- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Rubi Guerra: La ficción contra la Historia; por Gabriel Payares

rubi texto

Rubi Guerra habita en Cumaná, Estado Sucre, una de las ciudades de mayor importancia histórica de Venezuela y quizá del continente entero, pero también una de las más agrestes y peor conservadas del país. O al menos así me lo pareció en mi primera visita a la Primogénita de América. Después de fracasar repetidas veces en mi intento por conocer la Casa Museo José Antonio Ramos Sucre, perpetuamente cerrada, cuando asediado por el generoso sol que caracteriza la región, estuve largo rato pensando que tal vez el insomnio del célebre poeta tuviera otras causas, climáticas, provenientes de su infancia en Cumaná. Pero es otra la relación con Ramos Sucre propuesta por Rubi Guerra en La tarea del testigo (2007, El Perro y la Rana; 2012, Lugar Común), novela ganadora del Concurso de Novela Corta Rufino Blanco Fombona en 2006, y más reciente título de quien ostenta un lugar reconocible en el panorama narrativo nacional de las últimas dos décadas.

Me gustaría recordar algo que asomaste en el bautizo de La tarea del testigo en Mérida y que tiene que ver con las libertades de la ficción: decías que mucha gente asume las cartas de Ramos Sucre presentes en la novela como reales, dando por sentado que tu labor creadora se limitó a acompañarlas o a rescatarlas. Me pregunto si no existe una cierta idea de la inviolabilidad de la historia, un aura casi sacra con el que nos aproximamos a las figuras que forman parte de nuestra memoria colectiva, que puede ser de entrada irreconciliable con la ficción, a menos que ésta se muestre respetuosa y devota del discurso oficial. ¿En dónde trazas tú esa frontera, considerando que La tarea del testigo no es precisamente una “novela histórica”?

Definitivamente, la peor manera de acercarse a un personaje histórico desde la ficción es considerarla una figura sacra, inviolable e inmutable. Si queremos hacer ficción, y no historia levemente maquillada, es necesario “traicionar” la historia oficial y, de ser el caso, hasta la extraoficial, la recibida por la tradición popular o familiar. Volver la mirada al pasado y tratar de contar una historia que hunde sus raíces en la verdad histórica es una tarea ardua y a menudo ingrata para un narrador que, después de todo, lo que quiere es que lo dejen inventar en paz. Para un narrador, contar un hecho histórico significa enfrentarse a relatos sociales fuertemente determinados. Relatos fijados por la academia, el poder político o la tradición. Generalmente por los tres factores actuando al mismo tiempo, aunque no siempre en la misma dirección.

Por supuesto, no hay nada que obligue a un escritor a dirigirse donde nada se le ha perdido, pero la verdad más que evidente es que los escritores sienten una fascinación irresistible por el pasado y sus relatos. La dificultad mayor, desde mi propia práctica, es psicológica: querer ser “fiel” al personaje, a pesar de que las consecuencias literarias puedan ser (y en general lo son) funestas. De todas maneras, no debemos ver el asunto de manera simple. Pensar, por ejemplo: “es mi novela y yo hago lo que me da la gana”. Un escritor se acerca a un personaje o hecho histórico porque siente que hay algo allí que le interesa, que le dice algo significativo. Entonces el escritor necesita distanciarse para encontrar la forma más adecuada, pero al mismo tiempo quiere que el personaje o el hecho histórico sean reconocibles para los lectores porque ese personaje tiene incorporados unos sentidos, unas significaciones, con los que el texto novelístico entrará en juego. Si existe una frontera entre verdad histórica y ficción está en ese terreno inestable, movedizo, tal vez lo contrario de una noción de frontera. En lo personal, no me interesan las reconstrucciones muy detalladas o muy fieles de una época, apenas los detalles imprescindibles para que el relato se entienda.

La Historia, sin embargo, y sobre todo lo referente a la épica Independentista y Republicana, es un discurso de mucho peso y mucha autoridad en la psique colectiva venezolana. ¿Crees que sea precisamente esa infidelidad en la escritura una tarea pendiente del escritor venezolano? ¿Cuál es, si no, la tarea del testigo?

Es, cuando menos, curiosa la poca importancia que tiene la Guerra de Independencia en la literatura venezolana. Si, como bien dices, es un discurso de mucho peso en la psique colectiva, lo esperable es que se manifestara en la ficción con mucha fuerza; pero no sucede así. Recuerdo apenas un puñado de novelas que tocan el tema. Quizás ésa sea otra forma de esa autoridad y ese peso: no nos atrevemos con el tema, nos paralizamos ante él, nos acercamos como quien se acerca a una colección de estatuas sagradas de mármol. Y así no se puede, o, en todo caso, ya no se puede luego de siglo y medio en el que nuestras formas de entender las luchas independentistas y a sus protagonistas han cambiado. Casi todas esas pocas novelas están centradas en las grandes figuras: Bolívar, Sucre, Miranda. La aproximación a la figura de Miranda que hace Denzil Romero es con seguridad la más libre, y aún así el peso de la gran figura histórica resulta determinante. La gente común aparece como figurantes, imágenes recortadas donde el héroe destaca. Otros periodos históricos han tenido más suerte y han sido visitados frecuentemente por los novelistas, pero incluso así, creo que la tarea está pendiente.

Sería deseable una mayor libertad de invención, una actitud no sólo desprejuiciada sobre nuestro pasado, sino también irreverente e irresponsable; tal vez así asomarían algunas verdades que el peso del discurso histórico oficial no deja aflorar. En lo personal, tengo una relación ambivalente con la historia y el tema de la Historia en la Literatura; por un lado me interesa mucho, encuentro en la Historia una gran fuente de anécdotas, una manera de aproximarme al presente reflexionando sobre el pasado, y al mismo tiempo me molestan los recursos de la “novela histórica”: esta llamada continua a los grandes nombres, la reconstrucción minuciosa de vestidos, comidas, coches, armas y todo lo demás.

Úslar Pietri tildaba de “baldía” nuestra relación con los héroes independentistas, en el sentido de lo improductivo, que lo que ni se labra ni arroja frutos. ¿Podría ser la ficción una memoria alternativa para un pueblo paralizado ante su propia épica fundacional?

Me gustaría pensarlo así, aunque ni siquiera estoy seguro de que seamos el mismo pueblo que luchó en la Independencia. Seguimos llamándonos venezolanos, por supuesto, y hay una continuidad política, territorial y administrativa, pero sospecho que las preocupaciones, modos de entender el mundo y esperanzas de aquella gente tienen poco que ver con las nuestras. Lo que, por otra parte, es completamente comprensible luego de doscientos años. Si algo puede aportar la ficción es precisamente, y perdóname la perogrullada, un relato de ficción; es decir, un relato que se coloca más allá del problema de la verdad o falsedad histórica para fundar una verdad propia, en sus propios términos. Ese relato ficticio tal vez sirva para aclararnos el pasado, para hacerlo más comprensible o emocionalmente más cercano, o tal vez no; pero sí debería servir para comprender nuestro presente y, quién sabe, nuestro futuro. La ficción como memoria alternativa es un bello concepto; no sé si alcanzable, pero en todo caso vale la pena intentarlo. Aunque sospecho que es algo que se puede producir más allá de las intenciones del autor, si la ficción que crea es suficientemente poderosa para desplazar la llamada verdad histórica, o si ésta es de alguna manera insuficiente o insatisfactoria.

En ese sentido, resulta también llamativo el hecho de que el Ramos Sucre de tu novela se encuentre en un franco diálogo con los relatos del expresionismo alemán, específicamente con El gabinete del doctor caligari (1920), en lugar de perseguir la recreación de una estética venezolana de la época, a pesar de las referencias eventuales al poeta Cruz Salmerón Acosta, por ejemplo.

Supongo que eso exige algún tipo de explicación personal. Lo primero que tendría que decir es que el Expresionismo alemán es tal vez mi periodo favorito de la historia del cine, el que se corresponde con un temprano gusto por lo fantástico y lo extraño, desde que vi en televisión, cuando tenía unos doce años, Nosferatu de Murnau. Como estuve vinculado desde muy joven a la exhibición cinematográfica a través de cineblubes y salas de arte y ensayo, me fue relativamente fácil tener acceso a las grandes obras del período aparte de Nosferatu: El gabinete del doctor Caligari, El estudiante de Praga, El Golem, Metrópolis, Fausto, M, el vampiro de Düsseldorf… son historias exageradas y melodramáticas, a veces ingenuas, pero capaces de expresar muy eficientemente la angustia y el sentido del horror de su época, que no es, desde luego, muy diferente de la nuestra. Al menos en sus aspectos más profundos.

Entonces, por un lado tengo este gusto, esta predilección por el cine expresionista alemán, y por otro la historia de un personaje venezolano, inmerso en un momento histórico, político y cultural venezolano; pero yo sentía que el momento vital del personaje y el momento cultural del expresionismo se correspondían de una manera si se quiere tortuosa, retorcida, pero iluminadora. ¿Iluminadora de qué? Del personaje mismo, de sus angustias, temores y pesadillas, pero también de su época e, inevitablemente, de la nuestra. Al menos eso es lo que espera el autor. Si pensamos no ya en el Cónsul de mi novela, sino en José Antonio Ramos Sucre, podemos notar que su imaginación, al menos una parte de ella, hunde sus raíces en las visiones fantásticas del romanticismo alemán, que también es una fuente común del cine expresionista. Por eso los monstruos del expresionismo –que son contemporáneos de Ramos Sucre, no olvidemos eso– me resultan un vehículo adecuado por su carga metafórica y sus imágenes que remiten al Mal y a la fragilidad de lo real.

Por último, Rubi, ¿qué proyectos similares te ocupan en la actualidad?

En este momento me encuentro en medio de varias cosas. Estoy en la revisión final de una novela ambientada en 1827, y aunque lo histórico tiene mucho peso, la considero más una novela negra que una novela histórica. También estoy trabajando otras dos historias: una contemporánea en la que aparece Medina, protagonista de mi novela El discreto enemigo (2001) y varios cuentos, y otra novela que sólo puedo explicar como del género fantástico; transcurre casi toda en un barco. Ninguna de ellas tiene nombre definitivo, unas están más adelantadas que otras, pero por mi forma de trabajar, no puedo decir cuál estará lista primero.