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Gliese 581 g, por Norberto José Olivar

A Ronald Rodríguez y John Manuel Silva

«Me siento viejo. Decaído. Ayer tuve la certidumbre y hoy me pongo a contarlo», escribió Adriano González León. Siempre pienso en esta frase magnífica, sobre todo ahora que me estoy haciendo viejo, también, pero no tanto, porque aún no me aparecen manchitas en las manos. A mi mujer sí le salieron ya, así que con menos años, es, biológicamente dicho, más vieja que yo.

Como hoy estoy estrenando mi edad provecta, debo reflexionar a ver si distingo qué cosas han cambiado o empiezan a hacerlo. Comienzo con lo que más preocupa a la mayoría de los hombres y, la verdad, hago constar aquí, que mi virilidad, mis ganas, son las mismas de cuando era un mancebo flaco y desgreñado, dedicado febrilmente a la masturbación, aunque ya percibo cierto desgaste, advierto y confieso; no obstante, sin consecuencias que lamentar todavía. Recuerdo la cinta de John Madden, El exótico hotel Marigold, un alojamiento para la tercera edad, en la India, donde Jean, una de las huéspedes le dice a Madge, hablando de su novio Norman, otro vejestorio como ambas, que el tiempo del sexo nunca pasa. Así que mis calenturas son las mismas de cuando muchacho, léase de ayer para atrás. De modo que no hay mucho que remover en este asunto, pero donde sí veo cambios, incluso drásticos, es en lo que quise ser, y bueno, en lo que queda de todas esas pretensiones que lo avientan a uno desde sus años adolescentes hasta los días de la más absoluta decrepitud.

 

El 1659 de Cramer se estremece con el paso del tren que va a Retiro. Son las 2 y 30 de la madrugada y con semejante estruendo se pierden las ganas de dormir y de todo. Pero no está mal, por esta vez, al menos, porque abajo llega ya la camioneta de Transportes Manuel Tienda León que nos llevará al aeropuerto de Ezeiza.

Me pongo la chaqueta y voy de cuarto en cuarto despertando a todo el mundo: Una esposa, dos hijos, una hermana, un cuñado y cinco sobrinos. Un equipo de futbol. Donde llegábamos, la bulla, aún evitándola, era insoportable. Vacacionamos una semana en Bariloche y otra en Buenos Aires. Los momentos más difíciles eran al entrar en los restoranes. Derramábamos el café sobre algún venerable anciano, golpeábamos sillas con los morrales, bateábamos bandejas de las manos de los meseros, rompíamos vasos, en fin, se generaba un auténtico horror a nuestro paso. Los lacónicos bonaerenses nos observaban con una mezcla de compasión y estupor.

Antes de despertar a toda esta gente, digamos mi gente, tuve un rato a solas para afeitarme y hasta sentir, por vez primera, a partir de una rara y súbita angustia que conmocionó ese momento, que me hacía, irreversiblemente, un hombre viejo. No ya en sentido metafórico, sino en la realidad más palpable e inmediata. No hay dramatismo en esta cavilación, quizás no me lo tomo con estricta sabiduría china, pero tampoco estoy llorando de pena.

A todas estas, mi gente está lista y embarcada. El frío invernal no impide que un leve riachuelo de sudor me corra por la espalda, tras montar once maletas y once morrales con la dudosa solidaridad del chofer. Cerradas las compuertas traseras, a empujones y «espaldamazos», para evitar que se desparramara el equipaje, emprendemos el camino a Ezeiza envueltos en un silencio insomne y tenso. Creo que el mutismo se debía a la incertidumbre reinante, porque a uno de mis sobrinos hubo que operarlo, sorpresivamente, de apendicitis, y sospechábamos que nos prohibirían abordar el avión a Caracas.

La suerte quiso que mi cuñado y yo tocáramos con el sobrino convaleciente, que disimuló muy bien sus dolores en la taquilla de emigración y en los mostradores de aerolíneas Argentina. Los demás sufrieron una oportuna diáspora, en la asignación de los puestos, que anuló cualquier posible tertulia familiar durante la pesada travesía. Nomás al dejarse caer en su butaca, el encubierto sufrido, se perdió en un cansado sueño de casi siete horas. Durante ese tiempo pude divagar a mis anchas, emprender un viaje dentro del viaje y continuar con mis elucubraciones otoñales inauguradas en Cramer.

 

Como dijo Jean, en esa memorable escena de El exótico hotel Marigold, el tiempo del sexo nunca pasa. Eso ya lo cité. Lo que sí va pasando son las ganas de ser alguien. En mi caso, por ejemplo, de joven soñaba con ser una vedette literaria, tipo Vargas Llosa, García Márquez o Hemingway. Si vas a ser escritor, decía mi madre, no puedes ser uno cualquiera. Pero a medida que aumentaban mis lecturas, mis modelos iban cambiando. Mi madre se horrorizó cuando le revelé que tenía nuevos héroes: Vila-Matas, Banville, Sebald y Handke. Ella me clavó sus ojos de gata brava y preguntó quiénes eran esos bichos que jamás había oído mentar. Tenía razón. Son autores casi secretos, conocidos por escasos lectores, escritores para escritores o para lectores radicales, autores que trafican con una literatura nada comercial, fastidiosa, soporífica y de una dificultad irritante en muchos casos, textos que no resuelven contradicciones, que huyen de las opiniones. Tabucchi, otro que olvidé mencionarle a mi querida madre, pedía que no lo dejaran solo entre gente llenas de certezas. Son autores derrotados por sus propios libros, por eso su figuración pública siempre tiene un perfil bajo, subversivo a veces. Han convertido su éxito en un elegante fracaso, devolviéndole a la literatura, en parte, ese aspecto natural que funciona como un anticuerpo y que la salva de la banalización y la estupidez de las novedades y el espectáculo de masas.

Mi madre escuchó horrorizada esta perorata y me dijo, molesta, pero resignada:

«En esta ciudad nadie lee y te vas a poner con esa güevonada. ¡Siempre serás un pendejo, mijo! ¡Dios te ampare!».

 

Los primeros minutos son de una inquietante turbulencia. La señal de mantener los cinturones ajustados sigue encendida. El capitán explica que las sacudidas son naturales en esta zona que sobrevolamos, que pronto pasarán. El ruido sostenido de las turbinas cesa, de repente, porque mentalmente reanudo el otro viaje, y continúo considerando los cambios consumados, o en proceso, en esta etapa nueva de mi baja adultez o alta ancianidad, como dirá mi amigo sicólogo, Gilberto Zuleta, cuando se lo explique, cervezas de por medio, en la fuente de soda Irama.

Lo primero que pienso es que los viajes de esta naturaleza metafísica, ¿será esta la forma de referirlos?, carecen de cronología. Son una especie de sucesiones de imágenes aleatorias que no sabemos explicar. Algo, por el estilo, hace Emilio Valero, otro autor secreto de mi lista, en un relato suyo, Viaje circundante, donde describe un ciclo de cuadros de su infancia que van conformando el texto sin más hilo que la nostalgia. De esta manera es que vengo pensando en los días cuando tenía fuerzas para ser Hemingway o Vargas Llosa. Me veo devorando libros con desesperación, asimilando estructuras narrativas, estilos, buscando grandes historias y todo lo que suponía, inocente yo, me convertiría en una superstar de las letras. Estas evocaciones son como diapositivas, desordenadas, que van pasando por dentro de mi cabeza. Pienso que así es la realidad y la narrativa verdadera, lo que implica que es la única manera de contar la vida con cierta credibilidad. Lo lineal es una falsificación.

Para continuar, debería sumar a mi lista de autores a Victoria de Stefano, para decir que son escritores que nos obligan a viajar interiormente, que no significa conocerse a sí mismo, sino a sentirse extranjeros dentro de uno mismo, a perderse, a abandonar todo lo que eran principios inamovibles, a temer a todo lo que se nos venda como verdad absoluta e incuestionable. El viaje se vuelve un proceso de empequeñecimiento que nos obliga a movilizarnos aún más. No se trata de adquirir complejos, porque éstos paralizan. El empequeñecimiento, del que hablo, es una forma de ajustar una nueva mirada que nuestro ego no nos permite en condiciones normales. Y como se sospecha, los egos son resistentes a cualquier tipo de radiación, pero el viaje verdadero hace que lo olvidemos, que escapemos de su alcance, hasta que esa insignificancia a la que accedemos nos deja comprender que el fracaso no es una pesadilla y, contrario a lo que pensamos, es consustancial de la buena literatura, sobre todo, en los tiempos que corren.

El fracaso te vuelve un gran lector y un humilde autor, pero escribir se convierte en una interferencia. Te sientes como el asteroide Vesta, un superviviente cósmico, el único protoplaneta que ha sobrevivido desde la creación del sistema solar. Te radicas, literariamente, en Gliese 581 g, un planeta del sistema de la Enana Roja, situado en la constelación de Libra, a 20 años luz de la Tierra. En esa lejanía tienes la sensación de estar más cerca, porque todo lo ves mejor y te haces una versión menos infalible, porque estando tan lejos sabes que puedes estar equivocado, pero no te mortifica. Todo lo miras más claro y la incertidumbre es un butacón muy cómodo.

Tres aeromozas y un sobrecargo están sirviendo el desayuno. Llevan trajes de vuelo confeccionados en, lo que parece, una nueva versión del Kevlar para cruceros espaciales. Tengo la impresión, ahora, de que vamos en un trayecto intergaláctico, en una especie de Airbus 340-200 readaptado y repotenciado para la navegación extraterrestre. Miro por la ventanilla y veo la ISS bastante cerca de nosotros, es mucho más grande de lo que la había imaginado, por cierto. Hay un intercambio de luces entre la estación y el avión a modo de saludos. El sobrecargo me ofrece pan de jamón, galletas, mermelada y jugo de naranja. Ni siquiera toqué el desayuno, un libro de Tabucchi, Viajes y otros viajes, me absorbió en la siguiente hora. Dice que los viajes más extraordinarios son los que no ha hecho, los que nunca podrá hacer. Se lo confirmó Paolo Di Paolo, al decir que la escritura (y la lectura, añado) es un viaje fuera del tiempo y del espacio, mientras el viaje geográfico es un movimiento horizontal. Solo eso. Di Paolo se extiende, afirma que el viaje verdadero te lleva a un encuentro inevitable e inexplicable con los muertos, con tus muertos para ser más exactos, conocidos en vida o no. Que el viaje es la demostración de que la vida, los lugares, no nos bastan, que el mundo nos viene ancho y ajeno. No se viaja para escribir sobre lugares, explica, aunque acepta que hay viajes que se han transformado en escritura, pero son viajes que ya no existen, nos quedan sus partituras. La música, como el viaje, se han desvanecido. Asegura, Di Paolo, que los viajes se escriben solos en los rostros de las gentes. Escribir sobre ellos puede ser una estupidez porque, además,  los lugares cambian segundo a segundo, descontando la traslación y la rotación que, especulando desde mi ignorancia, en algo deben incidir.

En un texto sobre Pisa, Tabucchi da a entender que los auténticos monumentos están escondidos de los turistas o viajeros geográficos. Narra que los tours llegan a la archiconocida torre inclinada y hacen las fotografías de rigor, dando por cumplido el protocolo, e ignoran que en un desvío a menos de quinientos metros, hay una callejuela encantadora y desconocida, via della Faggiola, y casi al final, dice, antes de desembocar a la Piazza dei Cavalieri, hay una casa donde vivió, entre 1827 y 1828, Giacomo Leopardi, allí escribió «A Silvia» y «La resurrección». Lo mismo sucede en París (y en todas partes) donde los turistas corren tras el Moulin Rouge y el Sagrado Corazón sin percatarse que, a escasas cuadras, estuvo el nicho de los surrealistas, encabezado por André Breton, o la curiosa plaza dedicada a Marcel Aymé y su relato El hombre que atravesaba las paredes.

El verdadero viaje, especulo de lo leído en este raro y maravilloso texto de Tabucchi, consiste en un desplazamiento del tiempo y del espacio, condicionado —he aquí la dificultad— a la liberación de «horarios», porque éstos «están hechos de un tiempo que no pertenece al Tiempo». Y así, el deslastre definitivo de padecimientos tortuosos como el «trabajo» o cualesquiera de las limitantes para los desvíos (y/o divagaciones) en los viajes emprendidos.

 

La señal de los cinturones de seguridad se apagó y los pasajeros pudieron disfrutar de la gravedad cero, sobre todo, los niños, entre ellos mis hijos y sobrinos. Eran como muchos Stephen Hawking alucinando de felicidad. Yo apenas los miré rebotar una que otra vez. Pensaba en la imposibilidad de vivir sin horarios para poder viajar, y como diría Auster, ¿cómo hacerlo sin cobres? Tendría que haberme fijado esa meta en mi temprana edad, cual Dalí, que de adolescente se dijo que, en la medida de lo posible, se convertiría en ligeramente multimillonario. Es el viaje, como sea, una búsqueda frenética de la libertad antes que nada. Y la percepción sobre el ocio cambia desde esta perspectiva. Legitima la lucha que grandes artistas entablaron contra el trabajo como supuesta realización humana. Lo hizo Breton, Rivera, Oblomov, personaje radicalmente haragán, de la literatura rusa, resucitado por Vila-Matas. En lo local, tenemos ciertos registros en nuestra historia patria. Hay un texto de González Sierralta, en la revista El desafío de la historia, que expone el caso de Antonio Torres, en 1837, llevado a juicio por ocioso, por vago, por no tener oficio. O antes, 1834, un tal Mateo Plaza, que se escapó luego a Maracaibo y pasaba el día recitando a Góngora, en la Plaza Baralt, a cambio de la buena voluntad de los transeúntes.

 

Las tres aeromozas y el sobrecargo empezaron a servir el almuerzo. Una de las aeromozas, la más bajita, una morena, tenía rato mirándome. No sé si le atraía o le intrigaba, pero al ofrecerme las bebidas, dijo que podía traerme un vino tinto de Vosne-Romanée, de 1985, que estaban dando en primera clase. Sonreí agradecido, por supuesto. Con la copa de vino (en realidad un vaso plástico) dejó, garabateado en una servilleta, el número de su móvil. La intercepté en uno de los pasillos, después de que recolectara las bandejas desechables y las sobras de la comida, y le pregunté de qué servía aquello si ella se volvía a la Argentina. Me miró, pero no dijo nada. Yo regresé a mi puesto. Traté de reanudar a Tabucchi, pero no pude. La intercepté, de nuevo, y le dije que siempre había soñado con hacerlo en el baño de un avión. Ella sonrió, como anhela uno, que sonría una mujer al decirle algo por el estilo y hasta vi, creo, un brillo de lujuria en sus ojos. Ahora que lo escribo, sus gestos parecían programados, como si se tratara de un androide de última generación. O, tal vez, solo reconocía, con glacial gracia, mis aberraciones cinematográficas.

 

Vivir en Gliese 581 g es como estar en la serie Tierra de gigantes, una especie de planeta gemelo, de nuestra Tierra, al que llega la nave Spindrif al perderse en una extraña nube en la órbita terrestre, la única diferencia era el tamaño de las cosas, de las gentes y de los problemas. Quizás por eso, ahora me refiero a G-581 g, sea considerado una súper Tierra, cuatro veces más grande. Por esta razón, pienso, es que desde G-581 g o Zarmina, como le llamó su descubridor, Steven Vogt, en honor a su esposa, todo puede mirarse con más detenimiento. Empequeñecidos como dije, liberados de horarios y sintiéndonos, por completo, extranjeros, nos hacemos de cierta ventaja para las divagaciones y extravíos, para la observación desocupada, siempre necesarios, si pretendemos llegar a dónde sea que debamos llegar, sin que esto signifique, claro está, que es el único lugar, o puerto, disponible. Después de todo, y así de contradictorio, esa misma distancia, como la cercanía, son, en sí mismas, grandes obstáculos que nunca han sido salvados.

Cuando lleguemos a Zarmina (Gliese 581 g), me explica mi querida aeromoza (¿androide?), se nos aplicará un espray aprobado por el Consejo Intergaláctico de Sanidad para desinfectarnos. Ya en la Tierra se está empezando a extender esta normativa, por lo menos en el aeropuerto de Melbourne, según reporta Tabucchi en su Cuaderno australiano. Esto le vendrá bien a mi sobrino convaleciente, digo para mis adentros. Pero no solo temen a las enfermedades, igual a la merma de ideas, a los desvaríos infantiles, a la ridiculez exagerada. Los zarminanios, por ejemplo, se ríen de las gentes que dicen haber viajado con La isla del tesoro, de Stevenson, para ellos el único sentido, a considerar, es el miedo, el valor y la ambición de Jim Hawkins. También aseguran que los libros comienzan en la última página; que se lee, realmente, con los ojos cerrados y nadie se permite almacenar textos no leídos, es una vergüenza y una mancha al honor. Sin embargo, la libertad es absoluta. Existe un gobierno encabezado por un Consejo Rotativo de Lectores. Los tribunales funcionan a través de una extensa red de bibliotecas públicas, dirigidos por poetas de estilo solvente, extrema sensibilidad y mente aguda. La división geo-política está basada en géneros literarios, pero es un mero decir, ya que las conurbaciones, entre unos y otros, son profundas, y obligan a una administración coordinada y consensuada. Es una sociedad donde la máxima aspiración es ser poeta y se vive por y para la literatura.

 

«Tú tienes deseos, no ideas», me dice la aeromoza-androide, «en Zarmina no exigen visa, solo una idea»

«¿Y la idea de que se debe tener una idea no es una idea en sí misma?, pregunto con fingida ironía, imitando su gestualidad binaria.

 

La editora de la web, Vaca mariposa, me dijo que sus ideas tenían una misteriosa relación, inversamente proporcional, a los sellos en su pasaporte. Que entre más se alejaba de Maracaibo, más ideas le germinaban. Consideré esta probabilidad, pero funcionó al revés. A mí el viaje me neutraliza, confirmo que el mundo no necesita de mis ideas y me dedico a indagar en las ideas ajenas y a hacerlas propias, puede que hasta remasterizar alguna. Mi alta ancianidad está desprovista, pues, de grandes ideas. El viaje no solo me empequeñece, me prepara para la desaparición. Me convierte, eso sí, en un lector radical. Un autor serio debe evolucionar a lector. Ese es el viaje real, ojalá no lo olvide.

***

El capitán anuncia que vamos a aterrizar. Las aeromozas y el sobrecargo nos inspeccionan: tenemos que poner los asientos en posición vertical y ajustar los cinturones. Mis ambos viajes llegan a destino y a tiempo. Las colas en inmigración y aduana son descomunales, así que busco una silla de ruedas para mi sobrino convaleciente. Lo llevo a enfermería y allí sigue descansando un rato largo. Nuestro avión, a Maracaibo, tardará en salir unas cinco horas más. Más cincuenta minutos de vuelo nacional. Entonces estaremos en casa, al fin, pero sin dejar de ser extranjeros. Esa es mi idea.