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Las puertas ocultas (fragmento), por José Napoleón Oropeza

Deseoso de conocer si un rayo de luz anunciaba el fin de la noche, Eduardo, fatigado tras dos horas de espera, tratando de conciliar el sueño, dormir un rato y despertar cuando, desde la cabina de mando, el capitán anunciara la proximidad al Aeropuerto “José Martí”, descorrió la ventanilla del avión. Ni siquiera una nube pudo distinguir.

Todavía la noche envolvía el aparato que, finalmente, luego de una larga y tediosa espera, despegó del Aeropuerto “Simón Bolívar”. Había tratado de calmar la ansiedad caminando por el largo pasillo, entrando al sanitario, después a otra tienda, como si estuviese interesado en adquirir algún libro, un souvenir. Gloria, a su lado, trataba de aliviar el nerviosismo de Eduardo dándole caramelos, ofreciéndole un chicle de menta, sabor preferido de ambos. Pero Eduardo, sin ser huraño del todo, rechazaba sus ofertas y prefería mantenerse caminando por los pasillos. Porque era inútil, así lo consideraba después de haberlo intentado, muchas veces, permanecer en una silla fingiendo que leía cuando, lo único cierto, parecía ser el disfrute de la espera, experimentar una especie de susto cada vez que, a través del altoparlante, se anunciaba la salida de un vuelo.

Cerca de la medianoche, los pasajeros de VIASA en el vuelo 501 directo a La Habana, fueron embarcados apresuradamente. Por lo menos agradecidos de esa prisa, cada quien empujaba al compañero de vuelo. “Como si no estuviesen los asientos asignados ya”, pensó una de las aeromozas y guiñó el ojo a una de las sobrecargo de la aeronave, mientras sellaba uno y otro ticket. Sonreía, ella también distendida, aliviada, después de una espera de siete horas en aquel aeropuerto.

Gloria inclinó el asiento y trató de dormir un rato. O quizá, de esa manera, invitaba a Eduardo a cerrar los ojos, aunque no llegara a conciliar el sueño. Pero él, demasiado agitado todavía, aunque cerró los ojos y trató de hacer abstracción de la bulla y algarabía de los compañeros de vuelo. Cerró los ojos y trajo la imagen de un río apacible: aquel caño que rodeaba a Puerto de Nutrias, brazo del Río Apure, que siempre evocaba, en momentos de intranquilidad, por recomendación de su abuela Melitona. Ella le enseñó, cuando todavía era muy niño, cómo  conciliar el sueño con suma rapidez aunque estés acostado sobre el lomo de una vaca vieja, repetía ella mientras se reía y le mostraba los dientes falsos, la dentadura postiza debajo de la cual, a veces, cuando deseaba enseñar a su nieto trucos de magia, la extraía  para enseñarle los secretos ocultos bajo los espejos, pájaros de plumaje muy bello: acaso en las manos de su abuela había nacido el arco iris por primera vez, se dijo, tratando de esquivar ese pensamiento para no seguir en el juego con las imágenes; de sacar brillo y pulimento como lo hacía la vaca Melitona al extraer su plancha debajo, de la rosada encía; dejaría que brotaran plumas, hojas, otras palabras. “Mejor me quedo con la imagen del río empozado en el asiento desde donde me preparo para un viaje distinto”, volvió a pensar Eduardo mientras, otra vez, se acomodó en el asiento. Abrió los ojos. Gloria, su amada esposa, dormía profundamente.

Volvió a cerrar los ojos. Esta vez se prometió no abrirlos hasta que, desde la cabina, o cualquiera de las aeromozas, anunciara la llegada al Aeropuerto “José Martí”. Sentía que no hacía falta repetir el juego aprendido de su abuela, años atrás. Pues, poco a poco, iría quedándose dormido como lo había logrado su esposa, después de haber consumido su ración de cigarrillos del día. Volvió a cerrar los ojos y, casi enseguida, sin que hubiese pensado ello ¿o era que, efectivamente, se había quedado dormido y despertó frente al agente de la aduana? No; nunca antes habíamos viajado fuera de nuestro país quién imaginaría que alguna vez se les ocurriría  a ellos dejar a su familia en plena Navidad, a sus dos hijos muy pequeños al cuidado de mi hermana Annedys se dijo él en el sueño. Porque, seguramente, lo soñaba, y aunque se pellizcara para estar seguro de que respondía lo que no le había preguntado, si es que había llegado, si había avanzado la fila que se formó rápidamente frente al único funcionario que salió a recibir a los pasajeros, en especial a ése que vestía tan estrafalariamente, con una larga camisa que más bien parecía un camisón  de dormir, si no fuese por esas hojas de maíz de cambur que cosió a la camisa, con un hilo muy grueso, pespunteado, y como si fuese una repetición, o acaso una temprana resurrección del muchacho que, en Puerto de Nutrias, se paseaba por las calles llevando en sus espaldas una  cartelera con fotografías de la película que se exhibiría en la plaza por la noche. Eduardo  avanzaba lentamente hasta el mostrador, luciendo su extravagante camisa a la que cosió frases, palabras que evocaban imágenes de versos de algún poeta que admirase mucho. O acaso de ese escritor con el cual deseaba encontrarse allí en La Habana. Por lo menos leer los libros suyos que no conocía y que eran referidos en la contraportada de Con los ojos Cerrados, el conjunto de relatos de Reinaldo Arenas que editó Arca, en Montevideo. Acá se refiere que aquí, en La Habana, se editó Celestino Antes del Alba.  ¿Usted conoce ese libro señor?

Sí; evidentemente soñaba y no necesitaba pellizcarse el brazo para estar seguro de que toda aquella escena pertenecía a un sueño. Porque, que él supiera, jamás ha vestido una camisa tan estrafalaria. Pero cuán bella lucía, le contaba a Gloria cuando ambos, como sucedía en la cama, se despertaban con el mínimo movimiento de cualquiera de los dos. Algunas veces era ella quien tenía una pesadilla. Porque Eduardo casi no las tenía. Pero aquel sueño que duró muy poco había sido muy bello y voy a contártelo para que ninguno de nosotros se olvide de esa bella camisa, reiteró, mientras retornaban el asiento a la posición inicial, tal como lo solicitaba la azafata, a través del altoparlante, y se preparaban todos para el aterrizaje.

“Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar
fugó sin alas”.

“Los devoradores de neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la ciénega,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.”

“Qué podría hacer por ti que ya tú no hayas hecho o
imaginado hacer”

Formaban parte de las frases que había pensado incluir como epígrafes, junto con otros textos de José Lezama Lima, de Virgilio Piñera y de Reinaldo Arenas, el más joven entre los tres, seleccionados desde que imaginó escribir un ensayo sobre el universo de estos tres autores, de distintas generaciones de la literatura cubana. Aunque lo había ideado unos tres meses antes de programar el viaje, jamás pensó que formarían parte de ese sueño. Nadie diferente a Gloria conocía de sus planes, una vez que se instalaran en el hotel. Después de desempacar y colgar en sus ganchos respectivos la ropa que habían traído consigo (la maleta aumentaba de peso a medida que introducían en ella los libros que no cupieron en el bolso de mano, por más que forzó la maleta al empujar, con sus ansiosos puños, los objetos), se sonríe al recordar que Gloria lo invitó a sentarse sobre la maleta que compartían. Mientras ella doblaba prenda por prenda, Eduardo, siempre agitado y nervioso, pugnaba por reducir el volumen que creaban los libros y algunos discos que su amigo Alfredo le había enviado, como presente, a un colega periodista que pasaría recogiéndolos por el Hotel Nacional. “Su apartamento queda muy cerca del Hotel donde estarás hospedado, a sólo unos metros de la famosa Heladería Coppelia y yo mismo le voy a avisar a través de una llamada” aseguró Alfredo quien le explicó que su amigo no salía de casa y ¿por qué no te animas a visitarlo? Es un personaje que vale la pena que tú, como novelista, conozcas pues vive para sus veinte perros.

—-Nosotros nos encargaremos de  este asunto —-aclaró lacónicamente el funcionario que lo atendía en la aduana…

—-¿Cómo? No entiendo. Le expliqué que esos discos se los envía un periodista venezolano amigo a un colega suyo. Se llama Pepe Rodríguez Turbay y vive en esta dirección  —-aclaró Eduardo visiblemente alterado, al tiempo que extraía de su bolso de mano una libreta.

—- No se moleste, compañero; no pierda tiempo que yo sé dónde vive Pepe. El es también, amigo nuestro. Yo mismo se lo entregaré. Pepe, después de que sale de la radio,  se marcha al  hospital Calixto García a hacer trabajo voluntario y, después, se marcha a atender a sus veinte perros, hasta el día siguiente.

—- Bueno, así será —- dijo en un tono resignado, casi conciliatorio, mientras Gloria arqueaba las cejas en señal de que dejara las cosas de esa manera.

Acaso Eduardo presentía que no debía dejar el paquete. Pero, resignado, lo entregó al funcionario. Ya hallaría la manera de avisar a Pepe de que su amigo Alfredo le había enviado ese regalo, aun cuando el funcionario se había comprometido a entregarlo y, quizá para brindar mayor confianza al recién llegado, había aportado señales sobre el personaje que el propio Alfredo quizá desconociese.

La escena no vivida aún, quizá formase parte del sueño. Cuando se levantó, ya Gloria había recogido sus pertenencias de la sombrerera y se preparaban a salir del avión. Un hermoso rayo de luz iluminaba ahora el asiento donde estuve sentado por más de cuatro horas, tratando de escribir algunas notas en el diario, hasta que se quedó dormido, unos quince minutos, tal vez un poquito más, le explica a Gloria. Ella se rio cuando oyó el final del cuento de la camisa con las frases, escritas en hojas de mazorca.

Terminaron de salir del avión y se encaminaron, a través de un estrecho pasillo, escasamente iluminado, de paredes cubiertas de fotografías y consignas alusivas al proceso de revolución que, el próximo Primero de enero, cumplirá los primeros dieciséis años, exclamó Gloria orgullosa, tan orgullosa como se sentía Eduardo de pasar una Navidad en Cuba y conocer los progresos de la revolución sin perder de vista el objetivo fundamental de aquella jornada: lograr un ejemplar de Celestino Antes del Alba y ¿por qué no? Poco le costaba imaginar un encuentro con su autor, señor ¿usted no lo conoce? Le preguntaría al funcionario que, a secas, le respondería no y, sin sellar el pasaporte, le solicitó que se esperara; que saliera de la fila y, junto con su esposa, entrara en aquel cuartito, dijo indicándole el sitio hacia adonde debían dirigirse.

Gloria, extrañada por aquella decisión del funcionario, pero sin efectuar ningún comentario, entregó el bolso con el cual habían ingresado en la cabina del avión, donde precisamente Eduardo guardaba, celosamente, los presentes para Reinaldo, seguro como se sentía que se encontraría con él. Había traído consigo un ejemplar de su primer libro de cuentos, el paquete de discos que enviaba su amigo Alfredo al periodista Pepe Rodríguez y dos cajas de dulces de guayaba y de hicacos, una para Reinaldo, y las otras ya veremos para quién serían. Mientras esperaban por el funcionario, ambos permanecieron callados, aguardando a que los llamasen. Seguramente aquella espera formaba parte de la rutina, pensó, acaso en busca de una explicación, para sí, sin hacer ningún comentario a su esposa. Ella prefería seguir hurgando en el bolso, como en busca de algo que no sabía qué cosa era.

Por el tacto adivinó que había rozado la tortuguita hecha con caracoles de mar, adquirida a la entrada del Aeropuerto “Simón Bolívar”. Un niño se había acercado a ellos cuando, apresurados, se dirigían al mostrador de VIASA pensando que andaban retrasados y por ayudar al niño habían adquirido una tortuguita y un pequeño caracol que ahora sacaba del bolso y lo aproximaba a su oreja; un caracol que había traído a La Habana tal vez sin ninguna razón y que, ahora, le hacía compañía a los dos. Se sentían extrañamente solitarios en aquel cuarto, jugando con aquel caracol, a la espera de un funcionario que no terminaba de aparecer, mientras ellos, cada vez más juntos, casi acurrucados, se olvidaban del ruido de los altavoces por seguir el sonido de las olas en su oreja.

 

Desde el cuarto donde aguardaban por el funcionario, podían seguir el movimiento de la fila que avanzaba con cierta fluidez. Los gestos de algunos pasajeros, deseosos de salir del aeropuerto y tomar el autobús que los conduciría al hotel se repetían ante ellos, ávidos de salir de allí cuanto antes. Todavía no estaba seguro de si el resto del grupo esperaría por ellos. Pero prefiere pensar en otra cosa, en lo dura y resistente de la concha del caracol, en lo blancas y desnudas que resultaban las paredes de aquel cuarto cuyo único bombillo, tres sillas y ningún escritorio, achicaban mucho más el espacio, reducían el campo de acción. No debía levantarse, parecía indicar Gloria, mientras le pedía a Eduardo el caracol para jugar con él.

Ella lo tomó entre sus manos y, como si se dispusiera a acariciarlo, se concentró en las vetas y en el degradado color de su concha, antes que levantar la vista y sentir  la obligación de dar explicaciones a Carmen Irene, una vieja amiga a quien se encontró en el Aeropuerto. Prefería quedar viendo el caracol y que Carmen Irene pensara lo que se le antojase; ya habría tiempo de aclarar o de inventar una mentira piadosa, porque en verdad nada pasaba con ellos, cuestiones de rutina, como dijo el funcionario y si está faltando mucho, somos nosotros quienes vamos de prisa y no ellos, cuánto tiempo no  se tardaba este animalito en crecer, para ser, finalmente, una concha que dormiría en mi mano ¿qué piensas tú de todo esto?

—-¿Qué voy a pensar? Que estamos perdiendo tiempo y que no sé por qué carajo nos hemos quedado encerrados acá, mientras los otros ya se habrán dado un buen baño en el hotel…

—- No te hablo de eso, sino del caracol, de esta hermosa concha que fue caracol.

—- Ah, es muy bello, creo que nadie, por muchas condiciones de artista que tuviera quien lo intentase, lograría uno más hermoso —- respondió Eduardo de manera mecánica, más atento al corretear de los pasajeros, tan pronto dejaban el mostrador y les era entregado el pasaporte, que revisaban antes de guardar. A lo lejos, divisó a Carmen Irene, la amiga de Gloria, cargada de flores fingidas y muñecas. Era divertido verla agitada detrás de las maletas, dejando caer una  muñeca mientras más se apuraba y uno y otro pasajero levantando, por ella, la muñeca del suelo.

No quería reprochar a Eduardo, pensaba Gloria, ansiosa por fumar, pero no le acababa de preguntar el funcionario el motivo de su interés en visitar a Cuba cuando ya le empezó a relatar al empleado de su interés por la literatura nacional y hablaba sin parar de José Lezama Lima, de Virgilio Piñera, de Reinaldo Arenas, de Lino Novás Calvo, de Dulce María Loynaz y sólo faltó que echase el cuento del sueño que había tenido hacía tan sólo una hora, y no contento con ello, empezó a informar de los regalos que llevaban en el bolso de mano.

—- Los discos los envía un amigo periodista a un colega suyo que trabaja en Radio Habana ¿usted dice que los hacen llegar sin que yo le avise al amigo Pepe?

—- Bueno compañero si usted quiere coger lucha con eso,  ése es su problema. Ya le dije y le repetí que nosotros se los haremos llegar. Ahora, respecto al libro y al pomo de dulce  para el señor Reinaldo Arenas, debe darnos un dato, proporcionar una dirección de trabajo, aunque sea; algo que facilite su localización.

—- No tengo ninguna seña a menos que se lo contacte a través de  la Casa de las Américas o de la UNEAC…

—- ¿Él es escritor o pintor?

—- De los grandes escritores que ha dado Cuba; de la talla de José Martí, José Lezama Lima, Dulce María Loynaz, Virgilio Piñera, Lino Novás Calvo. ¿No ha oído hablar de ellos?

—- En honor a la verdad, leerlos no; porque yo no tengo tiempo para leer. Este trabajo es muy exigente y no deja ni tiempo para pensar y cuando llego a la casa lo que deseo es ducharme y dormir —-respondió amablemente el funcionario ante la insistencia y yo diría hasta imprudencia de Eduardo. El no tenía que dar explicaciones, no hablar y referir lo que no le preguntaron, pienso yo, pero no se lo diré ahora, sino cuando estemos solos en el cuarto del hotel. Porque lo conozco. Mejor me quedo callada y guardo el caracol, no vaya a ser que cuando retorne el funcionario a entregarnos los pasaportes empiece a echarle el cuento de que no lo traemos como regalo a nadie; sino será más bien una mascota una especie de mascota muerta o de amuleto, se dijo entre nerviosa y nostálgica al encontrar en la cartera una fotografía de su hijita mayor, acariciando a Pavel, su hermanito menor, todavía en brazos; apenas si gatea. Guardó el caracol. Puso la foto de nuevo en su lugar. Cuando levantó la vista, observó, con alegría, que el empleado de la aduana había entrado al cuarto a través de una diminuta puerta, que casi ni se distinguía porque formaba parte de la pared improvisada con base en cartón piedra.

—- Venga por acá usted solo. Señora si lo desea, puede esperar afuera. Mejor dicho, espere afuera. Porque a lo mejor vamos a necesitar este espacio dentro de poco. Distráigase, camine; el aeropuerto es todo suyo. Ya vamos a finalizar.

—- Yo prefiero esperar en aquel banquito —-dijo Gloria esta vez mucho más esperanzada de que pronto llegarían al hotel y podrían descansar sin entregarse más a elucubraciones sobre las razones que había tenido el empleado de aduana para retener a ambos. Desde el banco, con la vista fija en la puerta que conducía a la otra, cerrada tras los dos hombres lo cual retornaba la escena a la desnudez primigenia. Meto la mano en la cartera. Tropiezo con el caracol: esta vez no lo sacaré ni hará falta se dijo confiada, tratando de hallar su cajita de chicles y el pequeño espejo para acicalarse un poco antes de tomar el autobús que los conduciría con suma rapidez al hotel. Seguramente otros pasajeros que pasasen frente a ella, camino al mostrador, también algún empleado, obrero encargado de la limpieza, de los depósitos de las maletas, qué sabía yo quién, no tenía tiempo de aclarar mis ideas, pendiente como estaba de Eduardo ni siguiera fijaba la atención en el espejo, se preguntaría si se empolvaba bien o si delineaba los labios que él sabe, muy rara vez me pinto. A nadie aclararía qué hacía en aquel banco atenta más bien a las respuestas que, nuevamente, daría Eduardo a las  preguntas que le formulaban, idénticas a un test o examen psicológico. Pensé cuando caí en cuenta de que le efectuaban de nuevo las mismas preguntas o nosotros dos éramos quienes girábamos, nos movíamos en círculos y no lo advertíamos. Acaso, el funcionario estaba muy consciente de que se trataba de las mismas preguntas sobre los discos, los hicacos, los dos periodistas (seguramente buscando que Eduardo se contradijera) mientras yo, desde acá, desde el banco, lo veía y, mejor, me lo imaginaba cuando abría el maletín otra vez, con la misma avidez, morbosidad, mejor diría tratando de buscar, qué sé yo, algo de lo cual acusarnos, frustrado de no hallar una pistola, una porción de droga. Porque ya ni los discos ni los potes de dulces, ni los libros que iban en ese maletín estaban, pero sí los que yo llevaba conmigo. Me sentía levemente mareada. Debía ser el trasnocho. Pero no asustada. No teníamos nada que temer, ni esconder. Eduardo volvía a responder lo mismo, mientras yo me olvidaba del espejo, de los chicles y me entraban ganas de fumar. Pero me acordé de la prohibición. No se debía fumar dentro de las instalaciones de ningún aeropuerto, aunque ése sea el de Cuba. “Bienvenidos”. Una morena muy hermosa, en la fotografía, muestra algunas de las bellezas de la isla; una hoja de tabaco, una mata de caña, un mar azulísimo, abierto al paraíso y a la felicidad, decía un slogan, o emergía de una mata de helechos sobre la cual nacía la consigna y otra y otra, como adentro se formulaban las mismas preguntas para quizá obtener idénticas respuestas como la valla permanece ahí, en medio del oleaje en la fotografía, para que yo, plena de orgullo, leyera y captara aquel mensaje:

“Venezuela no estará sola como lo estuvo Cuba”

“Bienvenidos a la tierra de Martí: la luz repartida en una sola mano”

“Hacia el 16 aniversario: por la libertad, hasta la victoria siempre”

 

Un niño que parecía emerger del mar, llevaba, en la fotografía la pancarta con ese último mensaje, mientras de las pequeñas olas, otras manos y  rostros repetidos de ese niño parecían aplaudir o vitorear la frase y aquella sonrisa suya, virginal, bastó para lograr que olvidase cuánto tiempo habíamos esperado que se aclarase qué si nosotros estábamos tan limpios y claros como la risa de los niños que, en la fotografía, parecían danzar en medio del oleaje, la imagen de lo cóncavo cerrándose. Aunque no quería volver a traer otra vez el recuerdo del caracol terminaba por imponerse, como el pie del niño sumergido en el agua. Así se lo comentaría a Eduardo cuando saliese, por fin, de aquel cuarto y recogiéramos las maletas y, en carrera, sí, casi corriendo, tomáramos el ómnibus que nos conduciría, sin más demoras, al hotel. Me levanté como si adivinase que, en efecto, todo había sido aclarado. El inconveniente  se originó tras la confusión del primer funcionario que nos atendió, me dije o pensé, mientras me encaminaba, de nuevo, hacia el cuarto, justo cuando otro empleado, esta vez no uniformado, trajeado con paltó gris y corbata negra, me invitó a pasar adelante:

—- Deben aguardar acá por el jefe de la sección. No se preocupen por las maletas ni por sus compañeritos de la excursión. Ellos esperarán por ustedes —-añadió lacónicamente, antes de esfumarse por la primera puerta, la que ya ella había visto como un boquete, de pronto entreabierto para que pensaran o estuviesen seguros de que alguien, detrás, los espiaba y lo mejor sería no hablar, no comentar nada, o aprender, de improviso, a comunicarse a través de señales.

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Las puertas ocultas
José Napoleón Oropeza
Bid&Co
2011

Foto en portada: José Antonio Rosales