Artes

Elogio de la caca, por Marco Avilés

Sobre la importancia de cumplir un minuto de silencio antes de jalar la cadena

Por Marco Avilés | 17 de noviembre, 2012

Este rascacielos está hecho de caca. Para construirlo fue preciso que todos los habitantes de la ciudad hicieran una pequeña contribución. Si en algunas culturas ganaderas de la antigüedad los hombres aprendieron a construir sus casas con abono de vaca, ¿por qué en las ciudades modernas no podemos aprovechar la caca de los habitantes –tan abundante, además– en fines urbanísticos y productivos? El proyecto es fascinante y no parece tan descabellado. Por lo menos cuando eres un niño de diez años y disfrutas leyendo este tipo de historias.

Luego creces y te llenas de tabúes, y quizá un edificio de caca ya no te resulte tan buena idea. ¿Qué se debería hacer para soportar el mal olor? ¿Qué pasaría si es que llueve? ¿Se desmoronaría la construcción encima de los residentes? Cuando eres adulto ya no piensas tanto en estas cosas. La caca y las cosas útiles que se pueden hacer con ella son patrimonio de la infancia.

Parte de crecer y ser adolescente consiste en evitar hablar de caca delante de las chicas. Las chicas, por su parte, aprenden a guardar el mismo respeto ante los chicos. Sin embargo, de acuerdo con algunas encuestas que realicé para preparar este artículo, es probable que entre grupos del mismo género el tema sobreviva de diversas maneras durante algunos años más: «¡Oye, hoy hice bolitas!».

Cuando las personas se hacen adultas, suelen olvidarse de dos cosas: 1) cómo lucía el mundo cuando uno era un niño y 2) lo divertido que entonces resultaba hablar de la caca.

La caca era un asunto tan presente en mi escuela de primaria que incluso el director tenía un apodo que nunca le dijimos: Director caca negra. No era un sobrenombre racista. Él no era negro. Sólo era feo y tenía una nariz grande y cacosa y llena de lunares. Por entonces, había un alumno de sexto año que tenía el pelo marrón clarito y era muy popular entre las chicas. Le llamábamos Pelo de caca. Pero como era mayor que el resto de mi clase, podía agarrarte a golpes si te escuchaba. Así que había que decirle el apodo verificando previamente las condiciones de seguridad. Cuando él iba por la calle, por ejemplo, podías esconderte tras un arbusto y gritarle: ¡Pelo de caca! O cuando se encontraba indefenso, usando el baño, a puerta cerrada, pantalones abajo, ¡Pelo de caca!

Años después, en la secundaria, el uso de la palabra caca ya no requería de adjetivos complejos. Había por lo menos dos estudiantes que, merced a su resistencia a la limpieza, obedecían al escueto apodo de Caca. Eran la peste andando. Caca 1 solía llegar a clases oliendo a orines. Caca 2 tenía un aroma más original, uno que a veces evoco cuando recorro los pasillos de un mercado sobre el mediodía.

Debe ser por esta época juvenil –cuando te salen bigotes, cuando te crece el pecho, cuando te cambia la voz– que las personas también comenzamos a cambiar de palabras. Da vergüenza decir caca delante de las chicas. Todos queremos ser adultos, y fumamos y aprendemos a beber y estudiamos a los mayores para parecernos a ellos, aunque sea un poco. Y los adultos, por supuesto, ya no dicen caca. Ellos dicen cosas más adultas. Dicen mierda, por ejemplo.

Al aprender a decir esa nueva palabra con soltura, los jóvenes entienden muchas cosas de la vida. Comprenden que eso que los mayores llaman política es una mierda, o que el transporte público es una mierda, o que duele mucho cuando alguien te hace mierda el corazón. Decir caca es ser un niño. Decir mierda es ponerse drástico, adulto, a la altura de la vida. Realista. Malo. Villano. Eres una mierda. Vete a la mierda. Calla mierda. País de mierda.

Soy un romántico. Lo que quiero maldecir, lo maldigo con caca.

Pocas cosas son tan útiles para entender a las personas como estudiar las palabras que éstas usan. Unas dicen mierda y lucen más viejas. Otras dicen caca y son más jóvenes. La escritora sueca Pernilla Stalfelt descubrió esta relación y escribió un libro para explicar su teoría. Como ella es autora de historias infantiles, el Libro de la caca es un precioso volumen dedicado a los niños.

El ejemplar que tengo en este momento tiene las hojas ajadas, como esos manuales que, por lo útiles, han sido leídos una y otra vez. Juro que alguna vez merecerá una fiesta de jubilación. Me lo ha prestado mi sobrino Sebastián, que es un gran lector de Waterloo. También es un niño curioso y despistado, y desde que era muy pequeño, su madre se acostumbró a recoger con resignación las cosas que él dejaba abandonadas al lado del inodoro, desde revistas de rock hasta recetarios de cocina. No hay nada como ese simple acto de amor para que una madre pueda ir descubriendo, al pie de Waterloo, la verdadera vocación del niño.

El libro de la caca fue el escudero de Sebastián durante largas batallas, y lo ayudó a entender el mundo, o su mundo, o ese pedacito de mundo que ocurre antes y después de jalar la cadena. «Casi todos los niños piensan que los pedos y la caca son muy divertidos, pero los mayores no», advierte la señorita Stalfelt en ese manual. «A ellos les gusta oír cosas más agradables, que no huelan mal ni sean marrones». Las flores, por ejemplo, o el dinero, por supuesto.

Stalfelt establece una apropiada clasificación. «Hay varios tipos de caca», sostiene. Están las que parecen piñas, las que se confunden con chorizos, las que se asemejan a un choclo y las que tienen forma de tornillo. También encuentra útil dividirlas en virtud a su color. Así, las hay marrones, amarillas, rojas, negras (como la nariz del director de mi escuela) y las que, ¡oh, sorpresa!, nos salen del color de la beterraga.

Hay un tiempo en que todo ser humano vive fascinado o intrigado por la caca. Es una etapa breve al inicio de la vida que puede extenderse durante algunos años más. En esos casos es recomendable no alarmarse. Los especialistas no advierten daños cerebrales en los individuos que piensan en cosas apestosas. Todo lo contrario. Quien dice caca suele tener el alma limpia.

Somos las palabras que usamos (pero en sentido figurado, por supuesto). Cuando uno es niño, el éxito dentro del grupo depende muchas veces de cuán ingenioso eres al imaginar cosas asquerosas. El libro de la caca puede ser el mejor regalo del mundo si estás viviendo aquel tiempo dorado, cuando todo luce sospechosamente chistoso, desde la temible nariz del director de tu escuela hasta el llamativo cabello de tus compañeros rubios. Pintar el mundo con caca es pura y hermosa sabiduría infantil.

Marco Avilés  Editor y periodista. Es cofundador de Cometa, un proyecto que busca nuevas maneras de acercarse a los lectores. Puedes seguir a Cometa en twitter en @Cometa_C

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