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La tarea de entender a Ramos Sucre, por Armando Coll

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Tengo la leve impresión de que la gente se fascina más con el enigma de la personalidad de José Antonio Ramos Sucre que con su obra. Son pocos los que se detienen a examinar la poesía en prosa, de un simbolismo tardío de resonancias góticas, y muchos se preguntan en torno a la circunstancia de su aparente suicidio, si realmente quiso quitarse la vida o se le pasó la mano con la dosis del veronal que tomaba para aplacar el atormentado insomnio que lo afligía sin que médico alguno diera con la causa.

Esto parece haberlo comprendido el novelista Rubi Guerra cuando decidió emprender el ambicioso ejercicio literario de imaginar los últimos días de aquel individuo tan poco dado al roce y el entendimiento con los semejantes, el misántropo nacido en la caliente Cumaná, en el lugar tal vez menos propicio al temperamento culposamente refinado que cultivó a la sombra de un pariente cura, suerte de inflexible preceptor y un maestro en el que concentró todo el rencor que le guardaba a su propia condición humana: “Yo debí nacer en Europa porque soy profundamente corrompido, o sea humano”, se lee en una de las cartas rubricadas por Ramos Sucre en la ficción de La tarea del testigo de Rubi Guerra, novela tejida mediante el género epistolar, recién publicada por la editorial Lugar Común.

Antes, Tomás Eloy Martínez, durante su residencia en Caracas, se había interesado por el inasible cumanés, un poeta recuperado y celebrado muchos años después de su malhadado desenlace, su muerte a los 40 años en Ginebra en 1930: “Los críticos de su época lo habían definido como un poeta cerebral, impermeable a las respiraciones de la vida, y por tanto, condenado a la creación de paisajes irreales o abstractos. Sus textos permitían adivinar, sin embargo, detrás de un sutil enmascaramiento, una historia de soledad, neurosis y desinteligencia con el medio”. Esto escribió el novelista argentino sobre el personaje al que dedica uno de los magistrales retratos de su conocido libro Lugar común la muerte, editado por vez primera por Monte Ávila en 1979.

Pese a la desinteligencia con el medio, sí que tuvo una distinguida erudición que en aquel país adormecido que le tocó vivir impresionaría a más de un funcionario en Caracas. Se sabe que el poeta puso su mejor empeño en hacer carrera en el servicio exterior, con la esperanza de ser enviado algún día a París, donde pensaba podría sobrellevar mejor su existencia, un ambiente más propicio a su vocación por las letras y las lenguas muertas. Pero, visto está, ni allá encontró sosiego, antes bien, se precipitó su final. El desconcierto es recreado en las cartas imaginarias de La tarea del testigo: “En mi primer viaje a Europa encuentro que un aire de miseria, de ruina y violencia circunda a las personas, rodeándolas como los abrigos oscuros que usan para protegerse del frío de los últimos días de diciembre. Un mes atrás, cuando me despidieron mis pocos amigos en La Guaira, esto no era lo que deseaba encontrar”.

Le tocó al cónsul Ramos Sucre llegar a la Europa enturbiada de entreguerras, en pleno brote de fascismo y nazismo.

“En una avenida me sorprende una trifulca de proporciones gigantescas: cerca de un centenar de hombres se enfrentan a puñetazos. Estandartes con banderas rojas y cruces gamadas son utilizados como garrotes. Se rompen algunas cabezas…Ambos bandos se retiran arrastrando a sus heridos”.

Pero estos avisos de la catástrofe humana que se aproximaba a Europa no es lo que perturba el atribulado espíritu del venezolano. Más bien, en medio del tumulto, el poeta se pierde en sus torturadas ensoñaciones, cada vez más hostigado por la enloquecedora vigilia, por la imposibilidad de dormir: “El Cónsul piensa que si pudiera entregarse al sueño como se entrega al miedo, ya no estaría vivo”.

Breve, pero compleja, la novela de Guerra deviene una exploración psíquica a partir de un corpus poético, más que de los datos biográficos documentales sobre José Antonio Ramos Sucre, una tarea nada fácil de sondear aquella alma atormentada que hoy intriga y seduce a tantos.