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Historia y ficción, por Armando Coll

Ricardo Piglia suelta la frase en medio de una entrevista: “En un sentido (los libros) son modelos en escala de lo real”. Se trata de una entrevista concedida a Roberto Pablo Guareschi y Jorge Halperin para el Clarín, hace tanto como 1984, y recogida en el volumen Crítica y ficción (Anagrama, 1986)

Cuando un músico siente que no le asisten las palabras para expresar una idea, pulsa las cuerdas de su instrumento y enuncia un acorde –“la revelación es un suceso acústico”, enseña Gershom Scholem sobre la mística del lenguaje.

Un escritor, cuando quiere explicar una idea, muchas veces prefiere echar un cuento. Y es así como el mismo Piglia abre su colección de ensayos titulada El último lector (Anagrama, 2005) con una narración: “Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con materiales mínimos y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez…”. Resuena en esta imagen “El Aleph” de aquel otro argentino, Borges.

“No es un mapa, ni una maqueta”, continúa el relato de Piglia, “es una máquina sinóptica: toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia…”

“El hombre dice llamarse Russell y es fotógrafo”, da noticia el narrador sobre el personaje del cuento o tal vez parábola. “Russell cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco”.

Tal vez Piglia insiste con este relato en esa idea de los libros como modelos a escala de lo real.

Y volvemos aquí al espinoso asunto de qué es la realidad y qué la ficción, qué es la historia y cuándo se hace novela, y si acaso hay unos géneros que puedan definirse como “no ficción”.

Enseñaba un tal Aristóteles hace tanto como el siglo IV anterior a nuestra era: “La distinción entre el historiador y el poeta no consiste en que  uno escriba en prosa y el otro en verso; se podrá trasladar al verso la obra de Herodoto, y ella seguiría siendo una clase de historia. La diferencia reside en que uno relata lo que ha sucedido, y el otro lo que podría haber acontecido”.

La máquina polifacética

En la entrevista citada más arriba, se le propone a Piglia organizar mentalmente una biblioteca con “los libros que necesitamos para ‘leer’ nuestra realidad”.

En este caso, “la realidad” es la de un país llamado Argentina, y el escritor interpelado sugiere que se ha de leer Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, ese libro ineludible para los argentinos desde que se publicara por entregas, y semi clandestinamente, mediando el siglo XIX. Pero, ¿qué es el Facundo? ¿Acaso historia, acaso ficción? En principio es una suerte de biografía de un peligroso caudillo de la Rioja argentina, Juan Facundo Quiroga, no en balde llamado el “Tigre de los Llanos”. Parafraseando a Roberto Arlt, Piglia apela a una definición de este libro fundamental: “la máquina polifacética: tiene circuitos, cables, funciones variadísimas, está llena de engranajes que conectan redes eléctricas, trabaja con todos los materiales y todos los géneros”. Y sentencia: “En ese sentido funda una tradición”.

La taxonomía del Facundo me trae a la mente otro libro tan inclasificable como fundamental en la América del Sur, Los sertones de Euclides Da Cunha, aquel periodista brasilero que le tocó cubrir como corresponsal del diario Estado de Sao Paulo los trágicos acontecimientos de Canudos de finales del siglo XIX, la infortunada rebelión liderada por un alucinado profeta en las desoladas estepas de Bahía adentro, hechos que Mario Vargas Llosa novelara con no poca fortuna mucho tiempo después como La guerra del fin del mundo.

“Escribo en los raros intervalos de ocio de una carrera fatigosa, este libro, que en un principio se circunscribiera a la historia de la Campaña de Canudos”, se explica el reportero Da Cunha en la nota preliminar de su dilatada y acuciosa narración. Anotación que finaliza con una cita tomada de Hippolyte Taine, pensador francés muy considerado por aquella época, que contrasta lo que el brasilero entiende por un “narrador sincero” con aquellos otros que “copian los hechos pero desfiguran el alma”.

Atrapar en el tejido del texto el alma de los acontecimientos, por decir así, acaso eso que llaman el espíritu de los tiempos y los sabios dicen en alemán zeitgeist, o más bien lo que el citado Piglia considera son “grandes tensiones secretas”, esas significaciones profundas que subyacen a una sociedad, la esencia de una ciudad, tal vez esa sea la clave de toda gran obra más allá de la dualidad entre realidad y ficción.