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El poder, los secretos y la muerte; por Óscar Collazos

No hubo durante muchos meses, en el último cuarto del siglo pasado, secreto mejor guardado que esta enfermedad. España vivió entonces entre el temor y las conjeturas más contradictorias. Lo que sucedía en los aposentos privados del palacio de El Pardo, residencia del generalísimo Francisco Franco, no era una conspiración hamletiana sino una vulgar comedia de intrigas: cómo ocultarles a los españoles la muerte inminente del Caudillo.

Entre el 17 de octubre y el 20 de noviembre de 1975, España se debatía entre el deseo de quienes querían ver a Franco al fin muerto (tras los rumores, en Barcelona se agotaron dos veces las existencias de vino espumoso) y los que sentían que aquel anciano de 83 años, implacable en el momento de firmar las últimas sentencias de muerte de su régimen, no sólo los dejaría huérfanos de autoridad sino que enredaría con agujas el futuro del franquismo, independiente ya de su persona.

Había que dejar bien atados los hilos del poder. Aunque el generalísimo había decidido restaurar la monarquía en la figura del príncipe Juan Carlos de Borbón, la línea dura del franquismo pretendía ejercer una especie de tutoría natural en las decisiones del futuro monarca, a quien le hablaban al oído personajes distintos al obstinado Arias Navarro.

La gravedad del paciente fue entonces sistemáticamente escondida, pero no evitó que, en ese largo mes de 1975, España presintiera la agonía de una época. La enfermedad del Caudillo fue un secreto de Estado. No se filtró una sola línea de la verdad, ni siquiera desde el equipo médico de 38 personas que se turnó en los aposentos de El Pardo y que se debatía entre la ética y las conveniencias políticas. El último triunfo de la dictadura fue este férreo encarcelamiento de la verdad.

Se sabía que hacía un año el Caudillo había sido hospitalizado por una tromboflebitis. En noviembre de 1975, sus médicos descubrieron que el paciente había sufrido dos infartos, pero por un lado iba la trama de los especialistas ante el lecho del enfermo y por el otro el cabildeo de los políticos. Un recuento de aquellos días lo encontrarán en la película 20-N: los últimos días de Franco, la miniserie dirigida en el 2008 por Roberto Bodegas, disponible en Internet.

Es probable que vida y enfermedad de Franco le hayan servido a García Márquez en la escritura de El otoño del patriarca, publicada en 1975, al menos como un elemento añadido a la galería de déspotas americanos que el escritor resumió en un personaje prototípico.

García Márquez debió de haber pensado en el entorno político y familiar de Franco, en los patéticos esfuerzos de su yerno el Marqués de Villaverde, en el intrigante Arias Navarro, en la negativa del príncipe Juan Carlos a dejarse mangonear por los históricos del franquismo y en quienes no estarían tranquilos hasta no ver resuelto el lío grande de la sucesión.

“Todos los que él no hubiera querido que estuvieran estaban sentados en torno a la larga mesa de nogal tratando de ponerse de acuerdo sobre la forma en que se debía divulgar la noticia de aquella muerte enorme para impedir la explosión prematura de las muchedumbres en la calle”, narra García Márquez en la novela.

La enfermedad y agonía de Franco fueron una de las artesanías mejor elaboradas por el poder político: el tejido de la mentira. Los caudillismos, sin importar su signo, lo tiñen de populismo y cocinan la fusión del caudillo con la patria. La herencia del caudillo es incierta, aunque se prolongue por un tiempo más allá de su muerte. En España, el legado de Franco hizo posible, a duras penas, la asonada golpista de un tal coronel Tejero.

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Artículo publicado en El Tiempo