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La revolución sentimental (Fragmento), por Beatriz Lecumberri

«Cada cadáver es una historia»

Lo dice Olga Romero. Su tono es casi de forense, pero está empapado de una enorme tristeza y de la angustia de girar en círculo desde hace años sin saber hacia dónde huir. Olga es una víctima más de la violencia ciega de Caracas, pero a diferencia de todos sus clientes, ella puede contar su historia. Y su historia es la muerte. La de otros, la de los muertos que nadie quiere.

Desde hace tres años, esta publicista dinámica y emprendedora abandonó su oficio para dedicarse a otro que parecía más rentable: preparar los cadáveres de personas asesinadas en Caracas, donde los homicidios pueden contarse por decenas en los fines de semana más sangrientos.

–Para nosotros, un tiroteado es ya una muerte natural. En nuestro mundo, en mi mundo, eso son ya las muertes naturales. Pero oye, por más que sea un matón o un ladrón tiene una madre o alguien que llora por él. Yo ayudo a que su familia pueda despedirse de la mejor manera posible.

Una ola de putrefacción acompaña sus palabras hasta hacerse insoportable, pero Olga ni la siente. Nuestra entrevista se realiza un lunes por la mañana a las puertas de la morgue de Bello Monte de Caracas, una fábrica de autopsias al por mayor a la que han ido llegando, una semana más, en un goteo insoportable, los asesinados del sábado y del domingo. Olga se mueve casi cómodamente en este lugar siniestro, al que viene prácticamente a diario. Conoce a todo el mundo, entra y sale sin que nadie le corte el paso y consigue los documentos necesarios en un tiempo récord para recuperar el cadáver y comenzar su trabajo.

En Caracas, hasta las funerarias más humildes comienzan a cerrar sus puertas a quienes mueren violentamente. La violencia que generan a menudo los velatorios, por los robos, el consumo excesivo de alcohol o los ajustes de cuentas entre bandas que llegan frente al féretro a «rematar» el cadáver de la persona que ya asesinaron, sumado al sinfín de quejas de los vecinos, pesan más que el dinero que se pueda ganar con el servicio.

La capital venezolana se ha convertido desde hace algunos años en una ciudad que bate récords de violencia en América Latina y probablemente encabeza la lista de las más inseguras del mundo. En 2010 fueron asesinadas en Venezuela entre 14.000 y 17.000 personas, dependiendo de quién y cómo se hagan las cuentas, y solo en Caracas, ha habido fines de semana en que los muertos violentos han superado el centenar. En 2011, el número de homicidios, según cifras extraoficiales, superó los 19.000.

Para Olga, este drama se traduce diariamente en olor a formol, reconstrucción de rostros destrozados por las balas, organización de velorios en las barriadas más peligrosas de Caracas y sobre todo en miedo. Miedo a no saber cómo dejar atrás su vida actual, a quedarse atrapada en un tiroteo, a que su marido, que ahora trabaja con ella en el «negocio», sea secuestrado al transportar un cadáver, y, sobre todo, miedo, cada día más miedo ante la posibilidad de morir prematuramente, generado por ese contacto cotidiano con la violencia más cruda, que ni su fe en Dios alivia.

–Hace poquito hicimos un servicio de un muchacho colombiano. Él era muy mala conducta, la familia no lo quería velar porque sabía que habría problemas. Pero los propios malandros los obligaron. ¡Qué compromiso! Porque yo no podía decir a la familia que no, cuando a ellos mismos los estaban obligando. Pedí ayuda a la Guardia Nacional pero me dijeron que no podían prestarme apoyo ese día.

La noche anterior se había producido un tiroteo entre los amigos del fallecido y la banda rival, que controlaba la parte alta del barrio de San Blas, al este de Caracas, y quería llegar ante el féretro y rematarlo. Casi de madrugada, Olga y su esposo sacaron el cuerpo de la casa a escondidas, en una camioneta particular, sin que nadie se diera cuenta de que estaban transportando un cadáver, y bajaron la barriada como ladrones, a toda velocidad, en medio de la noche y con la angustia de verse atrapados en cualquier momento bajo una lluvia de tiros.

–Y una dice: ¿qué me estoy ganando? No vale la pena, ni financieramente ni nada. Yo medio sobrevivo con esto, pero sin más. Lo que te queda no justifica lo que te pueda pasar.

Es una mujer guapa, con pelo oscuro, ojos grandes y sinceros pero se ha vuelto un ser apesadumbrado. El peso acumulado de tanta historia terrible le resulta a menudo insoportable. No le gustan las entrevistas y de vez en cuando mira con desconfianza la lucecita roja de la grabadora. Después de semanas en contacto, ha aceptado conversar y que la vea trabajar. Olga empezó repartiendo tarjetas de visita entre familias desconsoladas que llenaban las salas de emergencia de los hospitales públicos de Caracas los fines de semana. Hoy realiza 15 servicios al mes y rechaza encargos. Ya no necesita publicidad.

Por unos 5.000 bolívares o 1.162 dólares, según la tasa oficial, a mediados de 2011, su microempresa El Camino de Dios garantizaba un servicio «completo, moderno y responsable». «Digamos que yo me caso con el servicio: desde sacar el cadáver de la morgue hasta trasladarlo fuera del país. La necesidad me llevó a esto», explica con tono pragmático.

Y al día de hoy, después de haber limpiado, reconstruido y maquillado decenas y decenas de cadáveres, Olga tiene que pararse a pensar para recordar uno que hubiera muerto de forma natural. «La mayoría son puros jóvenes. Estamos hablando de 16 a 25 o 30 años, a lo sumo. A veces da la sensación de que toda la juventud se está muriendo», piensa en voz alta.

Según datos de organizaciones no gubernamentales y de derechos humanos, el homicidio sería hoy la tercera causa de los decesos registrados en Venezuela, por detrás de las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Sin embargo, entre los jóvenes varones de entre 15 y 24 años, la violencia sería ya la primera causa de muerte.

–Hace un par de meses había demasiada gente muerta. Ahora ha bajado un poco. Pero antes eran como 30 cada fin de semana así –explica, haciendo un chasquido con los dedos.

Olga se sienta con las familias a preparar sus «servicios» y empieza a involucrarse en cada historia, en cada muerto. Unos son malandros; otros, trabajadores que se opusieron a un robo y otros murieron de una bala perdida. Ella acaba siendo todos y viéndose en el rostro de cada uno de ellos. Además de miedo a pasar a formar parte de estas listas demasiado largas de asesinados, Olga también siente asco. Una repugnancia por lo que hace y lo que toca, que algunas noches le impide tomar en brazos a su hija pequeña, todavía un bebé.

–Ya me endurecí un poco, ¿oíste? Pero no te creas, no siempre. Hace poco tuve que hacer un servicio de una niña que quedó atravesada en medio del fuego y la mataron. Es fuerte, muy fuerte. Sin tú querer, te contagias del dolor de los demás, llegas a tu casa cargada de dolor –explica–. Para tocarlos tienes que bloquear la mente, liberarte de todo sentimiento, es como un botón que apagas. Cuando sales de ahí te olvidas de lo que ves. Mi esposo y yo terminamos de preparar a una persona, cerramos la urna y hablamos de otra cosa.

***

Olga no estudió Medicina Forense, pero habla de vísceras, formol y reconstrucciones de rostros desfigurados por las balas con un tono profesional y una frialdad médica que sorprenden. Nunca con desprecio.

Empezó en el negocio preparando los cadáveres en las casas de los propios fallecidos. Hoy en día, ese trabajo lo realiza en una funeraria que alquila por horas. «Ahí se hace todo el trabajo hasta ponerlo todo bonito, bañarlo, maquillarlo», explica con un cierto gesto de ternura. «Pero hay cadáveres que cuesta reconstruirlos porque llegan… En fin, esto no es una cirugía plástica. Se puede hasta cierto punto aminorar, pero una llega hasta donde puede. Esto es algo feo, disculpa», dice con pudor.

Pero el relato prosigue:

–Hay que cortar a la altura del cráneo. ¿Ves? –dice dibujándose una línea recta a lo largo de la frente–. Esto es como una tapa. Tú lo bajas y el rostro baja como una máscara y trabajas sobre la calavera, digamos. Se rellenan los tiros que han hundido la cara, se arregla todo y se vuelve a subir. Pero hay que hacerlo bien para que la cara de la persona no quede diferente. Uno hace hasta donde puede, pero si el rostro se desbarata totalmente no hay nada que hacer porque ya no hay piel donde agarrar. Y eso se cobra más.

Pese a dominar la técnica a la perfección, desde hace meses Olga evita manipular los cadáveres y prefiere subcontratar a alguien.

Recientemente, cuando falleció su madre, fue incapaz de rozar su cadáver. «Hay familiares que maquillan a sus muertos, los peinan y los besan. Yo no pude ni tocarla».

Respira y mira a su alrededor. Las dos contemplamos por un momento a la gente que nos rodea. Dos chicas jóvenes que parecen hermanas acaban de recibir un acta de defunción y se funden en un abrazo, sollozando ante la indiferencia del resto de personas que circulan por los alrededores de la morgue.

–Un cadáver es lo peor, se descompone así –continúa Olga, haciendo de nuevo un chasquido de dedos–. Yo digo que por eso uno tiene que vivir la vida al máximo y ser sencillo porque cuando nos morimos somos la misma gente, la misma carne que se pudre. La muerte es una mentira, al final estamos descompuestos y ya –piensa en voz alta–. Me volví una paranoica. Pienso que en cualquier momento nos puede pasar a nosotros. Por eso me aumentó la fe porque si no, no aguantaba. Pero me quiero retirar. Quiero algo que me dé otra alegría. Yo tengo a mi bebé y llego a casa sin ánimo ni de estar con ella. Vienes pensando en aquella gente, en todo ese dolor… Yo, Olga Romero, soy así.

Y con aire soñador habla de Colombia, de Madrid, de planes que tiene en la cabeza, de gente que conoce que estaría dispuesta a recibirla y a prestarle ayuda para comenzar desde cero.

Su esposo llega en una moto y espera paciente, a varios metros de distancia, el final de la entrevista. Es un hombre grandote, de manos generosas y sonrisa franca al que no le gusta hablar con los periodistas.

–Todo el mundo dice que la culpa de este desastre es de Chávez, pero yo creo que él no puede encargarse de todo –me dice Olga antes de ponerse el casco y montar en la moto.

Según cifras extraoficiales, en 1999, año en que Chávez comenzó a gobernar, hubo 4.500 homicidios en Venezuela, mientras que en 2011 los asesinatos superaron los 19.000. Entre 2001 y 2011 ocurrieron en el país más de 141.000 homicidios.

–Yo soy apolítica y creo que él debe delegar y que debe haber autoridades que se ocupen de esto. Chávez no estaba e igualito había inseguridad. Tú te has dado cuenta de que no te he hablado de Chávez. Te he hablado solo de mi país –se despide, apresurada, mirando el reloj. Un nuevo servicio la aguarda al otro lado de la ciudad.