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“Historia menuda de un país que ya no existe” (Fragmento), de Mirtha Rivero

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Hasta los dieciocho años, lo más cerca que había estado de una barriada popular era cuando iba a la casa de algún amigo en Alto Prado o Las Mercedes, y tenía que pasar a un lado de Santa Cruz, Las Minas o El Güire. Desde la ventana del carro veía las barriadas inmensas que se pegaban a las urbanizaciones de quintas y edificios. Sin recato y sin moderación.

En Caracas, quizá como no sucede en otra ciudad del mundo, no hay compartimentos estancos ni territorio prohibido. Las zonas elegantes se entremezclan con las populares, y viceversa. Entre unas y otras no hay áreas demarcadas sino cinturones de tolerancia en donde coinciden los jeeps de las rutas de transporte troncales, con los autos Toyota y Mitsubishi. Ese era el único barrio al que se había acercado Gerardo.

Ingresar a la Universidad Central de Venezuela fue un verdadero shock. En bachillerato, todos mis compañeros eran gente como yo. Vivían en Terrazas del Club Hípico, Alto Prado, La Trinidad. Todos teníamos cosas en común, gustos parecidos. Vida y familia semejantes. Más o menos acomodados.

Llego a la Universidad Central y empiezo a preguntar: «¿Qué hace tu papá?» y me dicen: «Mi papá es taxista». O: «No hace nada». O: «Yo no tengo papá…». Y eso era algo completamente nuevo para mí.

Yo soy de las personas que necesitan un grupo para estudiar, y al empezar en la universidad veo que tengo que formar el equipo con las primeras personas que conozco: había un muchacho que vivía en el Country, y unos días estaba en su casa y otros, en la casa de su abuela porque su papá y su mamá tenían un parapeto de matrimonio. Otro compañero vivía en Catia, y su mamá era quien lo mantenía. Una muchacha vivía en Guarenas, y nunca podía llegar a la hora. Y había otro que no se salía de un discurso de lucha armada, de lucha de clases…

Pero el recinto universitario no era solo el espacio que encerraba gustos diferentes y padres desconocidos. Fue también el escenario para derrochar adolescencia y ejercitar el albedrío que daba un carro nuevo y dos sueldos: uno como preparador y otro como pasante en la empresa en la cual trabajaba su papá. Con el sobre de fin de mes se pudo costear unas travesuras distintas a las que ensayaba en secundaria, que nunca habían pasado de jubilarse de clases para vagar por el centro comercial o, en carnaval, lanzarle huevos podridos a las niñas del colegio de monjas.

Empecé a estudiar Economía y empezó también un ciclo de fiestas. Ganaba como dos mil bolívares, y eso era un bojote de plata para mí, que no tenía ninguna obligación. Y me lo rumbeé todo. Durante la primera mitad de la carrera la rumba fue grande. Tardé como siete años en graduarme.

Llegó un semestre en que agarré dos materias y me rasparon una, y eso me dio mucha pena. Pena conmigo mismo. Entré en un proceso de reflexión, y me dije: «Vamos a ponerle corazón a esto». Y me puse a estudiar en serio.

Se quitó el traje de juerga y lo cambió por el saco y la corbata de un empleo a tiempo completo. De día era el muchacho que llevaba las estadísticas de una entidad de ahorro y préstamo; de noche era el estudiante que trataba de recuperar las horas perdidas.

Llegar a la universidad fue enterarme de que hay gente que es más inteligente que uno, que estudia más que uno, pero que tiene menos recursos que uno. Fue mi gran descubrimiento.

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Teotiste tenía una campana que, como en las telenovelas, hacía sonar para que le trajeran café a la visita, para llamar a Gerardo que no había venido a saludar, o para comentar la noticia de la muerte de Renny Ottolina que había oído en la radio. El año en que Gerardo empezó a trabajar, el sonido de la campana se había ido espaciando, como ya había sucedido con los apuntes en el diario. Teo había dejado de escribir seis años atrás, cuando las cataratas consiguieron lo que no pudo la artritis. Teotiste se había ido quedando ciega.

Y a partir de octubre de 1988, más nunca se oyó la campana y los diarios se guardaron bajo llave.

Empecé a trabajar en julio de ese año, y mi abuela ya estaba muy enferma, pero ella se enteró y me echó sus bendiciones. Cuando se murió fue algo muy fregado. Mi abuela fue –es– muy importante para mí. Los tres primeros días después de su muerte fueron horribles; después la rutina me fue absorbiendo. Poco a poco me fui encariñando más con el trabajo y después me di cuenta de que lo que hacía era importante y, lo mejor de todo, me gustaba.

Se murió Teotiste y dejó a Gerardo con el cuento mocho y la palabra en la boca. Empezó una fase inédita. Capítulos nuevos, en donde Teo no habla.

Poco después de cumplir veintitrés años, me ascendieron al cargo de jefe de un departamento. Era un carajito, y encima había salido como con seis muchachas diferentes de la oficina. Entonces me tocó poner la cara seria para hacerme respetar.

Aprendió que los lunes en la mañana hay que llegar temprano porque no estaba bien eso de presentarse amanecido en la oficina o con las huellas de una fiesta. Que tampoco se ve con buenos ojos enredarse hasta con las faldas de una escoba. Que el poder engolosina. Y que las mejores cosas se aprenden al oído.

Cada vez me fueron dando más responsabilidades. Me metieron en los comités donde se fijaban las tasas y se establecían las estrategias financieras. Todo me parecía interesantísimo. En uno de esos comités, además, había una mujer muy bonita. Catira, alta, inteligente, bueníiiiiiisima y ocho años mayor que yo.

Fui acercándome a ella con buenas intenciones, y después con malas intenciones. Poco a poco ella me fue enseñando más de lo que me debía enseñar. Aprendí a analizar un crédito, cómo se hacían los avalúos, cómo se evaluaba el mercado inmobiliario.

A los veintiséis años, Gerardo seguía creyendo que él era el centro del mundo, como cuando vivía Teotiste. Una carrera ascendente y una amiga bonita a su lado eran razones más que suficientes para avalar esa creencia. Envalentonado, pensaba que tenía a Dios agarrado por la barba. Por eso le cayó como una jarra de agua fría el movimiento de personal que lo dejó vestido y alborotado esperando por un ascenso.

Reconozco que fue una gran malcriadez, pero me arreché y me fui. Puse la renuncia.

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Gerardo no escatima la sonrisa. Abierta, feliz, transparente; rematando en dos hoyos en las mejillas, su sonrisa lo condena por siempre a ser un niño grande. Un niño grande que ni siquiera cuando llora arruga la cara. Así se esté acordando de los consejos que le daba Teotiste o de la imagen bonachona del abuelo Ciro. A Gerardo pareciera que solo se le frunce el ceño cuando el sol le pega de frente.

El año de 1993 lo encontró en otro empleo que exigía toda su atención. Un mar de leva se levantaba en el mundo financiero y le iba a enseñar otras lecciones. Corrían los que serían los últimos días de la segunda administración de Carlos Andrés Pérez. El ambiente no podía estar más complicado: dos intentonas de golpe y una amenaza de juicio al Presidente por malversación de fondos enturbiaban el horizonte. Los ánimos estaban revueltos. Caldeados. Sin embargo, para julio de 1993 muchos creían que lo peor ya estaba pasando. Pérez había salido de la Presidencia y un gobierno provisional aseguraba la calma hasta las elecciones de diciembre. Más de uno llegó a pensar que las aguas volverían a su nivel. Gerardo era uno de esos. En aquel momento, era gerente técnico en un banco hipotecario.

Cada vez que yo presentaba un proyecto en el comité, me bombardeaban a preguntas. Lo veían por todos lados. Muchos de los créditos que llevé, creyendo que eran unos tiros al suelo, me los echaron para atrás.

Una vez presenté un desarrollo de oficinas que iba a levantarse en El Rosal, una zona que tenía mucho potencial porque la Bolsa de Valores se había mudado para allá. Mi razonamiento era que todos los bancos iban a hacer lo mismo. Ese sería el nuevo centro financiero de Caracas. Era una oportunidad única. El proyecto estaba plenamente justificado, pero me dijeron que no. La junta directiva no aprobaba nada que no estuviera totalmente protegido desde el punto de vista de mercado. ¿Por qué?

Simplemente porque la junta estaba viendo un poco más allá. Veía que el sistema financiero se estaba deteriorando, y que el país se iba a trancar y todo se podía venir abajo.

Como efectivamente se vino abajo poco después de que sacaron a Carlos Andrés Pérez de la Presidencia. Cuando aquello pasó, cuando todo se vino abajo, fue cuando di gracias a Dios porque no me habían aprobado aquellos créditos. ¿Quién los hubiera pagado?»

El gobierno que sirvió de transición mientras llegaban las nuevas elecciones no apaciguó los ánimos. Había una sensación de vacío. De inestabilidad. Las tasas de interés estaban por los cielos y la gente corría con sus depósitos al mejor postor. Era la euforia desatada desde los mismos bancos que competían a muerte entre sí. Bien fuera por conseguir los dineros del público o por ganarse el trofeo a la torre más alta o el despacho más suntuoso o la fiesta más espectacular. Nada de pequeñeces. La pelea era peleando. ¿Quién da más?

Gerardo, casi pasmado, presenció ese espectáculo desde una butaca de primera fila.

La gente, como loca, se traía los reales de Estados Unidos porque era más negocio colocarlo a treinta días en Venezuela. Uno, que estaba en el medio, intentaba alertar, pero no había forma. Todo el mundo quería ganar. No veían riesgo en ninguna parte. Tenían la ilusión de que el carnaval iba a seguir.

No se daban cuenta de que la economía se estancaba. La capacidad financiera se agotaba. Nadie podía pagar unos intereses tan altos. ¿Qué instrumento financiero podía generar un rendimiento tan alto como para pagarlos?

Y si un tipo estaba tan emocionado por un crédito a cincuenta por ciento, cómo iba a cancelar ese crédito, cómo podría responder. ¿Qué negocio lícito da para que se pague cincuenta por ciento al banco y todavía quede un margen de beneficio? Entonces, no se concedían préstamos.

Y como no había a quién prestar, algunos bancos decidieron invertir. Algo peligrosísimo.

Instituciones financieras dejaron de financiar para convertirse en dueños. De hoteles, centros comerciales, edificios, emisoras de radio, periódicos y hasta areperas. Los intermediarios trocaron en socios. Dejaron de ser banqueros, y apostaron. Aunque no hubiera real de por medio. Nada más papeles. Y papeles de otros.

El clima se iba enrareciendo. La situación se puso muy delicada. Para octubre de 1993, la debilidad financiera era explícita. Los bancos seguían pagando sumas astronómicas por los depósitos, pero no había colocación lo suficientemente remunerativa para responder. Las cuentas no cuadraban. En esas condiciones un banco no podía sobrevivir. Podía paliar la situación, pero llegaría un día en que no podría seguir haciéndolo.

Afortunadamente, yo estaba en una institución seria y conservadora. Por eso sorteamos el temporal, pero fue un período horrible porque teníamos unos rivales que competían ferozmente por los fondos. Y nosotros no quisimos entrar en esa carrera.

Una vez fuimos a competir por fondos para manejar el fideicomiso de una industria, y el Banco Latino bajó las comisiones al máximo. Las llevó al piso. Era impresionante: ahí no valía nada, ninguna sofisticación, ningún esquema. Y así era siempre. No se podía competir con tamaña estrategia. El Latino prácticamente manejaba los fideicomisos de todo el mundo. Era el segundo banco del país, y el que no tuviera algo que ver con él, sencillamente no estaba en la movida.

El 13 de enero de 1994, poco después de inaugurar con gran pompa una oficina en París, el Banco Latino hizo crisis. Al mes siguiente cayó, y con él una cadeneta de gente y de empresas e instituciones afiliadas. Aquella fue la primera ola de la crisis. Vinieron tres olas más. El mar estaba picado. En total cayeron trece grupos financieros en casi dos años.

Uno le explicaba a la gente, trataba de advertir: «Tengan cuidado, no jueguen con su plata, no coloquen el dinero ni por un mes». Y la gente respondía: «No te preocupes, en treinta días ningún banco quiebra».

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Desde que murió Teotiste, Gerardo ha ido a Mesa Bolívar una sola vez. Para un encuentro familiar. En esa oportunidad caminó por las calles estrechas, leyó las placas con los nombres que cuelgan en cada puerta –López Labrador; Labrador Vielma; Vielma Varela; García Vielma; García Márquez–, se sentó en un banco de la plaza a oler el pino importado, y tal vez se atrevió a mirar hacia el interior de la casa de bahareque que queda cerca de la Policía, buscando un patio viejo con rosas, calas y flores de papagayo. Hecho todo eso, rezó en la iglesia, al pie de la columna izquierda de la entrada, en el lugar donde reposan las cenizas de los esposos Vicente Fernández Márquez y Demetria Ramírez Mora, sus bisabuelos.

Luego de esa visita no ha ido más. No ha regresado ni piensa hacerlo. El pueblo ya nada le dice y dejó de ser excusa para llevarle novedades a la abuela o encontrar huellas perdidas. Para pasado ya tiene con lo contado, con lo que sabe de memoria. Con la saga narrada en tercera persona. Mejor dejar el recuerdo hasta allí, para que no se le angoste la vida. Ahora lo que queda es historia por hacer, cuento por vivir, preguntas por responder.

Qué oportunidades tiene mi hermana que se va a graduar de contador público, de comprar un apartamento, tener un carro, ir dos veces al año de vacaciones. Qué posibilidades tiene –cuando tenga un hijo– de ponerlo en un buen colegio, y darle una vida decente, sin lujos, sin extravagancias, ¡coño!, pero con las comodidades mínimas que ella ha tenido. ¿Yo mismo?… Ahorita estoy en una carrera para andar más rápido que la inflación, para invertir y asegurar mis reales porque no sé qué va a pasar. No sé hasta qué punto se pueda vivir así.

El universo que Gerardo conoció en sus días de infancia y adolescencia ha cambiado. Ya no se siente tranquilo, mucho menos resguardado. Se preocupa por lo que ve en su entorno. Por el rumbo que ha empezado a tomar el país. Está confundido e inquieto. Aún así, desea ver alguna salida. Tiene que haberla. Él no cree –como creen otros– que el chance que quede sea emigrar.

Irme no puede ser una opción. Me niego.

Primero, porque independientemente de todo, yo creo que Venezuela sigue siendo una tierra de gracia; todavía hay muchas cosas por hacer.

Segundo, porque afuera habrá mucha tecnología, mucha comodidad, mucho confort, pero grandes oportunidades no hay. ¿Para qué se va la gente? ¿Para qué se van a los Estados Unidos? En las cartas dicen que les va muy bien porque ya compraron carro nuevo o tienen apartamentos. ¿Esa es la escala de valores? Para tener un carro nuevo ¿voy a limpiar pocetas? Puedo ser ingeniero, abogado, pero ¿estoy dispuesto a limpiar pocetas, solo porque quiero una casa bonita? ¿Vivir en instalaciones de primer mundo con un trabajo de cuarto mundo?

Tercero, porque aquí soy Gerardo Trujillo Alarcón, economista egresado de la Universidad Central de Venezuela con Maestría en Gerencia de la Universidad Metropolitana, que trabaja en un banco. Soy hijo de doña fulana y don fulano y nieto de don zutano. Allá afuera no soy nadie. Aquí soy alguien y pertenezco a algo. ¿Qué voy a hacer allá? ¿Quién voy a ser?

A Gerardo no le gusta ni la memoria corta ni la familia chica. Él es el bisnieto de Manuel y Agripina, de Vicente y Demetria. El nieto de Ciro e Ida Cira y de Teotiste y Rafael. El sobrino de Lila, Armando y Josefa María. El hijo de Mario y Amparo. El hermano de Jorge Alberto y Marianella.

1966

Enero 4: llamaré este día el «Día Feliz». Esta madrugada a las 3 horas menos unos minutos nació nuestro primer nieto, que con la gracia de Dios ha de venir a llenar nuestro hogar de contento, esperanzas y felicidades para todos. Se llamará Gerardo José. Confío en que con esos dos Santos Patronos ha de ser un buen cristiano y un buen hombre.

Caracas-Mesa Bolívar, 1998