- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Sobre el amor de mis padres, por Luis Yslas

comprobacion

De muchacho, mi padre se alojó en una pensión de los Barrios Altos limeños. La única altitud de esos barrios era el adjetivo; todo lo demás era estrechez y de la dura. Eran tiempos difíciles, pero allá fue a parar por fidelidad a su barrio natal y por escasez de soles peruanos. Le gustaba leer hasta tarde y recién se iniciaba en el oficio de la orfebrería. De día trabajaba el oro y la plata, y de noche se extraviaba en las páginas de algún libro que pedía prestado en la biblioteca de la cuadra. Y aunque vivía su juventud entre metales y ficciones, tampoco le era indiferente la inquietante belleza femenina que a esa hora de la juventud genera insomnios, temblores y no pocas audacias. La dueña de la pensión –que lo había aceptado por pálido y flaco, pero sobre todo por silencioso– tenía seis hijas. Una de ellas sería mi madre.

Antes, sin embargo, mi padre debía inventarse algunos tropiezos casuales y elegir el momento adecuado. Pasaron semanas de miradas y murmullos dejados como al descuido en los almuerzos, bajo los faroles, rumbo al mercado popular. Hasta que apareció la literatura y aceleró el reloj de las premeditadas coincidencias.

Mi madre era de pocas lecturas, pero de enorme curiosidad. Como se sabe, toda mujer elige al hombre que la elegirá. Así que una tarde se acercó a mi padre, quien leía sentado en una de las escaleras de la pensión, y le preguntó:

–¿Qué lees?

Los miserables –respondió mi padre.

Levantó la cabeza y fijó su mirada en unos ojos castaños que lo escrutaban sin disimulo. Tartamudeó. Pero luego empezó a contarle parte de lo que había leído de la novela de Víctor Hugo. Su voz fue ganando pista y confianza, de manera que cuando mi madre se sentó a su lado dispuesta a interesarse cada vez más por la historia de Jean Valjean, de Mario y Cosette, del tenaz Javert, de los deleznables Thénardier, del heroico Gavroche, mi padre supo que tendría suficiente tema como para conversar un buen tiempo con ella.

Sin embargo, prefirió callar y prestarle el libro. Le pidió que lo leyera sin apuros; era lo mejor, así conocería por su cuenta la historia y los personajes. Mi padre esperaría a que ella llegara al capítulo en que él había suspendido su lectura, y a partir de allí leerían juntos. Supongo que mi madre no sabría qué hacer al principio con semejante compromiso de más de mil páginas, pero los encantos de la novela francesa sumados a su coquetería limeña se encargarían de pavimentar un camino del que ya no habría retorno ni olvido.

Lo demás sería una historia extendida a lo largo de otros libros, un largo noviazgo que los condujo a un matrimonio que aún comparten, una residencia en tierras más tórridas, y un par de hijos que no hallan todavía cómo agradecerle su existencia al romanticismo decimonónico. Por eso, cuando me preguntan por aquellos libros que me han hecho lector, no dudo en responder que yo provengo de esa comprobación de lectura con la que mis padres empezaron a escribir las primeras líneas de un hijo que hoy no existiría sin literatura.