Pablo II a Republica Dominicana en 1980 o la conversación fue en El Vaticano-. Lo cierto es que Monseñor Romero fue muy esperanzado al encuentro pues suponía que el Papa veía con buenos ojos su iniciativa de ser la voz de los desamparados. No fue así. En vez de apoyo por parte del Pontifice recibió una severa critica que hizo que la posición de Monseñor Arias se radicalizars más.
19 de marzo, 2013
El comentario de Nely es muy importante y contiene una verdad que debe ser matizada con tiempo y calma para que se entienda en el contexto del momento histórico en que ocurrió y cuáal fue el papel de la Iglesia y el Papado. Al volver del trabajo…
20 de marzo, 2013
Era la década en que la Teología de la Liberación inducía a algunos cristianos a poner el programa socialista de justicia, por encima del mensaje cristiano de compasión integral por el género humano, y aun puede decirse que inducía a sustituirla. Quien se oponía a la Teología de la Liberación era un hombre de muy alto perfil, un líder mundial, el cual reconocía en ella un sutil pero certero aroma a Comunismo pues a éste lo había sufrido en carne propia: Karol Wojtyla. El Papa Juan Pablo II, un hombre objetivo, era capaz por igual de criticar al comunismo que al otro materialismo de tendencia totalitaria —el “Capitalismo Salvaje” de la Globalización y del Nuevo Orden Mundial de los financistas y el Pentágono. Wojtyla sabía que la Iglesia atravesaba un momento clave, asediada por dos contendientes salvajes, y se opuso a que avanzara el proyecto socialista en Centroamérica. Fue una decisión estratégica de parte del polaco pontífice. El arzobispo Romero, un hombre que representaba lo mejor de El Salvador, y no el dinero precisamente. Romero era un hombre de aspecto aristocrático y, como verdadero aristócrata, un hombre de corazón generoso, noble (en el sentido de “noblesse oblige”). Ascendía al cénit de la iglesia salvadoreña en un momento en que los curas comunistas se hacían legendarios y los jesuítas tomaban las armas y se iban con la guerrilla como si fueran héroes románticos. La Tercera Conferencia de los Obispos Latinoamericanos, celebrada en Puebla, confirmaba “la opción por los pobres”, en la Iglesia Católica Romana. Romero estaba deslumbrado en todo este maremagnum, en este mundo que por primera vez dignaba posar los ojos en Centroamérica al ver que esta sierva mestiza se ponía de pie, a voz en grito y armada. Romero recién re-descubría a los pobres gracias a los jesuítas españoles y a las monjas Maryknoll, principalmente, si bien no faltaba en su círculo de aledaños algún que otro u otra socialista bien dispuesto a aprovechar su influencia sobre Romero. El arzobispo fue a Roma para intentar hablar con Juan Pablo II y ahi empezó la leyenda jesuíta de que si la curia no se lo permitió, de que si el Papa se le mostró indiferente, etc… rumores con algo de verdad y casi nada de evidencia. Lo que sabemos es que el Papa amonestó a los jesuítas y religiosos que siguieran la Teología de la Liberación, y, si bien pidió que no se castigara a Boeff, el principal teólogoLib, sí dirigió regaños públicos a, p.e., el jesuíta nicaragüense Ernesto Cardenal que era uno de los principales abanderados. Tampoco los salvadoreños de izquierda, por muy cristianos que se consideraran algunos, recibieron la bendición oficial de JPII, probablemente porque el Papa sabía que estaban jugando con fuego y por lo tanto que la cosa iba a terminar fatal (el Vaticano tiene uno de los mejores servicios diplomáticos del mundo y las familias de la ultraderecha salvadoreñas, las de los Escuadrones de la Muerte, los D’Aubisson etc, estaba financiando a Mitt Romney). El Papado observaba este momento histórico en contexto, con perspectiva global e histórica. No era el momento de apoyar a la Teología de la Liberación y menos en Centroamérica. Ahora, es diferente, ha llegado, con un Papa latinoamericano, el momento de empezar un iglesia para los pobres. Pero ojo dicha iglesia no está al servicio de la Teología de la Liberación sino de Cristo. Romero es una luz para los pueblos, una fuente de aliento para los pobres, un santo extra-oficial.