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Corriente y contracorriente

Por Prodavinci | 27 de octubre, 2012

Artículo de Nuria Azancot, publicado en El Cultural. A continuación un extracto:

Según el Diccionario de la Real Academia, heterodoxo es: “1. adj. Disconforme con el dogma de una religión. Escritor heterodoxo. Opinión heterodoxa. ; 2. adj. No conforme con la doctrina fundamental de una secta o sistema; 3. adj. Disconforme con doctrinas o prácticas generalmente admitidas”. Ricardo Senabre, catedrático, crítico y bien conocido transgresor intelectual, afina más y explica que heterodoxo es el innovador, el que se aparta de módulos consabidos y esperables, abriendo así la posibilidad de nuevos caminos. Sin ellos, sin innovadores, la literatura no progresaría, aunque se confiesa incapaz de descubrirnos a los nuevos heterodoxos de hoy.

Memoria heterodoxa

Transgresores, heterodoxos, libérrimos… Nuestra historia está triste y felizmente plagada de ellos, pero hace unos siglos la libertad podía pagarse muy cara y hoy, en cambio, es un sello que garantiza ventas y cierta imagen que vende bien ante los medios y el lector. De hecho, en el congreso jerezano que se inaugura el proximo miércoles, se va a hablar de Cunqueiro y de Sánchez Ferlosio, del postismo y Valente, de la poesía informalista y las greguerías y las vanguardias, de Juan Ramón y de Sawa. Nos gustan los malos literarios, las otras vías, la literatura y el pensamiento alternativos.

Pero no siempre fue así. Marcelino Menéndez Pelayo, en un libro de referencia y lectura obligada, descubrió esa Historia de los heterodoxos españoles (1880-82), en dos volúmenes que luego fueron tres por exceso de material y que reflejaban, a juicio del censor que los examinó en 1946 ,“el gran mérito de su autor” al estudiar “toda la serie de errores, ora graves y trascendentales, ora menos imporrantes”, desde los “libeláticos Marcial y Basílides, primeros renegados españoles” a las últimas supersticiones, nos descubrió una historia de nuestro pensamiento ignorada. Gracias a él, por ejemplo, sabemos que Prisciliano de Ávila (340-385) fue torturado y decapitado por hereje; que el médico Arnaldo de Vilanova ( 1238 -1311), en el que, según Menéndez Pelayo, “hubo mucho de fanatismo individual” y “tendencias ingénitas a la extravagancia, celo amargo y falto de consejo” y que solía “confundir las instituciones con los abusos, temeraria confianza en el espíritu privado, ligereza y falta de saber teológico”, acabó sus días en el mar, y, a su muerte, refiere Menéndez Pelayo, se condenaron catorce de sus “proposiciones sobre la fe, teniendo en cuenta además el no leve daño en la conciencia del pueblo catalán”. (p. 710).

Pedro de Osma, “el nombre más ilustre de los heterodoxos españoles de la Edad Media”, amigo y maestro de Antonio de Nebrija, que le retrató como el “el español más sabio de su tiempo”, fue procesado por la Inquisición en 1478-79, sus obras fueron quemadas, se le expulsó de su cátedra de Salamanca, aunque tras hacer penitencia pública por sus errores, recuperó la cátedra, quizás porque “no tuvo seguidores, ni es más que un hecho aislado”.

La cara b de la literatura

También Miguel de Molinos (1628-1696), reivindicado en nuestros días por José Ángel Valente, sufrió las iras de la Inquisición desde 1685 y fue torturado de tal manera que acabó confesando su supuesta inmoralidad y vilezas, y pasó el resto de su vida (once años nada menos) consumido en una mazmorra romana. Jacobo Barba, erasmistas, judaizantes, Miguel Servet, Juan de Valdés, Jaime de Enzinas, Pedro Núñez Vela o Domingo de Rojas (1516-1559), personaje esencial de El hereje de Delibes son otros protagonistas de unos volúmenes que hablan de las más destacadas víctimas de la intolerancia y el miedo de nuestra historia, pero también Sánchez Dragó recuperó su memoria y las reivindicó en la mítica Gargoris y Habidis.

La nómina de los heterodoxos españoles es casi infinita, una suerte de cara b impura de la historia oficial de nuestras letras y pensamiento. Poco antes de morir, Carlos Fuentes destacaba esa “impureza del lenguaje, de la sangre, del destino” al celebrar el premio Formentor concedido a nuestro heterodoxo actual más ortodoxo, Juan Goytisolo, que se proclama hijo de una tradición que reúne a algunos de los nombres más brillantes de nuestra literatura, desde Cervantes (el gran heterodoxo según Rafael Argullol, el escritor alegre y llano, claro y sencillo en un siglo inflamado de lisonjas, para Rafael Reig) a Ferlosio; del arcipreste de Hita y el Delicado de La lozana andaluza al “exquisito Góngora de la última época” (apunta Senabre) o a García Hortelano; de San Juan de la Cruz a Pérez Galdós (“tan libre, y tan despreocupado como para conseguir que los doctos más presumidos le llamaran ‘el garbancero’, dispara Reig); de Fray Luis de León y Ibn Arabi a Cristóbal Serra (“se me define como el escritor más raro de España, un creador inclasificable, y creo que es bastante exacto”, dijo), pasando por Fernando de Rojas, Blanco White, Américo Castro, Luis Cernuda, Carlos Edmundo de Ory, Fernando Arrabal, Dalí o el mismo Goytisolo.

La lista de escritores “intempestivos” es interminable, pero hoy el nivel de transgresión es difícil de establecer, sobre todo porque las redes sociales, que reproducen imagénes y textos sorprendentes, superan con mucho la capacidad de provocación de los autores. Sin embargo, la duda vuelve a surgir: ¿de qué hablamos cuando hablamos de heterodoxos hoy?

Hay quien, como Reig, niega la mayor porque, explica, “cómo va a ser uno heterodoxo en un país donde todos somos buenos, solidarios, tolerantes, incapaces de maltratar a una mujer y partidarios del diálogo? Habría que estar loco o idiota, o ser de derechas y con una sobredosis de intereconomía. Ser heterodoxo a propósito me parece cosa de botarates: si algo tengo de heterodoxo, no ha sido optativo, no lo he podido evitar”. En cambio, para Alejandro Palomas, “heterodoxo de pata negra” sin intencionalidad, sin elección, la transgresión es necesaria “desde el momento en que escribo para sentir que no estoy solo, en que no busco tanto gustar como ser oído.” Otros afinan más, como Antonio Orejudo, que distingue entre heterodoxo oficial y heterodoxo heterodoxo, y aseguran que aunque, le encantaría ser uno de la primera clase, piensa que esa etiqueta sólo la pueden expedir los suplementos culturales “y quizás Juan Goytisolo”. “Ser un heterodoxo oficial -insiste- te permite probar las delicias del mainstream sin renunciar a un cierto aire de maldito. Yo por desgracia no soy un heterodoxo oficial. Y por suerte tampoco soy un heterodoxo heterodoxo”.

Arrabal, conquistador quijotesco

Sí se siente transgresor por vocacion y por destino Fernando Arrabal (“Soy un místico heterodoxo, conquistador, quijotesco, anarquista libertario, un español de los de siempre y no de los que practican el servilismo voluntario, tan abundante desde 1940” ha dicho). O Sánchez Dragó, que ya desde la infancia tuvo la impresión de que casi todo el mundo pensaba acerca de casi todo lo contrario de lo que él pensaba. “Aún hoy es así -insiste-. No es que yo decidiera ser un heterodoxo. Eso sería absurdo. Me limitaba a ser como soy, siempre fiel a mí mismo”. Para él, ser hoy heterodoxo en España supone “no ser progre, ni buenista, ni solidario, ni indignado, ni demócrata, ni europeísta, ni futbolero, ni de izquierdas, ni de derechas, ni ateo, ni creyente, ni tuitero…” O sea, casi nada. Claro que para eso está Dragó, que recuerda que heterodoxia y tradición son términos reñidos y que un heterodoxo es siempre un solitario. Ya sabe lo que decía Miguel Hernández: “Yo sólo soy yo cuando estoy solo”, así que procura atener su conducta, dice, a la máxima de los alquimistas: “ a lo oscuro por lo más oscuro, a lo desconocido por lo más desconocido… Sin olvidar jamás que “la cultura española, con algunas excepciones, es tan rebañega como el país del que nace”.

Ferrer Lerín, en cambio, se considera un “desconsiderado conmigo mismo”, una suerte de “quebrantahuesos, especialista en comer médula.. pero desde el nacimiento”, que ha pagado un alto precio por su libertad: “no he accedido a la fama. Supongo que, en la actualidad, por culpa de la declaración universal de los derechos humanos, esa es la triste hoguera en la que hay que sucumbir”. Y Argullol incluso apuesta por esa heterodoxia “identificada con la libertad contra los dogmas”, mientras Goytisolo reivindicaba hace unas semanas, “la búsqueda solitaria de la belleza en vez de afanarse en hacer carrera y ascender (o trepar) uno a uno los escalones alfombrados de la escalinata que llevan al éxito”, mientras invitaba a los autores más jóvenes a no sucumbir “a las tentaciones del éxito fácil” y a no confunfir “la paciencia del zahiorí con la ilusoria visibilidad mediática”.

El águila solitaria

Afortunadamente, Diego Medrano pone las cosas en su sitio: Poe, recuerda, lo explicó muy bien: “El águila vuela en solitario y los cuervos en bandada”. Heterodoxo es todo aquel que asume la insolencia como ontología, como modo de conocimiento. Y Gauguin lo explicó mejor: “He querido establecer el derecho de atreverme a todo”. Heterodoxo es algo muy francés, el buscador de sensaciones, aquello del sensismo en Pessoa: “Sentirlo todo de todas las maneras”. Es el coleccionista de experiencias, el generador de vivencias, aquello de Carlos Barral tan delicioso: “La función de un poema es liberarse de una obsesión formulando una vivencia”. Era un modo de vida en el mayo francés: la cultura como agente provocador, susceptible de cambiar la vida.

Por eso, en su memoria de heterodoxos inolvidables, se apiñan Carlos Barral, “con su capa española y descalzo por las mejores avenidas de Madrid”. Gimferrer, “con su sombrerote hongo, su vida interior de puro detective y carota de gato feo o voz de colibrí asustado”: Leopoldo María Panero, “entre las mil cocacolas, la penitencia de los tochos de psiquiatría transportados de aquí para allá y los dientes que no existen”; Montero Glez, “con esa prosa suya que son como burbujas de alcohol cauterizadas, muy metidas dentro y luego vomitadas de golpe”. Y Villena, Rafael Reig, Pérez Merinero… O Martín Gaite y Rosa Chacel, “alunadas y alucinadas de lenguaje. Fuera ya de la plaza, y queriendo entrar como sea: Ferlosio, puesto de dexidrina hasta las cachas y aullando por las orejas, y Onetti, tan español como hispanoamericano, y con aroma de arrabal, lenocinio, pijama usado y letra temblona, casi mitológico antibiótico”.

¿Y hoy? Jordi Carrión confiesa que se siente heterodoxo en la misma medida en que lo hace todo escritor, “porque todos se posicionan en contra de doctrinas, ideas recibidas, prácticas o corrientes consensuadas y admitidas, según su propia percepción de la realidad”, mientras José Ribas, hacedor de “Ajoblanco”, reniega de “cánones, trepas y academicistas! porque, subraya, “me va la libertad, lo vivido, lo sentido, lo que veo, lo muy trabajado”, y Antonio Orejudo lamenta que hoy la heterodoxia esté normalizada, tenga denominación de origen y haya perdido incluso “sus connotaciones diabólicas para convertirse en una manera rentable de estar en el mercado”.

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