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Emilia, o las desventuras de la justicia; por Jorge Volpi

La trama se inicia en la Alameda de Santa María la Ribera, un nostálgico -más bien decrépito- parque no lejos del centro de la ciudad de México, donde el jefe de gobierno del Distrito Federal ha decidido rendir su informe de labores para encender los ánimos de los aburridos consejeros ciudadanos. Entonces alguien lanza un aullido entre la multitud: en una banca aparece el cadáver de una estudiante de secundaria con el cuello torcido y la palabra “puta” inscrita con un pintalabios púrpura en su uniforme de la escuela pública Ernestina Salinas.

La primera víctima del escándalo subsecuente es el doctor Federico Ballesteros, célebre defensor de los derechos humanos -y académico del INACIPE- convertido en flamante procurador de justicia del Distrito Federal a invitación de ese mismo jefe que ahora le exige resultados inmediatos. Muy pronto Ballesteros ha aquilatado la distancia que separa el antiguo activismo de su nueva responsabilidad: mientras antes se dedicaba a señalar las violaciones a las garantías individuales repetidas en incontables procesos, ahora tiene que lidiar con los abogados que, amparándose en la doctrina que él mismo ha sentado, no hacen sino liberar criminales.

Viéndose contra las cuerdas, Ballesteros confía en la experiencia de su siniestro subprocurador, quien no duda en recurrir a una de sus estrategias habituales: inventar un culpable. Eric Duarte purga una condena de cuarenta años por haber matado a su anciana madre enferma -o, más bien, por no haber tenido dinero para pagar a un abogado de peso- cuando recibe una propuesta que no puede rehusar: confesar el homicidio de la jovencita a cambio de que los jueces reduzcan su pena a veinte años. Tras dudarlo un poco, Duarte acepta y muy pronto es exhibido ante los medios por Ballesteros y su equipo como prueba de su pericia investigativa.

A partir de aquí, Justicia (2012), la apasionante sátira de Gerardo Laveaga -autor de numerosas novelas y ensayos, antiguo director del INACIPE y actual consejero del IFAI- pone en evidencia todas las contradicciones, vicios, rezagos y los lastres de nuestro malhadado sistema judicial. Si ya en la brillante Creced y multiplicaos (1997) se había burlado de forma inclemente de la Iglesia y los movimientos antiabortistas, en este caso no deja títere con cabeza: policías judiciales, ministerios públicos, altos cargos de las procuradurías, representantes populares y sobre todo ministros de la Suprema Corte son exhibidos sin piedad -y con conocimiento de causa. Porque, si Justicia no es exactamente un roman à clef, uno no puede dejar de reconocer la hipocresía generalizada que, salvo excepciones, permea en nuestra turbamulta de jueces, funcionarios, diputados y senadores.

Para exponer sus argumentos -que en México la justicia está diseñada para beneficiar a unos cuantos; que sólo los ricos se salvan de la cárcel; que la mayor parte de los jueces carecen de la amplitud de miras para buscar la justicia en vez de ampararse en tecnicismos; que en las cárceles se reproduce el mundo de afuera y por ello todo cuesta-, Laveaga se vale de dos protagonistas femeninas: Emilia, chelista y estudiante de la Escuela Libre de Derecho, aguerrida y llena de sueños, que entra a trabajar en la ponencia de uno de los ministros más liberales de la Suprema Corte a instancias de su tío, un ministro que en cambio sólo sirve “a los intereses de quienes lo han puesto allí”; y Rosario, la mejor amiga de la joven asesinada, quien conoce de primera mano al auténtico asesino.

Se le puede reprochar a Laveaga que Emilia tenga demasiados rasgos arquetípicos -la niña fresa, guapa e inteligente, sometida por gusto a la brutalidad de un novio imbécil-, pero el mecanismo le permite exponer sin cortapisas a la fauna con la que ella se topa en la investigación que emprende de la mano de Rosario. Porque en el México de Laveaga -como en el nuestro- todos defienden intereses personales espurios aunque finjan lo contrario: un poderoso senador, gay de clóset, que intenta enmendar sus fechorías hasta que alguien lo amenaza con hacer públicas sus preferencias; un defensor de los derechos humanos que fácilmente se convierte en lo contrario; ministros conservadores que se han vendido al mejor postor y ministros progresistas incapaces de modificar las turbiedades que reconocen a diario; todos ellos al lado de una horda de leguleyos, criminales y burócratas que no hacen sino enfangar los más altos ideales del Derecho.

Como cualquier sátira inteligente -hay que pensar en Swift o Voltaire, como sus modelos-, Justicia también resulta dolorosa. Si se trata de un libro importante, no sólo es por el talento de su autor para el suspense o por la eficacia de sus dardos, sino por su capacidad para incidir en uno de los problemas más urgentes del país. Porque, mientras no se realice una revisión integral de nuestro sistema de justicia, la sátira de Laveaga seguirá formando parte de nuestra lacerante vida cotidiana.