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Las guerras y la paz en Macondo, por Óscar Collazos

Aureliano Buendía promovió 32 guerras y no logró ganar ninguna. Por eso debió negociar la paz.

Ya viejo y abrumado por las decepciones, el coronel Aureliano Buendía llegó a la conclusión de que había promovido treinta y dos levantamientos armados y los había perdido todos. Había conocido en carne propia la tragedia de la guerra. Diecisiete hijos varones, “de diecisiete mujeres distintas”, “fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años.”

El “comandante general de las fuerzas revolucionarias” y “el hombre más temido por el Gobierno”, sentía que estaba perdiendo el tiempo, que “cuando se recibían noticias de nuevos triunfos se proclamaban con bandos de júbilo, pero él medía en los mapas el verdadero alcance, y comprendía que sus huestes estaban penetrando en la selva, avanzando en sentido contrario al de la realidad.” Pero tenía que darse más explicaciones convincentes y dárselas a quienes seguían creyendo en el triunfo sin tiempo de la causa, acicateados como estaban por la obstinación feroz del enemigo.

En un diálogo con el coronel general Gerineldo Márquez, Aureliano le pregunta: “¿Por qué estás peleando?” El amigo admirado le responde que “por el gran partido liberal”. No contento con la respuesta, el coronel expulsa una bocanada de desaliento y le confiesa que “apenas ahora” se da cuenta de “que está peleando por orgullo” y “que tan pronto como pusiera de lado esos escrúpulos rompería el círculo vicioso de la guerra”.

El círculo vicioso estaba demasiado bien atado y no era fácil romperlo. Si dependiera solo de él, firmaría la paz, pero aliados y soldados rasos, menos conscientes que él del absurdo de la guerra, no estaban dispuestos a aceptar la “traición” ni la debilidad del más aguerrido de sus generales.

Aureliano presiente, sin embargo, que la paz negociada está cerca. El Gobierno proponía conceder “amnistía general para los rebeldes que depusieran las armas”, aunque los combatientes de los rebeldes liberales se dividían entre quienes aceptarían por hastío el final de la guerra y quienes no creían en la sinceridad del enemigo y, por lo mismo, seguían siendo partidarios de continuar la guerra hasta el triunfo.

Sin duda, García Márquez estaba pensando en “la paz negociada” propuesta en 1953 por el general Rojas Pinilla, aceptada por dirigentes liberales y conservadores. Pero esta paz dejó sueltos los hilos de la desconfianza, pese a que más de 6.500 combatientes liberales provenientes de Antioquia, Valle, Santander, Chocó, Tolima y los Llanos se acogieron a ese proceso y 3.540 guerrilleros entregaron las armas. Sin embargo, la violencia y la guerra no terminaron allí. Como en Macondo, seguían existiendo “causas objetivas y subjetivas” de nuevas revueltas.

Estamos en el escenario de la novela. Ante la inminencia de la paz negociada -aunque la guerra le esté corroyendo el alma- Aureliano duda y no cede. “Diez días después de que un comunicado conjunto del Gobierno y la oposición anunció el término de la guerra, se tuvieron noticias del primer levantamiento armado del coronel Aureliano Buendía en la frontera occidental”. Esto quería decir que la paz convencional de liberales y conservadores no había comprometido sus sueños ni su obstinación revolucionaria.

Aureliano “se escabullía por los desfiladeros de la subversión permanente”. Volvía entonces a “ponerse al frente de la rebelión más prolongada, radical y sangrienta de cuantas se habían intentado hasta entonces”. Y la verdad es que la “paz negociada” había sido frágil y engañosa: no había impedido que “los terratenientes liberales, que al principio apoyaban la revolución”, suscribieran “alianzas secretas con los terratenientes conservadores para impedir la revisión de los títulos de propiedad”.

Es muy probable que, entre 1966 y 1967, cuando García Márquez escribe Cien años de soledad, estuviera pensando en los atajos que llevaron a los guerrilleros liberales a cruzar la línea de la rebelión campesina y a inscribirse en las recién creadas guerrillas de 1964 y 1965. Las guerras civiles de finales del siglo XIX y la guerra bipardista que se recrudeció entre 1948 y 1957, le habían servido a Gabo de marco histórico para narrar, entre la realidad y la leyenda, las guerras de Aureliano, consciente ya de que muchos de sus seguidores “no sabían ni siquiera por qué peleaban”.

Hay un momento en que Aureliano siente que solo está luchando por el valor abstracto del poder. Trata otra vez de terminar la guerra, pero “no imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla”. Enredado en el tejido de su desazón, “necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al Gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas”.

El Aureliano que vemos en adelante es un hombre que pelea para liberarse de sus propios fantasmas, que se resiste a pelear “por ideales abstractos, por consignas que los políticos podían voltear al derecho o al revés según las circunstancias”. El coronel intuye que podrá seguir combatiendo sin ser derrotado pero sabe también que, a medida que se envilece con la violencia, ya no podrá derrotar al enemigo.

“¿Qué hubiese ocurrido… -le preguntó Plinio Apuleyo Mendoza a García Márquez en la conversación que dio origen a El olor de la guayaba-, si el coronel Aureliano Buendía hubiese triunfado?”

“Se habría parecido enormemente al patriarca. En un momento dado, escribiendo la novela, tuve la tentación de que el coronel se tomara el poder. De haber sido así, en vez de Cien años de soledad habría escrito El otoño del patriarca”, respondió Gabo.

Mendoza insiste y le pregunta a su amigo si “debemos creer que, por una fatalidad de nuestro destino histórico, quien lucha contra el despotismo corre el gran riesgo de volverse un déspota al llegar al poder”. El escritor encaja el jab, dirigido a vulnerar la firmeza de sus convicciones políticas y responde con las palabras que un personaje condenado a muerte le enrostra a Aureliano: “Lo que me preocupa es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos”.

Este es el relámpago de lucidez que ilumina a Aureliano, cansado ya del “círculo vicioso de aquella guerra eterna que siempre lo encontraba a él en el mismo lugar, solo que cada vez más viejo, más acabado, más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta cuándo”.

Macondo no encontrará la paz con el armisticio que puso fin a veinte años de guerras, pero saldrá de la circularidad viciosa de una guerra que había perdido sentido en las vidas, las ideas y el corazón de quienes las habían promovido.

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Publicado en El Tiempo de Colombia y reproducido en Prodavinci con autorización del autor