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El desastre, por Jorge Volpi

Hoy, a la distancia de doce años, al fin es posible entreverlo -y afirmarlo- con certeza: el 1º de diciembre del 2000 fue un trágico espejismo. Esa clara mañana de otoño México celebró uno de esos exultantes días de júbilo que rara vez se le conceden a los pueblos: una victoria que no le pertenecía a Vicente Fox, y mucho menos al PAN, sino a todos aquellos que habían luchado para terminar con el régimen autoritario y corrupto que había gobernado al país por más de siete décadas. La algarabía, dentro y fuera, era casi unánime: tras la brutal represión de 1968, la “caída del sistema” de 1988 y el alzamiento zapatista de 1994, el país se desembarazaba de los culpables de su inequidad y de su atraso y se abría a una nueva era donde sería posible consolidar las instituciones democráticas y navegar hacia la justicia, el crecimiento y el progreso.

Doce años después, México no se acerca ni siquiera vagamente a esa estampa dibujada en las mentes de sus ciudadanos aquella luminosa mañana del 2000. Todo lo contrario: se ha convertido en un país más fracturado e inseguro; un país devorado por la frustración y por el miedo; un país desprovisto de cualquier motivo de júbilo; un país en el que unas cien mil personas han sido asesinadas sin que conozcamos las razones y sin que los culpables hayan sido atrapados y juzgados; un país en el que miles han debido abandonar sus hogares por la fuerza; un país que, más allá de la aparente solidez de su economía, no se diferencia de un país en guerra.

¿Qué pudimos hacer tan mal los mexicanos no sólo para traicionar las grandes esperanzas del 2000 sino para, en el lapso de una década, transformar a México en este infierno? La culpa no puede achacársele sólo al PAN, o a Vicente Fox y a Felipe Calderón, eso está claro: su responsabilidad en la catástrofe es mayúscula, y no creo que la Historia vaya a absolverlos, pero el resto de la clase política, y los ciudadanos que hemos aprobado o asumido sus decisiones, somos parte ineludible del desastre.

Los primeros signos de que nuestra anhelada transición a la democracia se tambalea aparecen ya durante los primeros meses del sexenio de Fox. Electrizado por el entusiasmo hacia su figura, el presidente se esfuerza por formar un gobierno de unidad, invitando a ocupar posiciones clave en su gabinete a figuras independientes y a militantes de la izquierda, con quienes comparte, en teoría, la meta esencial de desmantelar la herencia corporativa y autoritaria del PRI. Roñosa, la izquierda se rehúsa a cerrar filas con los panistas: en su mezquina lectura de los hechos, la derecha le ha arrebatado el papel que merecía por sus luchas y sacrificios, y prefiere consolidar sus bastiones -sobre todo el DF- mientras aguarda (o provoca) el fracaso de sus adversarios.

Demasiado cómodo en su papel de héroe de la democracia, y abandonado por los estrategas independientes que lo auparon al poder, Fox cambia de estrategia y decide que su enemigo primordial ya no es el PRI, sino la figura ascendente de Andrés Manuel López Obrador. Cada vez más obsesionado, el Presidente desperdicia la segunda mitad de su sexenio en combatirlo de todas las formas posibles, legales y extralegales. De este modo, en un profundo error histórico que quizás sea la causa principal de la debacle que terminará por alcanzar de modos distintos tanto a la una como a la otra, la derecha y la izquierda democráticas aniquilan para siempre la alianza natural que debió articularlas en esos momentos críticos.

Si hubiesen estado dotadas de mayor visión de largo plazo, menos dogmatismo ideológico y menos rencor humano, el PAN y el PRD tal podrían haber imitado el modelo chileno -la unión táctica de la democracia cristiana y la socialdemocracia contra el enemigo común: la dictadura-, limando sus aristas radicales y construyendo un gobierno mayoritario fuerte, capaz de poner en marcha una agenda de transformaciones esenciales que era urgente para el país. En vez de ello, Fox y López Obrador quemaron todos los puentes de entendimiento entre el PAN y la izquierda, precipitando al país en un auténtico choque de trenes cuyas consecuencias seguimos pagando hasta el momento.

El desaguisado electoral del 2006 fue la consecuencia extrema de su egoísmo y su ceguera. Leer lo ocurrido en ese año como la desaparición de la escena del PRI es no entender lo que verdaderamente ocurría en esta encarnizada lógica a tres que guía al sistema partidista mexicano. En efecto, el PRI pareció hundirse como nunca, en buena medida debido al pésimo desempeño de Roberto Madrazo, pero al atizar la rivalidad entre Calderón y López Obrador los priistas anticipaban el aniquilamiento de ambos.

Así, mientras PAN y PRD insistían en ver la elección del 2006 como una especie de fin del mundo, en la cual no sólo gastaron todos sus cartuchos, sino que agotaron toda su legitimidad y todas sus energías democráticas, el PRI (más sabio por viejo que por diablo) tuvo la paciencia y el tino de aguardar a que sus dos enemigos se hicieran pedazos en la contienda de ese año, desprestigiando su lucha de todas las maneras posibles. Tras ver las maniobras burdas e ilegales empleadas por el PAN para ganar la contienda, y la desaforada reacción de López Obrador al verse despojado del triunfo, mandando al diablo a las instituciones, ya nadie podría decir que el PRI era mucho peor que sus alternativas. Si el 2006 resulta tan trágico no es sólo por la acidez y acrimonia de la contienda, sino porque los aparentes ganadores se volvieron idénticos al PRI que habían combatido.

Consecuencia extrema de la polarización derivada del 2006 -leído así, el cliché resulta válido: el año que vivimos en peligro- fue toda la presidencia de Felipe Calderón. En su azarosa e irresponsable lectura de las votaciones, necesitaba mostrarse a toda costa como un presidente fuerte, capaz de unir al país contra un peligro aún mayor que López Obrador o el PRI, y encontró en el narcotráfico ese monstruo capaz de legitimarlo -sí-, pero sobre todo de reunificar a un país dividido en una causa superior. Un trágico error de perspectiva y acaso una de las decisiones políticas más dramáticas -y abominables- tomadas por un presidente mexicano. Pero, una vez más, tenemos que observar su estrategia en el contexto de las elecciones del 2006 y del México bronco que parecía abrirse paso en esos días.

A diferencia de Fox o de muchos de sus correligionarios, Calderón sí era un producto puro del panismo, con todas sus virtudes y defectos: una mezcla de fe cívica, honestidad institucional y catolicismo ultramontano. Cuando, en su visión, las antorchas de López Obrador aún seguían encendidas, toma la decisión de enfrentar al Mal Absoluto. Cruzado de una batalla que el país no merecía, Calderón opta por desembarazarse de su conflicto personal con AMLO para enfrentar, gallardamente, un desafío aún mayor, tratando de subir en la escala de valores y de presentarse como un héroe moral y un líder fuerte.

De nuevo: si PAN y PRD no hubiesen dejado pasar la oportunidad en el 2000 de articular un frente común, acaso la “guerra contra el narco” no hubiese sido necesaria, o se habría planteado de otra manera, sin el tono atrabiliario e impensado, sorpresivo, que adquirió a solo 18 días de iniciado el gobierno de Calderón. Desaprovechada esa oportunidad, el sexenio de Calderón se convirtió en una sucesión de errores y desatinos enmascarados bajo la supuesta necesidad de combatir al narcotráfico.

Sin duda la ilegalidad y la corrupción asociadas con el narcotráfico eran una realidad palpable cuando Calderón tomó las riendas del país, y tampoco puede negarse que la intimidación y los chantajes amenazaban con estallar en cualquier momento, pero la forma de encarar el problema, asociándolo con una estrategia puramente bélica, sin tratar de resolver las causas sociales del conflicto, anticipar el recrudecimiento de esa violencia que en teoría se trataba de extirpar ni entrever las dificultades para perseguir judicialmente a los delincuentes con un destartalado sistema de justicia debe considerarse una de las decisiones políticas más contraproducentes tomadas por un líder democrático. Sin ninguna discusión pública previa y sin conocer la realidad sobre el terreno, la “guerra contra el narco” copió la retórica y la tácticas de la “guerra contra el terrorismo” de George W. Bush, y sumió al país en un conflicto no demasiado lejano del que hoy sufren en Irak o Afganistán, al menos en lo que se refiere al número de víctimas. El saldo que deja esta guerra, cuyo nombre ahora los panistas quisieran olvidar, es oprobioso y continuará afectando a millones de mexicanos en los años venideros.

Frente a la magnitud del desastre, la actitud del PRI y de la izquierda no pueden sino considerarse tibias, cuando no directamente cómplices, como si de nueva cuenta se hubiesen conformado con observar cómo el país se destruía en manos de Calderón sin intervenir de manera más decidida para frenarlo, acaso porque ni ellos mismos sabían -ni saben- qué hacer ahora para revertir la violencia. No deja de sorprender que, durante las campañas electorales, Peña y López Obrador prefiriesen evitar el tema del narcotráfico, como si fuese apenas uno más de los muchos problemas del país, y no la causa de la mayor desestabilidad social que hemos sufrido desde la guerra cristera. Y aun hoy, a unos días de tomar posesión, el PRI no ha sabido presentar una sola iniciativa novedosa para afrontar la peor herencia recibida por un gobernante en nuestra historia reciente.

¿Transición a la democracia? ¿Alternancia? Estos términos, hasta hace poco tan estimulantes y pomposos, apenas significan nada frente a un país que, a doce años de haber expulsado al PRI de la presidencia, se desangra como nunca. ¿Qué diremos en el futuro de estos 12 años? ¿Qué fueron una oportunidad perdida? ¿Un paréntesis opaco en medio de una marea de priismo? Resultaría mendaz afirmar que no hubo avances en otros terrenos, olvidar que ganamos en transparencia y rendición de cuentas, que la libertad de expresión se consolidó, que la seguridad social experimentó un impulso decisivo o que las peores formas del priismo terminaron expulsadas de nuestra vida pública, pero, contrastados logros con los daños derivados de la guerra contra el narco, estos logros se tornan pálidos o de plano irrelevantes.

Y así, doce años después de aquella ilusión, de ese espejismo del 1º de diciembre de 2012, el PRI regresa a Los Pinos tras haber ganado las elecciones (usando sus buenas y sus malas artes). La lectura del resultado electoral es dolorosa y evidente: los ciudadanos le dieron su voto, de forma mayoritaria, a la derecha y a la izquierda democráticas durante doce años con la esperanza de que condujesen al país a un lugar mejor. En vez de eso, éstas desperdiciaron todas las oportunidades, pelearon entre sí hasta desangrarse y, en medio de esta ácida pelea, el segundo gobierno panista destruyó al país como ningún otro gobierno reciente. Cuando el 1º de diciembre de 2012 Enrique Peña Nieto jure su cargo y le devuelva la presidencia al PRI, ya no quedará ninguna duda del gigantesco fracaso de estos doce años de alternancia.