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Norman Foster recuerda a Oscar Niemeyer

Conocí a Oscar Niemeyer hace tres o cuatro años en Río de Janeiro, pero fui consciente de su extraordinario trabajo hace mucho más tiempo, incluso antes de inscribirme en la escuela de arquitectura. Recuerdo el primer deslumbramiento que sentí al toparme con un estilo profundamente particular, rotundamente escultural, decididamente sensual. Resultaba ya fascinante al joven que era entonces cómo la fuerte personalidad de un hombre puede dejar su impronta en los edificios que construye.

Desde sus más tempranas creaciones, como la capilla de Belo Horizonte hasta, sus últimos trabajos, en São Paulo, pasando por la cumbre de su proyecto en Brasilia, resultan memorables del mismo modo en el que lo son las obras de un genuino artista. En su caso, porque en su trabajo el arte se marida excepcionalmente con la arquitectura para guiarnos en una hipnótica procesión por sus edificios, dotados de un extraordinario sentido monumental y una gracia fuera de lo común. Incluso los más pesados parecen flotar, pasar de puntillas por la tierra y mezclarse generosamente con el paisaje.

Una de las cosas más sorprendentes de su trabajo es la capacidad para dotar de intimidad tanto a los grandes proyectos como a los pequeños. De esto último encontré inmejorables pruebas con motivo de mi visita a su casa familiar y a su estudio. En lo personal, mi encuentro con él fue vivificante. Ya entonces había superado los cien años. Se hallaba en perfecta forma (a veces me pregunto medio en broma si el secreto de su juventud no sería su matrimonio a los 98 años con su secretaria). Compartimos una entrevista televisada y durante el tiempo que pasamos juntos dio muestras de su desbordante creatividad, intacta hasta el final, así como de un inagotable interés por las cosas y de la predisposición a compartir conocimiento con uno de sus pares.

Como sucede con los grandes arquitectos, su profesión era su modo de vida, y su pasión y sus principios, asuntos innegociables. Supo situarse desde una atalaya extremadamente personal como parte de la generación de los maestros, la de Mies Van der Rohe, Le Corbusier o Alvar Aalto. Eran hombres capaces de crear edificios perdurables, espacios capaces de movernos emocional e intelectualmente. Cualidades todas que han quedado para las generaciones posteriores como parte del legado de un hombre extraordinario.

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Publicado en ElPaís