Artes

“El hombre de los seis espíritus”; por Norberto José Olivar

Ofrecemos aquí el primer acto de "El hombre de los seis espíritus - Tragicomedia de horror en cinco actos", presentado en el Premio internacional de cuento Juan Rulfo 2012, bajo el seudónimo AAA, donde fue seleccionado como finalista, entre 2.200 participantes, por un jurado encabezado por Alan Pauls.

Por Norberto José Olivar | 18 de diciembre, 2012

A Juan Vené, reportero de extrañezas

ACTO 1

El hombre que ha revolucionado París, Antonin Artaud, es hijo de una mujer y de un demonio, leyó Francisco Delgado en un cable reproducido en el Diario de Occidente, por los dos años de la muerte del escritor francés. Sabemos, además, que arrugó la boca y arqueó las cejas, al enterarse de que Artaud se «pinchaba el cráneo» cuando era azotado por algún «espíritu malhechor».

A la sazón, Francisco Delgado está en la barra del Café Plaza, Bolívar 127, tomando jugo de naranja recién exprimido, sin azúcar, con la esperanza de defecar feliz, esa mañana lluviosa de 33º centígrados. Pese a que lo prosaico amenace con mancillar la narración, es necesario aludir a este ritual laxante porque de no concretarse imputará sus consecuencias a los seis espíritus que lleva a cuestas desde 1939. Ahora se entiende que arrugara la boca y arqueara las cejas, suspicaz, frente al martirio de Artaud y su metódica exorcista. Comoquiera, era bueno y raro saber que a otro le iba igual de mal o peor.

Mejor evitemos la tangente, digamos que nuestro personaje supone que la ingesta excesiva de jugo de naranja presiona en los bajos del intestino, activando la mecánica de limpieza, ineludible, para perderse, preocupado sin ocuparse, en las calles de Maracaibo. Pero antes de aventurarse a tales extravíos, Francisco Delgado meditó en el proceder ataurdiano de expulsiones demoniacas, y se dio seis cuchillazos superficiales en la cabeza, se miró en el espejo y pensó que parecía un Cristo coronado. En un parpadear estaba empapado de sangre. Aquella era una escena grotesca, aterradora, pero simple: por cada cortada saldría uno de los espíritus y así acabaría una década de melodrama. Pero sucede que alguna vez lo simple no es tan simple, y la cosa funciona al revés o ni eso. Y en consecuencia, ahí continúa Francisco Delgado, mirándose al espejo, todo chorreado de sangre. Con los brazos en cruz se pregunta, el desdichado, si no faltará cierto conjuro o requerimiento adicional porque, a decir verdad, no siente que nada le salga de sus adentros. Por el contrario, ve en las tripas del espejo a seis hombres vestidos de estricto negro que miran y ríen con aire de pena ajena, dicen «no» con la cabeza, sincronizados, y desaparecen. La peor diligencia es la que no se hace, piensa, se justifica, se mete a la ducha de su habitación de hospedaje sin nombre. Se embadurna cada una de las heridas con café Imperial, mientras lo hace (o al terminar, no importa) recuerda, cansado, la vez que le recomendaron a una exorcista wayúu en la alta guajira. Su desespero era tal, que anduvo en burro esquivando cujíes y pisando herbazales hasta una ranchería de las Cuatro Vías, en el kilómetro 57 de la carretera de Riohacha. Entró en un bar, ambiente familiar, mesa de billar en medio, rocola vallenatera, donde tomó varias cervezas, comió chivo guisado con arroz y preguntó, un poco avergonzado, dónde podía encontrar a Noelí Epinayú. A la concurrencia, guajiros todos, les hizo gracia que un hombre de color, flaco, altísimo, con un gran sombrero verde, flux azul marino, pantalón azul marino, también, pero a rayas blancas, camisa amarilla abotonada hasta el cuello, zapatos blanco de charol, bigotes finos, geométricamente perfectos y con cara de buena gente, preguntara por la Piache. Y como el preguntante no despertaba desconfianza, supusieron que su fama de curandera había desbordado aquellos límites.

«¿Vienes pa’ que te hable del otro mundo o de los muertos?», le interrogó la Piache cuando lo tuvo al frente.

«Estoy poseído por seis espíritus», dijo Francisco Delgado al tiempo que se limpiaba los dientes con la punta de la lengua.

«No veo nada», dijo Noelí Epinayú, frustrada, «vete a Albania, al sur, pregunta por Carmen Ipuana, es la Piache más sabia de toda la Guajira».

Montó al burro con renovadas esperanzas, dispuesto a cubrir un montón de kilómetros más. Reventó un chubasco de padre y señor nuestro, y como no daba señales de escampar, insistió en la marcha encomendándose a tres botellas de chirrinche que compró en el bar de ambiente familiar, mesa de billar en medio y rocola vallenatera. La calidez del destilado mágico le dio fuerzas y reconoció, entre todo, la fidelidad de la bestia. Le bautizó con el nombre de Héctor, que en adelante escuchó sus penas sin turbarse, e hizo dúo a ciertos boleros entonados entre gimoteos sin abandonar la travesía ni corcovear una vez siquiera.

La noche llegó tan oscura que no pudo continuar. Acampó debajo de una mata imposible de describir. En un rato, los ojos de Francisco Delgado se habían adaptado a la ausencia absoluta de luz. Prosiguió alentándose con el chirrinche y le dijo a Héctor que le caía bien, que ya le tenía en alta estima. Le cogió, pues, por la crinera y le hizo beber con artimañas de compadre una botella entera. Pasado un tiempo, el jumento cayó sobre sus patas delanteras y los ollares parecían flácidos a causa de los vapores alcoholados. Francisco Delgado comenzó a acariciarlo desde el tupé hasta la grupa, luego los muslos, los corvejones y cuando se percató del gusto que los embriagaba, se bajó los pantalones y lo penetró tan placenteramente que acabaron haciendo el amor bajo la lluvia inclemente, abstraídos, explorándose, como en una luna de miel transgenérica.

Dos horas, cuatro, no precisamos cuánto duró aquel desborde de pasión. Ambos quedaron desmayados al cabo. El agua los acribillaba en su descenso, pero estaban muertos. Resucitaron con el sol y con resaca. Héctor apenas podía sostenerse sobre sus cascos. Se instaló a comer lo que comen todos los burros y acabó repuesto para el viaje.

Francisco Delgado no corrió con la misma suerte. Cuando volvió en sí, sintió que miles de agujas le atravesaban. Aparentaba, desnudo, un esqueleto pintado de negro. Se miró con asco y horror al advertir que tenía garrapatas por todos lados: sobacos, testículos, nalgas, ano, no había zona que no estuviera invadida por esos monstruos obesos, flácidos y minúsculos.

El dolor explotó. La desesperación lo hacía llorar como niño. Con torpeza y repulsión se iba desprendiendo aquellos bichos infernales. Achacó el percance, como siempre, a los seis espíritus facinerosos. En su purga garrapaticida los iba maldiciendo. Si lo hubiera mordido un vampiro, pensaba, no estaría tan indignado, ¿pero garrapatas? Se sentía abochornado y sucio. Las garrapatas son seres asquerosos, marginales, indecentes, repugnantes, insignificantes. Tan poca cosa que dan grima. Cada garrapata le había dejado una roncha, una perforación, un hematoma. Haciendo de tripas corazón, se vistió y montó a Héctor decidido pero débil. No habló de nada durante horas, como si quisiera olvidar la víspera. Solo dijo «¡El chiflón!», cuando escuchó el estruendo de la cascada. Prosiguió a pie, Héctor le seguía de cerca. Se abrían paso entre hojas gigantes y lianas arrojadas desde el cielo como en Tarzán de los monos, mientras el bullicio del agua se iba haciendo más fuerte. Y de repente, como una aparición, Francisco Delgado y Héctor se toparon con El chiflón. Imponente y escandaloso. De más está decir que Francisco Delgado se lanzó a bañarse sin quitarse la ropa. Zambullirse fue un auténtico bálsamo. La sensación de aseo lo puso de buen ánimo y se olvidó de Héctor y de los seis espíritus por un rato largo. Satisfecho, tendió la ropa sobre un par de rocas a esperar que secara y se quedó distraído mirando la catarata.

Volvió a vestirse con cierta alegría. Desde que los seis espíritus se le metieron, los sobacos ni le sudan ni le hieden. Las heces tampoco. Es lo único que le gusta de andar poseído. Sacó de su bolsillo una navajita multiusos, remate de la Comercial Zuliana y fabricó un arpón formidable. Se «arremangó» los pantalones hasta las rodillas, se metió donde se forma la piscina y esperó, vuelto piedra, que algún pez se pusiera a su alcance. Comió con gusto, aunque Héctor casi ni probó su bocado, quizás estaba muy chamuscado, pensó Francisco Delgado, con los brazos en jarra, sin darle importancia.

Montó a Héctor de un brinco como Zorro cuando huye del capitán Monasterios (ni Héctor ni Francisco Delgado saben de don Diego). Gritó: ¡Arre!, pero Héctor estaba paralizado, rebuznó varias veces, Francisco Delgado entendió que algo pasaba, así que saltó a tierra tratando de descifrar el nerviosismo del burro. En cuanto miró al tope del salto de agua, divisó a la guajira más hermosa que haya visto. Le hizo una venia con su enorme sombrero verde y al volver la vista ya no estaba. Reapareció sobre una de las rocas señalando una gruta. Francisco Delgado siguió un estrecho sendero hasta aquella cavidad misteriosa. Dentro observó un espectáculo sobrecogedor y magnífico de estalactitas y estalagmitas que semejaban la boca de una piraña. Y entre ellas, o en medio, como un holograma, levitaba la piache Carmen Ipuana. Francisco Delgado supo quién era.

La piache vestía una manta luminosa, quizás amarilla, que flameaba por sí sola. El cabello, infinito, flotaba a su espalda.

Francisco Delgado cayó de rodillas: «¡Sálvame, señora!», dijo atemorizado.

«No veo nada en tu Aa’in», dijo la piache a secas, displicente.

«¡Estoy poseído por seis espíritus, señora!»

«Vete en paz», ordenó la piache y desapareció.

La gruta quedó solitaria, silenciosa y Francisco Delgado, decepcionado. Recordó El mago de Oz por inciertos motivos y emprendió el lento retorno con su devoto Héctor.

Entrar a Maracaibo, encima del burro, no es lo mismo que a Jerusalén. En vez de ramos; cornetazos, mentadas y sortijas. No obstante, Francisco Delgado iba tan erguido, tan henchido, que un desprevenido creería que la piache le hubiera nombrado caballero, pero el gesto era postizo, histriónico, porque este hombre siempre andaba metido en su papel de lord endemoniado, aunque por dentro tuviese la procesión en marcha cual abyecto vasallo.

Llegó a su hotel de mala muerte que ni nombre tenía, solo un estropeado latón colgante, obsequio de Fanta Naranja, donde se leía a duras penas: «Hospedaje». Se echó en un camastro microscópico hasta el día después. No soñó. Pasó al quinto sueño, en directo, de tanto cansancio que traía en la cabeza y en los huesos. Héctor, por su parte, pernoctó en el patio entre amables gallinas, perros holgazanes y gallos presumidos.

Antes del viaje «improsólito» aquí narrado, Francisco Delgado atendió otra recomendación bienintencionada y marchó hasta un hato, en La Concepción, donde un predicador de desiertos serpentarios expulsaba demonios con admirable pericia. El procedimiento era, decía, estrictamente bíblico: cada demonio iba a parar, encapsulado, a un cochino que el infectado debía suministrar a cuenta propia. Sabido el requerimiento, Francisco Delgado fue objeto de donaciones piadosas que le permitieron arrear, con los buenos oficios de Héctor, los cerdos respectivos al tabernáculo del renombrado exorcista.

«Los seis demonios que traes», dijo el predicador con los ojos en blanco, «han salido de los sepulcros, feroces en gran manera, tanto que nadie puede pasar por este camino, me advierten ellos».

El predicador cayó (o se tiró) a tierra y se revolcó. Puesto de rodillas dijo: «Tus demonios hablan: ¿qué tienes contra nosotros?, ¿acaso nos has traído acá para atormentarnos?»

El predicador se revolcó por segunda vez, ahora dibujando un círculo maltrecho. Volvió a arrodillarse: «Los estoy escuchando, demonios, no tienen alternativa. Abandonen a este pobre diablo y regresen a su infierno».

«Si nos echa fuera, permítenos ir en estos seis cerdos», habló el predicador con los brazos en cruz y voz cavernosa, poseído un instante.

«Hagan como dicen», exclamó el predicador; recién liberado, exhausto, sudado.

«Estás limpio. Vete y no peques más», le mandó a Francisco Delgado.

Igual que con las piaches o Artaud, nuestro querido no sintió que nada le saliera de sus adentros. Y tampoco vio que nada entrara en los cochinos ni que fueran a desbarrancarse en ninguna parte. Pero obedeció, no sin cierto recelo.

Despertó enérgico el día después del último periplo. Le dijo a Héctor que se quedara socializando en el patio del hospedaje. Él caminaría hasta el Café Plaza a libar naranja a sus anchas. Esta vez, Francisco Delgado adornó con un pañuelo blanco el bolsillo izquierdo de su flux. Un toque de elegancia, pensó divertido. Haciendo esto, los seis espíritus se le mostraron en el espejo con risitas socarronas. Le dijeron que ni pensara que se iban a quedar fuera y desaparecieron (o se resguardaron dentro de él, más bien). Francisco Delgado suspiró resignado y emprendió su camino. Sereno.

Está sentado, ahora, en la poceta de cemento del pozo séptico instalado en el patio del hospedaje. Es un cubículo de lata que hacía de letrina colectiva. Han pasado dos horas desde que llegó del Café Plaza aquella mañana lluviosa de 33º centígrados. Francisco Delgado hacía cuentas del escaso dinero que tenía. Llegaba la fatídica necesidad de buscar trabajo, ¿pero quién necesitaba a un actor desesperado? Se sabía reservado para un destino sin parangón, los seis espíritus se lo habían dicho: nadie poseía su don, ¡era único entre los hombres!,

En medio de la tragedia había que aparentar serenidad. La derrota, el fracaso, eran concesiones de urbanidad, meras desestimaciones del festejo. Lo contrario es humillante, pensaba. Aunque las tripas se retuerzan hay que poner cara de hartazgo, regalar la comida como si se pudriera en la despensa. Actuar como un noble magnánimo y todopoderoso. Recordó al gobernador[1] Héctor Cuenca, durante el golpe de 1945, y su pavorosa Liga de Occidente. El idiota anunció que marcharía, con sus comandos de policías panzones, contra los golpistas en Caracas. Los amenazó, les advirtió del peligro que corrían sino deponían las armas. Por supuesto, el radiado jolgorio aspiraba al encarcelamiento oportuno del jefe local, evitando así la vergüenza pública nacional, pero el solo camorreo fue patético y bufo.

Estas divagaciones le hicieron asearse distraídamente. Salió del cubículo de zinc pensando en algo que se decía con frecuencia: «Nada me cuesta transformar luciérnagas en estrellas». La frase se la había robado al profesor Austin Gilroy, personaje de El parásito, un relato de Arthur Conan Doyle que Francisco Delgado llevaba años adaptando al teatro y que, aseguraba, sería la más extraordinaria obra jamás llevada a las tablas en esta ciudad.

Repitió: «Transformar luciérnagas en estrellas», y se quedó viéndose en el espejo de su cuarto de hospedaje sin nombre. Reaparecieron, detrás, los seis espíritus. Seguían de negro, pero ahora llevaban sombreros de hongo. El que siempre hablaba, habló: «¿Pensando en trabajar?» Luego rieron al unísono y se esfumaron.

Francisco Delgado salió a gastarse en las calles. Reflexionaba en las palabras enigmáticas de sus «huéspedes» del Más Allá. Concluyó que, a su pesar, tenían razón. Era único, dotado con generosidad, pero igual sabía que las razones casi nunca ayudan, conque prefirió no pensar y dejarse achicharrar por el sol del mediodía. El modo zombi en que vagaba lo llevó hasta la puerta de la sala velatoria de su amigo Luis Trávez, agente funerario, en el número 11-17 de la calle Ciencias. Pasó de largo por entre plañideras, desmayadas y rezanderas ansiosas por salir en cortejo mortuorio al cementerio municipal El Redondo. El agente funerario puso cara de incrédulo cuando le vio entrar y prorrumpió jovial: «¡Qué molleja, Frank, te estaba llamando con la mente!», «por algo llegué», dijo el otro sirviéndose un exquisito café de velatorio, sentándose con las piernas elegantemente cruzadas, aire glacial y ojos de sueltapues, aunque ya sabía lo que escucharía.

«Vamos a llevar a ese muerto, pero hay que echárselo al hombro a la antigua. Entre la familia solo hay dos hombres, así que vos y yo completamos los costaleros»

«¡A pie vale más cobres, supongo!»

«Verga, Frank, te aparecéis cuando te da la gana y me queréis sacar los ojos. Te pago lo mismo, después te brindo la comida, ¿sí? Bueno, lo otro que quería decirte es que a las cinco de la tarde van a escoger gente pa’ una película gringa que vinieron a filmar aquí, mirá».

Luis Trávez, agente funerario, tiró la sección del diario sobre el escritorio y Francisco Delgado leyó reconcentrado la nota: Donald Robb, productor de la Paramount Pictures Corp., explicaba que: «el film constituye una estampa de lo que es la vida de los trabajadores petroleros. —Naturalmente que su argumento original —recalca— fue sometido a la aprobación de las autoridades venezolanas. Filmaremos en sectores del Distrito Bolívar y en el lago. Rodaremos también en Caracas para plasmar la magnificencia y suntuosidad de sus edificios y avenidas. Nuestras estrellas son Cornel Wilde y Jane Wallace, pero esta tarde, desde las cinco, estaremos contratando numerosos extras de la localidad. La selección será en el hotel Detroit».

Cargó el féretro hasta la fosa sin darse cuenta. Comió no sabe qué, corrió al hospedaje sin nombre a darse un baño y cepilló su flux hasta sacarle lustre. Se propuso llegar una hora antes al Detroit, por eso se vistió raudo e hizo un buche de Listerine. Antes de salir se detuvo frente al espejo para ajustes convencionales: la punta del pañuelo que sobresaliera lo adecuado del bolsillo del flux, apretó el nudo de la corbata que le prestó el señor Luis Trávez, agente funerario, y pulió la punta de sus zapatos de charol blanco con la parte trasera de los bajos del pantalón.

Francisco Delgado regresó a su hospedaje sin nombre bien entrada la noche. Pasó por la solitaria cocina, fue a zancadas al patio y degolló a Héctor de un tajo certero. El burro rebuznó por lo bajo, lastimoso. Apenas tuvo tiempo de mirar el rostro enajenado de su amo porque, tras un agónico resuello, se desplomó sobre sus costillas y murió triste y estupefacto. Francisco Delgado subió a oscuras la escalera que llevaba a su cuarto. Se le vino otra frase del profesor Gilroy: «Cuando uno está en las garras del tigre no es el momento para pensar en domesticarlo». Se echó a llorar. Verlo induce imágenes extrañas al lector contemporáneo. Hace recordar, por ejemplo, a un aborigen bosquimano del desierto de Kalahari. ¿Acaso Francisco Delgado se sabía reducido a fenómeno de feria? A veces se imaginaba interpretando a su adorado profesor Austin Gilroy en su adaptación no iniciada de El parásito. Recitaba el siguiente parlamento: «Ningún juez accedería a prestarme oído; ningún periódico querría debatir mi caso; ningún médico admitiría los síntomas de mi estado. Mis amigos no veían sino una señal de desquiciamiento».

Piensa, como Gilroy, en tragarse cien pastillas de antipirina, pero la vida suele seducir con la esperanza. «Detrás de mí se yergue una sombra que nada tiene en común con este mundo», dice metido en su personaje teatral como si la fatalidad pudiera esquivarse. Pero si Gilroy sucumbió ante la diabólica señorita Penelosa; él, Francisco Delgado, recurriría a lo que el incrédulo médico de sir Conan Doyle dio por descartado: la ley y la prensa.

Seis espíritus malos encima, por Juan Vené

Un caballero de color, alto, de trato agradable, nombrado Francisco Delgado, natural de Maracaibo, asegura que lleva a cuestas seis espíritus que le han robado todo cuanto tenía y consigue desde el año 1939. Relata que fue a formular la denuncia en la Seguridad Nacional y a pedir ayuda, porque a consecuencia del presunto mal, tampoco consigue trabajo.

Con su sombrero de ala grande color verde, saco azul, pantalón azul marino a rayas blancas, zapatos blancos de buena factura, sus finos bigotes bien arreglados, se presentó a la Oficina de Investigación y Vigilancia para denunciar su caso.

—Yo le voy a contar cómo es el asunto —dijo al reportero—: En el treinta y nueve me fui unos meses a Caracas donde, en poco tiempo, me hice actor cómico con el nombre de Frank Delgado. Como quería saber de espiritismo para una obra que estoy escribiendo, ingresé a unas reuniones, pero ahora me ha pesado porque por envidia algunas personas se me han venido encima y han tomado a los espíritus para hacer maldades, como eso de impedir que consiga trabajo, escriba mi obra y hasta enfermarme.

Este señor se ha quejado a las autoridades, pero sus supersticiones no han molestado a las personas de la Oficina de Investigación y Vigilancia. Le aconsejan, eso sí, que deje de pensar en asuntos inciertos, que tarde o temprano terminará por afectarle la mente. A esto responde como seguro de sí mismo:

—Eso sí que es difícil. Mi cerebro marchará siempre bien —exclamaba alcanzándose la frente con la mano derecha—: Ellos lo que quieren es tomar mis ideas. Lo que pudiera escribir, quieren aprovecharse de mi talento.

Y después de ser atendido este hombre con su errada creencia en los espíritus, caminó —en apariencia calmoso— hacia la calle y en esta redacción nadie supo cómo ayudarle. Dijo, yéndose, que llevaba días haciendo una sola comida. Vive en un hospedaje que no identificó y ya debe sesenta bolívares, que ni siquiera pudo alimentar a su bestia por lo que decidió sacrificarla. Asegura que busca trabajo y no lo encuentra porque “ellos” (los espíritus) le estropean todos los proyectos.


[1] Presidente del Estado era la denominación del cargo.

Norberto José Olivar 

Comentarios (2)

fernando
20 de diciembre, 2012

Magnífico argumento y narración. El tema da para mucho en manos de Olivar. Lo único: Héctor, el noble burro, no necesitaba ser degollado, deja mal sabor; pudiera haber desaparecido de otra manera. Felicitaciones¡¡

pollinob
10 de enero, 2013

Excelente. Muy extraño cuento, que genera sensaciones incómodas.

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