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El señor Majestad, por Martín Caparrós

Como suelo escribir en esta pantalla virtualmente hispana sobre la Argentina, argentinos me llaman vendepatria. Más que insulto es expresión de deseo: creer que habría compradores. Pero hoy, en lugar de cipayo, voy a ser español o gallego o maturrango, que también es lo mío. Lo soy, de un modo caprichoso: mi padre fue español, sus padres lo fueron. Mi madre es argentina; sus padres fueron rusos y polacos –judíos, por supuesto. Yo nací en Argentina y he vivido varias veces en España.

La primera, supongo, fue en los relatos de mi abuelo Antonio, exiliado republicano, sobre el Madrid de antes de la guerra, el Ateneo, las tertulias, el café de Correos, las charlas con Azaña, el hospital que entonces dirigía. Fue por esas historias que más tarde, cuando llegué por fin a España material, lo primero fue la desilusión: me sorprendió que no todos fueran poetas de la generación del 27.

Eran, aún así, tiempos interesantes –la transición, el sexo a borbotones, el primer socialismo, la movida movida, Almodóvar sin foco, la Otan Fuera. Sólo que cada vez que quería discutirlos terminaba topándome con alguien que me decía sin ternura que por qué no opinaba de mi propio país. En algún momento me harté de contestar que ése también era mi país y que si mi acento no lo demostraba era porque los fascistas habían echado a mis abuelos –y me empecé a callar, a desinteresar.

Después me fui, pasé años lejos. Eran tiempos de prosperidad, kilos de mantequilla al techo –en que España me cayó más que nada antipática: se le notaba demasiado el nuevo rico. Y ahora, en la crisis, a veces le aparece todavía en la sorpresa de meñique rizado –oh cómo pudo sucedernos a nosotros–, pero la veo más parecida a casa.

Por eso no la entiendo. España está llena de cosas que no entiendo –como Argentina, supongo, pero con menos morbo. Y hay una, entre todas, que entiendo menos que ninguna: que vivan tan a gusto con su rey, nuestro rey, ese señor de traje. Sé que, al principio, dejarse reinar fue un compromiso, la solución timorata –temerosa– propia de un momento en que millones de ciudadanos y unos cuantos líderes no terminaban de creerse que el dictador que los había manejado durante cuarenta años se había muerto de veras –y prefirieron aceptar su voluntad monárquica como un mal menor. Otros, en aquellos días, cantaban todavía España mañana será republicana. Pero mañana ya pasó y no ha sido y así se fueron 37 años –37 años– durante los cuales el tema de la monarquía pareció zanjado: siempre me sorprendió que no fuera materia de debate, que la discusión que había llevado a un país a la guerra y a tantos de los suyos a la muerte no fuese algo que nadie pensara que habría que pensar.

Lo he preguntado a muchos; muchos me dicen que no es un tema urgente: que, después de todo, el rey no manda casi; que el rey ahora es una especie de abstracción, un símbolo. Pero justamente por eso vale la pena preguntarse por qué un país quiere que lo simbolice una persona.

Ya he comentado alguna vez aquí lo raro de que el símbolo aglutinador tenga carnes y huesos. Sucedía en las religiones más fundamentalistas o en los regímenes más autoritarios; no sucedía en Grecia clásica, no sucedía en la República romana, dejó de suceder en Europa cuando las revoluciones burguesas o populares o republicanas buscaron símbolos más comunes, más inmateriales: una bandera, unas historias, algunos cantos, ciertos orgullos compartidos.

Ahora, el rey de España es un símbolo que simboliza poco. Sobre todo, el hecho de que mis compatriotas bis quieren tener un rey: quieren que haya un señor que, por su cuna, tenga el derecho de tutearlos y tratarlos como inferiores incurables, y de creerse único e irremplazable, indecidible, y de que sus hijos y los hijos de sus hijos sean lo mismo que él: irremplazables, indecidibles, únicos. Todo para mantener la tradición de sus mayores, una ristra de dictadores que cometieron los peores crímenes –conquistas, masacres, inquisiciones, más guerras, más ejecuciones, el abuso de poder como única forma de su uso– en nombre de un dios que les había dado el derecho de hacer lo que su testosterona les pidiera. Todo para conservar la institución más ofensiva.

Pero las cosas cambian –poco–, y conservar es cambiar esa pizca. Ahora, en estos meses, mis compatriotas bis empezaron a atacar al señor Majestad –o, por lo menos, a examinarlo, a pensar su sentido. Aunque algunos argumentos también son signo de los tiempos: estamos tan leves, tan ecololós que ahora matar a un elefante parece más grave que ser rey.

Se diría que rey no les molesta: quieren rey. Pero un rey joven y guapo y pacifista y que respete a su mujer y que parezca honrado. El problema no es tener un rey; es tener un rey que no se lava los dientes tres veces al día. Por eso muchos de mis compatriotas bis, molestos por la paquidermaquia y los pequeños hurtos familiares y los gastos superfluos y los flirts icónicos no cuestionan la institución sino el anciano que la ocupa, y postulan que su hijo debe reemplazarlo. ¿Si un rey fuera impecable impoluto inmaculado austero compasivo, si un rey viviera cual misionero o militante de la tierra, estaría bien que hubiese uno?

La discusión es pobre si se limita a pensar si tal señor es malo o bueno, mejor o peor que su retoño. No están ahí por ser lo uno o lo otro. No importa qué tipo de personas son; importa que cumplen una función que contradice todo lo que siempre decimos sobre igualdad, democracia, derechos de los hombres.

Y, mientras, los que la defienden la defienden diciendo que sirve: son la caricatura de una época que no sabe cómo tener una moral, que se asustó de los problemas que una moral presenta. Te dicen que el señor Majestad sirve como garantía de la subsistencia de las instituciones, del Estado: ¿de verdad pensarán que ese Estado y esas instituciones son tan endebles que se caerían si no las garantizara un señor bien papado? Y, si por azar lo creen, ¿no les parece mal, no los preocupa, no se pasan la vida devanándose los sesos para ver cómo conseguir unas instituciones que no dependan de tales pequeñeces?

O, si no, te dicen que el señor Majestad sirve como representante comercial, que vende España como nadie. Es curioso que la defensa del más aristócrata de todos los aristócratas –el único sin par– consista en definirlo como un buen burgués, un servidor atento de su empresa. Es curioso que, decididos a sostener la institución más retrógrada e insostenible, no argumenten a favor de esa institución sino de sus efectos secundarios, mercantiles, menos nobles.

Quizá piensen el mercado sirve para justificar cualquier cosa: incluso la sumisión a un señor entrecortado. Yo creo –pero es mi estupidez acostumbrada– que un pueblo que acepta un rey acepta demasiadas cosas.

Y creo –pero es mi estupidez con acento sureño– que mientras los españoles sigamos aceptando la institución más reaccionaria le seguiremos debiendo al pasado algo muy caro, y al presente y al futuro tanto.

No conozco la ley del Reino en este campo. No sé si prevé alguna pena para los que ofenden a su rey –a nuestro rey. Yo no quiero ofenderlo: sólo digo que sobra –sea quien sea. Y que nos voy a respetar tanto más –a nosotros españoles– cuando podamos llamarnos ciudadanos y no súbditos, de un país donde el único Reino sea el del Revés.