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Sobre Henze

Artículo publicado en El País (España). A continuación un extracto:

Quizá no había un lugar más adecuado para conocer lo que entonces, en agosto de 1999, era su próximo proyecto. Atardecía en La Leprara (Roma), la finca de los Castelli Romani donde Henze había establecido su residencia desde hacía más de cinco décadas, y el compositor me narraba, interrumpiendo su relato por las risas que le despertaban algunos detalles de la peripecia, el argumento de su nueva ópera, L’Upupa (La abubilla, en italiano). En la obra rendía homenaje, a través de una fábula de ambientación oriental a la que se refería como “mi Flauta mágica”, al retorno cada primavera de una pareja de abubillas a su jardín romano, en lo que para él era cifra de una cíclica renovación. En cierto modo, la magnífica villa de La Leprara y sus extensos terrenos, en los que se alternan cipreses, olivos centenarios, pinos, árboles frutales y restos de construcciones romanas, eran como una irradiación de la propia música de Henze.

Porque ha sido en el interior de los estilos y de las formas legadas por la tradición donde el compositor forjó su propio lenguaje, estableciendo un apasionado diálogo con esa tradición, en la seguridad de que solo podía ser continuada, en sus propias palabras, “inventando otros signos, ideogramas y vocablos nuevos, trabajando como si estuvieran vivos los signos, ideogramas y vocablos antiguos”. Los paradigmas del clasicismo, la intensidad emocional y la gravedad armónica del gran sinfonismo centroeuropeo, los giros de la música popular, las convenciones y recursos operísticos —que inundan, de Mozart al belcantismo o al sprechgesang, sus partituras— o los ritmos y desarrollos de la danza, así como las conquistas del lenguaje contemporáneo, son manejadas y asimiladas en la escritura de Henze desde un pleno ejercicio de libertad y con una decidida voluntad expresiva.

Parte de la vanguardia oficial le condenó al ostracismo

Pero Henze asimismo sabía que toda pérdida es irreparable. En su música nunca se limitó a recuperar, de un modo ingenuo o acrítico, los estilemas y signos del pasado. Era consciente de que ello no sería sino ideología. Por un lado, testigo y superviviente del horror de la Alemania nazi, conocía por propia experiencia las cicatrices y heridas que la historia, entendida como catástrofe, ha infringido a tales signos, pero también sabía que la distancia resultaba necesaria para que volvieran a reactivarse y así pudieran, renacidos, afectar a nuestra sensibilidad. Para Henze el potencial generador de las formas y figuras de la tradición solo podía ser animado si se imantaba con las fuerzas del presente. Y eso, junto a otras cuestiones, fue una de las razones que le apartaron definitivamente del dogma vanguardista de posguerra, ubicado en Darmstadt, que imponía una direccionalidad única y excluyente que renegaba, en una suerte de tábula rasa, del pasado. El ostracismo al que fue condenado por parte de los centros de la vanguardia oficial fue simultáneo a la entusiasta acogida de sus óperas y ballets en los principales escenarios europeos. Pero tampoco esa relación estuvo exenta de problemas. Su homosexualidad, nunca encubierta, o su compromiso político revolucionario, plasmado con radical intensidad en partituras como el magno oratorio La balsa de la medusa, dedicado a la memoria del Che Guevara, y cuyo estreno en Hamburgo en 1968 se frustró por la violenta irrupción de la policía en la sala de conciertos, le alejaron del público más conservador.

El mito de Orfeo se convirtió para Henze desde la década de 1970 en una precisa metáfora de la tarea del compositor, como aquel ser que posee el poder de reconciliar al hombre con la naturaleza e incluso de triunfar con su música sobre el totalizador dominio de la muerte y de la destrucción. Y esa vocación y necesidad creativa la mantuvo Henze, infatigable, hasta el final de su vida.

El precario estado de salud de sus últimos años, que solo le permitía componer apenas 90 minutos al inicio de cada día, no impidió la escritura de espléndidas obras. Henze me describía este periodo como el de la “hora azul” de su vida, refiriéndose al momento en que el día ha terminado, la noche aún no ha aparecido y el cielo es un profundo acontecer de luz dominado por un intenso azul, un fenómeno que resulta especialmente impresionante en su amado paisaje de La Leprara. Y a este periodo pertenecen la ópera Phaedra, nuevo retorno al imaginario clásico; Immolazione, sobre el amor y el sacrificio, que pone en el escenario las figuras de un fugitivo y de un perro, y Al viento, estrenada en mayo de este año y destinada a las voces infantiles del Coro de Santo Tomás de Leipzig.

En todas ellas surge un deseo por mostrar, casi con exuberancia, las potencialidades y rango expresivo que había conseguido su escritura, su intensa versatilidad, capaz de reflejar la violencia más atroz, el sollozo o el dolor lacerante, pero asimismo —y esto se ha tornado más difícil en este nuestro tiempo de horror— de transmitir la belleza, el entusiasmo ante la naturaleza y el mundo, la alegría o la serenidad, todo aquello que constituye lo humano. Incluso la esperanza.

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