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El rezo matutino, por Juan Gabriel Vásquez

Pasó por Bogotá Fernando Savater, a quien ya he citado tantas veces en esta columna, y habló frente a un teatro lleno de dos tipos de personas: periodistas y lectores de periódicos. Dijo varias verdades útiles: sobre el periodismo, sobre la educación, sobre las democracias, sobre la ciudadanía y sobre la relación que hay entre ciudadanos y demócratas y educadores y periodistas. Y no evitó recordar a Hegel, que observó cómo la lectura del periódico es el rezo matutino del hombre realista (Savater dijo “el hombre moderno”, otra versión de la cita que circula por ahí: yo me quedo con la que conozco). Hegel, por supuesto, escribió hace un par de siglos, y el mundo ha cambiado mucho desde entonces: ni los periódicos ni los rezos matutinos son lo que eran antes. Pero la cita, en cierto sentido, es más pertinente ahora que hace dos siglos, cuando la influencia de la prensa en la vida diaria de nuestras sociedades no era, ni por asomo, la que es hoy. Aun así, queda otra pregunta: ya sabemos qué influencia tiene la prensa en nosotros, ¿pero qué influencia tenemos nosotros en la prensa?

La misma cita de Hegel aparece en Imagined Communities, un libro de Benedict Anderson que se publicó hace 30 años y descubrí hace 30 días. “Comunidades imaginadas” sería la traducción del título y se refiere a esa suerte de entidad abstracta que crean, entre otros, los lectores de periódicos: usted, al despertarse por la mañana y abrir el periódico que le llegue o la página de internet que prefiera, está convirtiéndose en parte de un grupo de gente anónima pero muy, muy real. Esa sigue siendo la magia de la prensa: es una verdadera ceremonia colectiva, pero una ceremonia paradójica, pues se conduce en soledad y (casi) siempre en silencio. Yo, lector de periódicos, sé que los demás están allá afuera, leyendo el mismo periódico que leo, indignándose por lo que me indigna, informándose como me informo. La importancia de esta comunidad imaginaria —en la cual tenemos, en este mundo de incertidumbres, una pequeña certeza, parecida a la que tenemos cuando leemos novelas: que hay otros que se nos parecen— no puede ser subestimada.

Y, sin embargo, nuestras sociedades no parecen muy interesadas en proteger esa situación. Cada día son más los lectores que exigen de su periódico una sola cosa: que sea gratis. Pero el sustrato de esas comunidades imaginadas se basa en la función interpretativa del buen periodismo: liberal o conservador, regional o cosmopolita, todo periodismo que merezca ese nombre cumple con la tarea de aclararnos las cosas. Y eso cuesta plata: cuesta investigar; cuesta aprender a interpretar; cuesta aprender a escribir. Lo que no cuesta plata es recoger la información ya interpretada y reproducirla. No cuesta plata, tampoco, llenar las páginas con especulaciones taradas sobre el embarazo de Shakira. Hace unos años conocí a uno de los corresponsales de The New York Times en Bagdad y me contó cómo, desde el inicio de la guerra de Irak, el personal del periódico se había reducido a la mitad. “Y los norteamericanos ahora entienden sobre esta guerra la mitad de lo que entendían antes. Así, no será raro que reelijan a Bush”.

Ustedes ya saben lo que pasó: lo reeligieron. Y la guerra se tardó muchos más años —y muchos más muertos— en empezar a acabarse.