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Lo que echamos a la calle, por Antonio Ortuño

Desde hace año y medio formo parte de la logia de los paseantes de perros. No lo hubiera pensado jamás. Durante años hui de todo perro que se me acercara a menos de cien metros y en casa tuve solamente gatos. Pero el azar y la paternidad, que lo obligan a uno rutinariamente a lo impensable, terminaron por hacerme dueño de un can. Que, claro, como el resto de los de su especie aspira a ser paseado. Así, pues, me he habituado a salir con él entre media y una hora cada día y eso me ha permitido conocer una faceta extraña y sombría de la ciudad: nuestro delirio por arrojar objetos al piso.

Paseando al perro, se topa uno con objetos de todo tipo. Desde los esperables, como servilletas, bolsas de plástico y empaques de comida a medio roer hasta los inauditos. Díganme, si no, qué clase de persona echa a la hierba de un camellón una dentadura postiza. O la tecla X de un teléfono celular. O un esqueleto de pollo entero, en posición de manual, como para que lo lleven al Museo de Paleontología de don Federico Solórzano. Me dirán que han sido, seguramente, accidentes o casualidades. Pues no. Mis recorridos diarios me han enfrentado con cinco dentaduras, quince o veinte pedazos de celulares (y más de tres teclas equis) y cincuenta y seis esqueletos de pollo, enteros o en partes. Y eso es solo el comienzo.

¿Recuerdan todos los chistes al respecto del paradero de esos calcetines izquierdos que un buen día dejan su lugar en el armario? Están todos en jardineras, camellones y banquetas, revueltos con calzones de encaje, camisetas con estampados de partidos políticos, restos de periódicos viejos y botes vacíos de anticongelante. Hay por estos rumbos un tipo, al que es posible ver cada anochecer regando un jardín a cubetazos, que parece creer que sus helechos van a crecer más lozanos si los sazona con huesos de chuleta. Otro se siente personaje de Apocalypse Now y rocía polvo contra las hormigas con cuchara pozolera mientras conversa con su vecino. Pero al menos son locos de costumbres fijas y uno evita sus jardineras y ya.

Pero nada lo prepara a uno para encontrarse, por ejemplo, con un perico muerto y rodeado de flores, al pie de un ficus, como un jefe guerrero en mitad de una ofrenda paleolítica. ¿Si querían tanto al cotorro como para ponerle flores, por qué lo echaron a la calle? Misterio. Tampoco me queda claro el motivo de que alguien saque un colchón o un retrete de su domicilio y decida que deben integrarse a lo que los arquitectos llaman “mobiliario urbano”. Por suerte, los grafiteros ya se encargaron de que uno y otro sean ahora piezas de arte contemporáneo.

Pero lo mejor que he visto fue un ejemplar del libro El alquimista, del inenarrable Paulo Coelho, rasgado por la mitad y con un letrero a lo largo de su portada y contraportada, escrito con lo que parecía lápiz labial: “No sirve”, decía. Todo un epitafio.

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Publicado en El Informador