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Cartas de amor imaginarias a Juan Ramón Jiménez, por Luis Yslas

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La primera vez que escuché esta historia fue en la universidad. Creí haberla olvidado hasta que la reencontré hace unos meses en un libro del peruano Alonso Cueto. Se trata del inusual episodio amoroso entre el poeta español Juan Ramón Jiménez y la joven Georgina Hübner. “Uno de los más tristes, más hermosos y acaso más divertidos de toda la historia de la literatura”, dice Cueto con toda razón en el primero de los ensayos de su libro Sueños reales: “La carta al cielo de Juan Ramón Jiménez”.

Esto fue lo que ocurrió.

Hace poco más de un siglo, dos jóvenes peruanos, el poeta José Gálvez Barrenechea –quien años después llegaría a ser vicepresidente del Perú– y el abogado Carlos Rodríguez Hübner, integrantes de La Sociedad de Beneficencia Pública de Lima, se las ingeniaron para procurarse los libros de Juan Ramón Jiménez, poeta a quien admiraban. Dada la escasez de ejemplares de poesía española en la Lima de esa época, ambos coincidieron en que lo mejor sería escribirle al autor pidiéndole que les enviara desde Madrid sus libros recientes.

No eran tan ingenuos como para ignorar que dos lectores sudamericanos y pedigüeños tenían pocas esperanzas de obtener una respuesta favorable del escritor español. Pero sí resultaron lo suficientemente osados para decidir que quien firmaría esa carta redactada por ellos sería una señorita limeña llamada Georgina Hübner, una prima de Carlos, a la que, por supuesto, no le dirían nada. Los timadores hasta pensaron en el detalle de la caligrafía femenina y le pidieron a una cómplice que les escribiera las cartas para afinar, aún más, la verosimilitud del artificio. El plan, al menos en principio, parecía una broma inofensiva, que, en el peor de los casos, podía terminar sin respuesta del poeta andaluz. Pero no fue así.

La primera epístola firmada por Georgina Hübner y enviada a España el 8 de marzo de 1904, decía lo siguiente: “Señor: por el bisemanario español Abc me he impuesto de la publicación de un libro de poesías de usted, titulado Arias tristes. He buscado inútilmente el referido libro en los centros libreros de esta capital, y en la imposibilidad de conseguirlo, me permito sugerirle tenga la bondad de enviármelo, dispensando la molestia que este le ocasione. No le remito a usted el valor del ejemplar (tres pesetas), pues no hay giro por esa cantidad. Reciba usted mis agradecimientos anticipados por este favor y mande en la voluntad de su atta. y s. s. Georgina Hübner. Mi dirección: Georgina Hübner, calle de Belaochaga, número 142. Lima”.

¿Cómo desconfiar de una carta así? Juan Ramón no dudó ni una coma. Aunque su primera respuesta, a decir verdad, parece un tanto desbocada, debido quizá a su carácter hiperestésico y a que hacía poco acababa de perder a su padre. En todo caso, el vate de Moguer leyó, creyó y cayó: “A Georgina Hübner en Lima: He recibido esta mañana su carta tan bella para mí, y me apresuro a enviarle mi libro Arias tristes, sintiendo que sólo mis versos no han de llegar a lo que usted habrá pensado de ellos. La carta de usted es del 8 de marzo, a mí no me ha venido hasta hoy, 6 de mayo. No me culpe de la tardanza. Si usted me envía siempre su dirección –en el caso de que vaya a cambiar de domicilio–, yo mandaré a usted los libros que vaya publicando, siempre –claro está– con el mayor placer. Gracias por su fineza. Y créame muy suyo, que le besa los pies. Juan Ramón Jiménez”.

Imagino las sonrisas del par de impostores limeños al recibir las arias tristes y los besos de Juan Ramón en los pies de la sensible, fina y, por lo que se avecinaba, rentable Georgina Hübner. Las cartas habían sido lanzadas y el juego, que empezó como una malicia de auto-beneficencia peruana, llegó a adquirir con los meses un grado de intimidad tal entre remitente y destinatario que de un lado del Atlántico iba entusiasmando a unos, y del otro lado dejaba en un estado de enamoramiento evidente al creador de Platero y yo. Para muestra, este fragmento de una de las cartas más exaltadas de Juan Ramón: “Cuánto amor nos espera al encuentro de nuestras existencias, Georgina amada. Cuento los días para verla, sentir su perfume de flores de Jericó, sentirla hablar en silencio como cuando se habla con Dios. Por lo pronto, Pajarillo de cielo azul, me despido con congoja en estas palabras expuestas con las letras de mi puño nervioso. Desearía hacerlo en su regazo, frente a usted, Georgina de Lima. La dejo con estos versos de mi primorosa inspiración sobre lo que siento ahora frente al vespertino ocaso de mi Moguer triste, sin la compañía de la mujer que siente y llora su más ilustre creador: Que eres tú, la humana primavera, la tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡Todo!, y soy yo sólo el pensamiento mío. Siempre suyo, Juan Ramón Jiménez”.

Nada que hacer: su pasión se inflamaba y hasta se desesperaba en la travesía de la correspondencia. Las cartas de Georgina crecían en coquetería e insinuaciones, y a Juan Ramón le iba resultando insuficiente la escritura para calmar sus temblores amorosos: quería verla, viajar a Lima y estrechar a esa mujer cuya imagen ideal le urgía trasladar pronto a su realidad de amante lejano.

Alarmados ante estos anhelos, los creadores de Georgina decidieron enfermarla e internarla en un balneario, tratando así de evitar un viaje repentino de Juan Ramón. “Recibí su última carta, aún no del todo repuesta de una enfermedad que me tuvo en cama por unas semanas. Mi familia, asustada, me llevó a Barranco, un pintoresco balneario, y después a La Punta, lugar de veraneo también, muy solo y muy triste (…) ¡cuánto he pensado en usted, amigo mío! Un primo mío me llevó Ninfeas, y con él he sentido mucho. Sus versos dulces y suaves me sirvieron de compañía y de consuelo. Recuerdo mucho el día que leía El alma de la luna, tiene un fondo melancólico que me encanta y que me hizo pensar –yo no sé por qué– en el alma de las cosas. ¿Me pregunta usted si me he enojado porque me pide mi retrato? ¡No! No me crea usted tan pequeña de espíritu. Espere, ya irá: pero antes justo es que me mande el suyo. Ya casi puedo decir que estoy bien; sólo de cuando en cuando una tosecilla seca me desgarra el pecho, ¡Y hay días en que amanezco tan triste!”

Con lo que no contaban José y Carlos es que por esos días, unos estudiantes peruanos que estaban de paso por Madrid se encontrarían con Juan Ramón Jiménez, quien no supo retener la duda que llevaba dentro como una asfixia: “¿Conocen a Georgina Hübner?” La respuesta sincera de los muchachos, pues sabían quién era la verdadera Georgina, fue toda una revelación para el poeta: “Sí, la conocemos. Es buena y bella como un lirio. Pero ocultando siempre una romántica pena por no ser amada”. La próxima carta que viajaría a Lima, con carácter de urgencia, decía así: “¿Para qué esperar más? Tomaré el primer barco, el más rápido, el que me lleve a su lado. No me escriba más. Me lo dirá usted personalmente, sentados, los dos frente al mar, o entre el aroma de su jardín con pájaros y luna”.

Sería su penúltima carta a Georgina. Pasaron unos días de silencio, y luego llegaría la noticia fatal en un cable dirigido al consulado peruano en Madrid: “Comunique al poeta Juan Ramón Jiménez que Georgina Hübner ha muerto”. Hasta la fecha se ignora quién envió ese comunicado, pero la autoría de ese final tiene todo el estilo de los trovadores de la costa peruana. José y Carlos entendieron que su personaje se les había escapado de las manos, que la ficción epistolar en la que no sólo Juan Ramón sino ellos mismos habían ido creyendo y cayendo, sólo podía terminar en un acto trágico, digno de una escena romántica: matar a la bella Georgina Hübner.

La reacción del poeta español no es difícil de imaginar. Un dolor como de vidrios en el cuerpo. Una desolación sin bordes. Un vacío inconsolable que sólo un escritor como él podía transformar en un poema de talante lírico-dramático, incluido en el volumen Laberinto publicado en 1913. No podía ser otro el título, otro el pesar y la despedida: “Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima”:

El cónsul del Perú me lo dice: “Georgina Hübner ha muerto…”
¡Has muerto! ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué día?
¿Cual oro, al despedirse de mi vida, un ocaso,
iba a rosar la maravilla de tus manos
cruzadas dulcemente sobre el parado pecho,
como dos lirios malvas de amor y sentimiento?

…Ya tu espalda ha sentido el ataúd blanco,
tus muslos están ya para siempre cerrados,
en el tierno verdor de tu reciente fosa,
el sol poniente inflamará los chuparrosas…
¡Ya está más fría y más solitaria La Punta
que cuando tú la viste, huyendo de la tumba,
aquellas tardes en que tu ilusión me dijo:
“¡Cuánto he pensado en usted, amigo mío!”…
¿Y yo, Georgina, en ti? Yo no sé cómo eras…
¿Morena? ¿Casta? ¿Triste? ¡Sólo sé que mi pena
parece una mujer, cual tú, que está sentada,
llorando, sollozando, al lado de mi alma!
¡Sé que mi pena tiene aquella letra suave
que venía, en un vuelo, a través de los mares,
para llamarme “amigo”… o algo más…no sé…
algo que sentía tu corazón de veinte años!
—Me escribiste: “Mi primo me trajo ayer su libro”…
— ¿Te acuerdas? —Y yo, pálido: “Pero… ¿usted [tiene un primo?”.

Quise entrar en tu vida y ofrecerte mi mano
noble cual una llama, Georgina… ¡En cuantos barcos
salían, fue mi loco corazón en tu busca…
yo creía encontrarte, pensativa, en La Punta,
con un libro en la mano, como tú me decías,
soñando, entre las flores, encantarme la vida!…
Ahora, el barco en que iré, una tarde, a buscarte,
no saldrá de este puerto, ni surcará los mares,
irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,
buscando, como un ángel, una celeste isla…

¡Oh, Georgina, Georgina! ¡Qué cosas!… mis libros
los tendrás en el cielo, y ya le habrás leído
a Dios algunos versos… tú hollarás el poniente
en que mis pensamientos dramáticos se mueren…
desde ahí, tú sabrás que esto no vale nada,
que, salvado el amor, lo demás son palabras…
¡El amor! ¡El amor! ¿Tú sentiste en tus noches
el encanto lejano de mis ardientes voces,
cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,
sollozando hacia el sur, te llamaba: Georgina?
Una onda, quizás, del aire que llevaba
el perfume inefable de mis vagas nostalgias
¿pasó junto a tu oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la estancia, los besos del jardín?

¡Cómo se rompe lo mejor de nuestra vida!
Vivimos… ¿Para qué? ¡Para mirar los días
de fúnebre color, sin cielo en los remansos…
para tener la frente caída entre las manos,
para llorar, para anhelar lo que está lejos,
para no pasar nunca el umbral del ensueño,
ah, Georgina, Georgina! ¡Para que tú te mueras
una tarde, una noche… y sin que yo lo sepa!
El cónsul del Perú me lo dice: “Georgina Hübner ha muerto”…

Has muerto. Estás, sin alma, en Lima,
abriendo rosas blancas debajo de la tierra…
Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran,
¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor,
hizo el mundo, jugando con pompas de jabón?

¿Se enteró alguna vez Juan Ramón Jiménez del engaño? Sí, se enteró. Y también la verdadera Georgina Hübner, quien lo asumió como una gracia que rápidamente perdonó a sus paisanos. El poeta español tardaría mucho más en reconocer con agrado la extraordinaria –por perversa pero también por ingeniosa– treta sentimental de la que fue víctima. Durante años no quiso saber nada de los mitómanos peruanos, y hasta ordenó que el poema no apareciera en las antologías de su obra. Sin embargo, con el tiempo su rencor se fue ablandando. El premio Nobel de Literatura recibido en 1956, el amor de Zenobia Camprubí –su compañera de por vida, y a quien conociera el año en que escribió los versos a Georgina Hübner– y la consagración literaria acaso eran motivos suficientes como para ver, ya desde la madurez y la distancia, esa pasión ficticia de juventud como una bufonada que, finalmente, dio como resultado un poema conmovedor. Así lo admitió en una de sus autobiografías: “Sea como sea yo he amado a Georgina Hübner, ella llenó una época de vacío mía, y para mí ha existido tanto como si hubiera existido. Gracias, pues, a quien la inventara”.

Este idilio real e imaginario reproduce algo que muchos sabemos pero que no deja de provocar cierto asombro: la posibilidad no sólo de despertar sino de fabricar un sentimiento ajeno con los mecanismos de la escritura. Apenas con una buena dosis de creatividad y arrojo, y el atinado dominio del lenguaje, se les hizo muy fácil a los dos limeños capturar la atención sentimental de Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, parece más desconcertante que quizás ellos mismos hayan empezado a creer que en realidad eran Georgina Hübner. Que en algún momento las cartas de la ficción y la realidad se les entreveraran de tal forma que no pudieran zafarse completamente de la presencia cada vez más carnal de su criatura imaginaria. No es extraño que, en un giro cervantino, mataran a su personaje, y con ese crimen, contribuyeran a la cristalización de una mujer amada en un poema que la inmortaliza, y cuya autoría, en cierto sentido, comparten con el poeta español.